
Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.
(Este artículo contiene SPOILERS)
Quién iba a pensar que el subgénero del naufragio espacial iba a dar para tanto. Un señor, señora, pareja o grupo se queda anclado en el espacio junto a un simpático robot —o junto a George Clooney haciendo las veces de simpático robot— y protagoniza diversas aventuras que varían de más a menos en su tronar de altavoces y llorera incontrolada (con Christopher Nolan puntuando el máximo en ambas escalas). En los últimos años se han producido unas cuantas películas con esta temática y casi todas ellas han tenido éxito de público y crítica. Las ha habido para todos los gustos y todas ellas han tenido sus virtudes y sus defectos. Gravity, por ejemplo, tenía una historia un tanto simplona y no iba mucho más allá de la sucesión de secuencias de acción, pero en lo cinematográfico —dirección, montaje, ritmo, etc.— era un auténtico recital. Moon fue lo contrario: poca acción, pero un argumento bastante más cuidado que supuso una sorpresa agradable porque parecía un buen episodio de The Twilight Zone. En cuanto a Interestellar, sé que le encantó a mucha gente y el guion pasaría con nota un examen de física, hasta que el amor se convertía en una fuerza universal y la gente se ponía a arreglar relojes desde el mágico mundo de Oz. Además, constituía una magnífica oportunidad para que Matthew McConaughey pudiera verse sollozando en pantalla (en una página americana leí el mejor resumen que se haya hecho de una película: «Gente blanca llorando en el espacio»). Pero bueno, dejemos de hacer amigos y digamos que para gustos colores; seguramente yo estoy equivocado. En cuanto a The Martian, era entretenida, bastante más ligera que las anteriores, pero al menos conseguía que Matt Damon cargase el peso de la película sobre los hombros y pareciese menos Matt Damon que de costumbre, lo cual era un considerable mérito. Al menos no se pasaba la película haciendo pucheros, lo cual, no voy a negarlo, era un alivio.
En cualquier caso y más allá de mis cochambrosas opiniones subjetivas sobre todas ellas, es evidente que estas películas funcionaban, cada una a su manera y en uno u otro nivel. Lo mejor es que seguían los patrones de la ciencia ficción clásica, utilizando una premisa para desarrollar ideas filosóficas, planteando reflexiones sobre la naturaleza humana (bueno, a Gravity le faltaba algo de esto, excepto en el final) o, en el caso de Nolan, planteando reflexiones sobre lo mucho que la ausencia de gravedad afecta a los neuróticos. El Robinson Crusoe sideral es una fórmula que está dando frutos y Pasajeros ha intentado seguir esa misma senda. Por desgracia, creo que el resultado ha sido bastante menos convincente que en las antes mencionadas. La película parte de una buena premisa, incluso podría decirse que tenía mimbres aceptables… pero ha terminado tropezando en uno de los males más antiguos de Hollywood: el miedo a llevar un argumento hasta sus últimas consecuencias, quizá con la intención de no darle al público más de lo que los productores creen que el público puede asimilar. Así, la premisa inicial termina diluida en un festival palomitero donde se pierden todas las oportunidades de lanzar un mensaje poderoso, de esos que originan interesantes conversaciones cuando la gente sale del cine. Un festival palomitero que, para colmo, ni siquiera es tan entretenido.
El argumento es el siguiente: una nave espacial está en pleno viaje con destino a un bonito planeta, muy parecido a la Tierra, donde cinco mil pasajeros planean empezar una nueva vida. Como el viaje va a durar más de un siglo, tripulantes y pasajeros se meten en cápsulas de hibernación antes de zarpar. Sin embargo, ya en pleno viaje, un asteroide provoca una avería y una de las cápsulas se abre. El pasajero que está en su interior, un mecánico llamado Jim (interpretado sin florituras por Chris Pratt), se despierta y recorre la solitaria nave sin entender por qué está despierto y los demás no. Finalmente descubre que todavía faltan noventa años para llegar a destino. Como no encuentra manera de volver al estado de hibernación, afronta la descorazonadora realidad de que vivirá el resto de su vida en la nave, completamente solo. Tras un año de desesperante aislamiento, Jim se obsesiona con una de las pasajeras que todavía duerme, llamada Aurora (Jennifer Lawrence) y dedica sus ratos muertos a contemplar grabaciones que hay en los archivos, donde se ve a Aurora hablando de su vida, de sus aspiraciones, etc. Esas grabaciones se convierten en su única compañía, exceptuando un robot camarero bastante simpático, pero cuya conversación es más propia de Mariano Rajoy y no resulta demasiado estimulante. Jim empieza a sentirse tentado por la idea de despertar a la chica para pasar el resto de su vida junto a ella. Sabe, claro, que eso la condenaría a que también toda su existencia transcurra en una solitaria nave en mitad del espacio. Tras una breve lucha interna en la que se debate entre hacer lo correcto —dejarla dormir— o ceder a sus propios deseos egoístas, Jim la despierta. Después miente, diciéndole que también ella ha salido de la hibernación por accidente. Tras la desesperación inicial de la pobre chica, y como era de esperar estando solos, empiezan a intimar mientras el terrible secreto de la execrable acción de Jim planea sobre la pareja.

Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.
Como pueden ver, es un planteamiento con mucho potencial, y de hecho desencadena una secuencia bastante lógica de acontecimientos que domina los dos primeros tercios de la película de manera coherente. Es verdad que el argumento está ejecutado de manera un tanto ortopédica, sin un desarrollo demasiado exhaustivo de los personajes o de la relación que hay entre ellos; la dirección de Morten Tyldum no le saca todo el jugo posible a esta primera parte. Todo está contado de una forma muy convencional, rozando el cliché. Pero eso no impide que el argumento despierte interés, porque describe un conflicto moral bastante crudo, que como mínimo consigue que el espectador se pregunte a dónde llevará todo. La situación tiene todas las papeletas para convertirse en una verdadera tragedia griega, así que la curiosidad salva los defectos narrativos. La pareja Pratt-Lawrence, como muchos críticos han hecho notar, tiene bastante química en pantalla. Funcionan bien juntos y le confieran vida al material con el que trabajan. Chris Pratt no es Sam Rockwell, desde luego, pero mantiene el tipo mientras está solo. Y la película gana bastantes enteros cuando Jennifer Lawrence entra en escena; ella es sin duda lo mejor del largometraje, aportando carisma y hasta momentos de brillantez.
Hasta este punto los pros y los contras de la película se equilibran. Es ciencia ficción comercial y estereotipada, pero potable. Si todo el largometraje hubiese seguido en esa misma tónica, hubiese dicho que Pasajeros obtiene un aprobado digno. No hubiera sido una obra maestra de ningún modo, pero podría haber terminado resultando interesante. El problema se produce en el tercer acto, el del desenlace. La mejor frase que he leído sobre la película es esta: «Pasajeros tiene unas ideas de un millón de dólares y una valentía de cincuenta centavos». El conflicto argumental planteado es retorcido: ¿cómo podrán convivir a largo plazo cuando Aurora descubra que ha sido precisamente Jim, la única persona que la acompañará hasta su muerte, el responsable de que esté encarcelada en mitad de la nada? Toda la vida que ella había planeado, todos sus sueños, se han perdido; él es el único culpable. ¡Esto daba para un desenlace tremendo!
Pero no. El tercer acto renuncia a toda complejidad y la resolución del conflicto se diluye en una inesperada, innecesaria y vacua escalada de secuencias de acción que se apoderan de la historia. Los guionistas, en un giro absurdo que me recuerda a aquellas fantásticas películas del Hollywood clásico cuyos ortopédicos finales eran imperdonables injerencias de los estudios, convierten lo que debía ser un final basado en resortes psicológicos en un festival de estupideces propias de serie B. Es que hasta empiezan a aparecer detalles risibles que le hacen a uno dudar de si el guion no fue terminado por un becario: por ejemplo, la enorme nave tiene la principal fuente de energía, una especie de reactor nuclear, separada de la sala de control por ¡un panel de cristal! Sí señor, qué mejor sitio para un reactor nuclear que una pecera. Por momentos esperaba ver aparecer a Christopher Lambert. Pero bueno, cosas como esa no pasarían de ser detalles graciosos si no fuese porque esa misma pereza creativa se traslada a al argumento principal. Se utiliza una sucesión de deus ex machina tecnológicos (ya saben, explosiones y pirotecnia diversa) para justificar que los dos protagonistas reaccionen como no lo hubiesen hecho si la historia hubiese respetado la secuencia lógica de lo que se había presentado al principio.
Salvando las distancias, es como si en Casablanca la historia de amor entre Bogart y Bergman, en vez de tener un final marcado por la reacción emocional de sus protagonistas a todo lo que ha sucedido entre ellos, tuviese otro final condicionado por el hecho de que una bomba atómica explota cerca del Café de Rick. Un completo sinsentido. Cualesquiera que fuesen las virtudes que tenía Pasajeros en su primera parte, que las había, desaparecen en mitad del despiporre de efectos especiales y acción gratuita. De repente Pasajeros se convierte en Gravity, pero sin la excelencia narrativa para la acción que tenía Gravity. Todas las preguntas que el espectador pudiese estar haciéndose sobre la manera en que los dos personajes iban a lidiar con el conflicto, se quedan en el aire. ¿El dilema moral? ¿La evolución psicológica? ¿La lucha entre la mutua necesidad de compañía y la sombra del acto criminal que ha cometido uno de ellos contra el otro? Ah, ya, todo eso… olvídenlo. Eh, no espere tanto de esta película, oiga, ni que todo en la vida tuviese que ser Tarkovski.
Puedo entender que haya películas que elijan optar por lo fácil desde el principio. Muchas de esas películas facilonas son entretenidas y tienen, claro, sus propias virtudes. Uno puede elegir verlas o no verlas, disfrutarlas como el entretenimiento ligero que son, o uno puede optar por cosas con mayor enjundia. Hay momentos para todo. Sin embargo, cambiar de registro con dos tercios de película transcurridos es un tremendo error, y el que una historia potencialmente interesante sea desperdiciada es doblemente decepcionante. Fingir que se está tratando al espectador como alguien inteligente para después despachar la historia con trucos de prestidigitación produce la sensación de que la película se desploma en la conclusión, y además se consigue el pernicioso efecto de subrayar los defectos que hasta entonces estábamos dispuestos a pasar por alto. Pasajeros podría haber sido un largometraje que hiciera pensar. Podría haber combinado la pertinente ración de palomitas con algo de filosofía. Ya hemos nombrado varias películas recientes que lo han conseguido y en la historia del cine hay decenas, si no cientos, de ejemplos en todos los géneros. Por desgracia, los creadores de Pasajeros no han confiado en que la gente que se sienta en las butacas hubiese digerido un final adulto. Querían crear algo grandilocuente, pero sin tomar los riesgos que requiere la grandilocuencia, y entre esos riesgos estaba el de mostrar cosas incómodas al espectador. Y qué quieren que les diga, una tortillita a la francesa está bien… salvo cuando te han tenido durante una hora contemplando cómo cocinaban una lubina al horno.
Eso sí, no todo va a ser malo: no sale Matthew McConaughey.
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