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El ascensorista que inventó la música

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(Imagen: Mike Litch, CC)

Imagen: Mike Litch. (CC)

Cuando hago música no pretendo que te agrade. Pretendo que te cure.

Situémonos. Mediados de los años cincuenta. Unos grandes almacenes de Los Ángeles. Cientos, miles de clientes debieron de usar el ascensor, deteniéndose durante un minuto a escasos centímetros de aquel joven empleado que con expresión grave apretaba los botones. Nadie se fijaba en él, uno de tantos empleaduchos negros que habían llegado desde el sur del país buscando un trabajo en la rica California. Lo que no sabían era que su casual ascensorista apretaba los botones del elevador utilizando los mismos dedos con los que, durante las noches, apretaba los botones de su saxofón para interpretar una música que todavía no existía. Cuántos de aquellos compradores de clase media y existencia vulgar, cargados con sus bolsas, ignoraron su presencia y nunca pudieron contarle a nadie la gran anécdota de sus vidas, porque sencillamente no sabían que esa anécdota les había sucedido a ellos: «subí a un ascensor y por unos momentos estuve de pie al lado de un genio». Mientras tanto, entre planta y planta, el ascensorista construía melodías en su cabeza, o le daba vueltas a la manera de encontrar un puñado de músicos que le entendiesen, con los que poder formar una banda en la que finalmente dejase de sentirse como un bicho raro.

Había desempeñado ya varios trabajos de escasa importancia desde que había llegado a Los Ángeles para intentar abrirse camino en la escena musical. Por el momento, no lo estaba consiguiendo. Allí, como en su Texas natal, era un incomprendido. Cuentan que cuando el guitarrista tejano Pee Wee Crayton contrató al joven saxofonista para su banda, llegó a pagarle un extra con tal de que no hiciera solos, porque ni él, ni los músicos de la banda, ni mucho menos el público, podían entender sus retorcidas improvisaciones. Esta anécdota quizá forme parte del mito pero cierta o no, ilustra a la perfección los problemas que nuestro protagonista tuvo que afrontar durante sus comienzos. Imagínense a un extraterrestre que, recién caído a la Tierra, agarrase un instrumento y empezase a tocar. Intentaría sin duda amoldarse a las melodías de los humanos, pero claro, sin poder evitar la profunda huella que en su espíritu alienígena había dejado la para nosotros extraña música de aquel distante planeta de donde ha venido. Esto era lo que le sucedía a nuestro ascensorista. Nadie parecía asimilar su música. ¿Quién es este tipo? ¿Por qué toca así? ¿Qué le sucede? ¡Que se baje del escenario! Tu sitio, excéntrico amigo, no está entre los músicos convencionales. Desafinas. No sabes lo que haces. Vete, aprende a tocar como Dios manda, y cuando tengas las cosas claras, vuelve… o mejor todavía, ¡no vuelvas! Entre tanto, a falta de una manera mejor de ganarse la vida —es negro, son los años cincuenta, ¿qué otra cosa puede hacer?—, nuestro ascensorista pasa las horas en el centro comercial, subiendo y bajando de planta en planta. Su nombre es Ornette Coleman.

También sube y baja de los escenarios, constantemente. Sube porque intenta formar parte del circuito jazz de la ciudad y se anota en aquellas jam sessions donde ponerse a improvisar con otros instrumentistas. Y baja porque esos otros instrumentistas casi siempre lo echan con cajas destempladas. Y es que existen dos tipos de músicos: los que persiguen el triunfo y los que persiguen una idea a cualquier precio, aunque ello les suponga transitar por un camino de espinas. El triunfo, eso sí, puede ser un concepto variable. Para algunos triunfar significa hacerse ricos y famosos, disponer de los lujos y comodidades de los que, por lo general, se vieron privados durante los inicios de su carrera; o gozar de las mujeres, u hombres, que se les antoje. Cosas así. Para otros, la mayoría, el triunfo significa sencillamente ser capaz de pagar las facturas cada mes con el escaso dinero que reciben por hacer música. De ambas formas, salvo casos excepcionales de suerte o casualidad, el músico ha de hacer concesiones. O, si prefieren decirlo así, ha de venderse. Es una profesión a menudo competitiva e inclemente; casi siempre repleta de inseguridades, sinsabores, engaños y traiciones. No es un mundillo bonito, como no lo es ningún otro en el que muchos aspirantes optan a un mismo trabajo. Siempre fue así con los músicos. En siglos pasados se asumía con naturalidad que los músicos eran simples empleados. Y hoy la inmensa mayoría continúan siéndolo, solo que algunos pretenden fingir que no lo son y el público compra ese fingimiento, porque el público necesita desesperadamente creer en los artistas.

El joven Ornette Coleman creía en sí mismo. Este hecho, de por sí, fue uno de los grandes logros de su carrera. Porque hubo de tragar muchos sapos y su autoestima tuvo que superar muy amargas pruebas. Era de esos músicos que persiguen una idea y nada más que una idea, que parecen capaces de afrontar con entereza las peores calamidades profesionales siempre que sientan que su visión continúa intacta. Sus colegas suelen tenerlos por locos, porque los ven elegir una gratificación inmaterial, casi mística, la que les proporciona hacer su música tal y como la sienten, mientras renuncian a las gratificaciones más terrenales que hacen felices a la mayor parte delos compañeros de profesión: particularmente, el dinero. Cuando era un niño, un grupo había actuado en su colegio. De repente, el saxofonista se puso en pie e interpretó un solo. El pequeño Ornette quedó deslumbrado: «¡Qué bueno ha de ser poder hacer algo así!». Desde entonces, el cándido amor a su instrumento había sido su motor. Para el ascensorista Ornette Coleman hubiese resultado más fácil, más cómodo y más desahogado olvidar sus visiones y acomodar su estilo a lo que requería el mercado de la ciudad. En Los Angeles había muchos sitios en los que un jazzman disciplinado y dispuesto a respetar los cánones podía ganarse, mejor o peor, la vida. Locales en donde se podía tocar cinco o seis veces por semana. En donde hacer contactos, grabar para tal o cual grupo o cantante a cambio de unos dólares extra. Ornette, desde luego, era un saxofonista lo suficientemente competente como para conseguir un puesto en una banda… siempre que se limitase a tocar algo que no sonase demasiado extraño. Pero recuerden: ¿cómo pedirle a un extraterrestre que toque algo que no suene extraño?

Cuando terminaba su jornada laboral y se desprendía de su uniforme de ascensorista, se acercaba a cualquiera de los locales en que se organizaban jam sessions, y allí afrontaba una humillante rutina porque se negaba a hacer música de cualquier manera que no fuese la que sentía en su interior. La rutina solía ser así: se anotaba en la jam, salía al escenario, empezaba a improvisar y por lo general nunca pasaba demasiado tiempo hasta que los demás músicos le obligaban a bajarse otra vez. Curiosamente, no eran tiempos para el experimento, pese a que Charlie Parker acababa de morir, a los treinta y cuatro años, sin tiempo para evaluar en vida toda la magnitud de su legado. Parker había roto los viejos esquemas, sí, pero también había contribuido a establecer unos nuevos que toda una cohorte de imitadores, para quienes la revolución se había convertido en la norma, seguían a rajatabla, como quien sigue preceptos bíblicos. En la herencia de «Bird» había leyes que seguir y el bebop, que no mucho atrás había sido la heterodoxia, cristalizó rápidamente hasta convertirse en un nuevo dogma. Pronto olvidaron aquellos nuevos dogmáticos que, como el pobre Ornette, su dios Charlie Parker, durante sus comienzos, también había sido expulsado del escenario alguna que otra vez. Aunque Ornette Coleman no tenía la intención expresa de convertirse en un rebelde musical —cosa de la que le acusarían a menudo— sí estaba movido por un impulso interior que le obligaba a romper esas normas que los demás habían adoptado como indiscutibles. Ah, los demás. Ya se sabe, no hay nadie más refractario a una revolución que quien acaba de sumarse a una anterior revolución que acaba de triunfar. Incluso con el sacrosanto fogonazo de Parker todavía humeante, cualquier intento de ruptura seguía produciendo recelos entre la mayor parte de los jazzmen. Así, cuando Coleman asomaba la cabeza en el circuito de clubs, algunos músicos se burlaban de él, otros se sentían irritados y otros sencillamente sacudían la cabeza con tristeza; genuinamente creían que el pobre chico no sabía tocar.

Hubo, como también suele suceder, una minoría que sí supo apreciar lo que Ornette estaba intentando hacer. Para empezar, los de la banda con la que ensayaba sin descanso, locos como él que se habían subido por puro instinto a su carro musical, aunque supieran que siguiendo ese estilo iconoclasta difícilmente encontrarían sitios para trabajar. Allí estaban su inseparable trompetista Don Cherry, y el batería Billy Higgins. Pero también hubo músicos más establecidos en el negocio que captaron al instante su talento. Un contrabajista, el pelirrojo Keith «Red» Mitchell, vio a Ornette y quedó impresionado. Como ya estaba asentado en la escena jazz angelina y tenía los contactos necesarios, decidió que debía rescatar a aquel talentoso individuo que estaba languideciendo en el trabajo de ascensorista. Su intención inicial era la de que Coleman ganase un puñado de dólares vendiéndole algunas de sus composiciones a una discográfica. Consiguió que el jefe de Contemporary Records, Lester Koenig, aceptase conocer a Coleman. Pero Koenig se convenció de que Ornette podía ofrecer algo más que unas partituras que, de todos modos, los músicos de plantilla de Contemporary consideraban impracticables. ¿Qué tal si Ornette Coleman grababa un disco con su propia banda? Dicho y hecho. El resultado de aquella osada decisión fue Something Else!!! The Music of Ornette Coleman («¡Algo distinto! La música de Ornette Coleman»), el álbum de presentación del saxofonista. Fue recibido con división de opiniones; aunque todavía se lo podía considerar dentro de los parámetros del bebop (desde luego era mucho más convencional de lo que grabaría poco después), su tendencia a los desvaríos dejaba perplejos a no pocos oyentes, críticos y compañeros de profesión. Incluso los había que llegaron a considerarlo un farsante, un advenedizo que tenía complejo de «nuevo Charlie Parker» y pretendía dárselas de revolucionario por el camino fácil de ponerse a tocar cosas sin sentido para parecer «creativo». Sin embargo, otros —todavía no muchos— vieron más allá y se sintieron testigos de un momento de revelación, de esa experiencia única que es el descubrimiento de un talento que hasta entonces había permanecido invisible:

No es que Ornette Coleman se convirtiese en una estrella de inmediato, ni mucho menos, pero Lester Koenig se consideró contento con la repercusión obtenida por su nuevo fichaje, así que le ofreció un contrato para grabar un segundo álbum. Eso sí, era momento de meter a su nuevo artista en cintura, reuniendo una nueva banda de acompañamiento. El trompetista Don Cherry se quedaría, claro, porque básicamente era la mano derecha de Ornette, pero la sección rítmica sería distinta. En esa nueva banda entrarían Red Mitchell, el mismo contrabajista que lo había «descubierto», y el batería Shelly Manne. Ornette, que era un compositor infatigable, tenía ya listas nuevas piezas, así que se pusieron a trabajar de inmediato.

Sin embargo, como era de esperar, las cosas no funcionaron. Ornette Coleman y Don Cherry estaban demasiado acostumbrados a su anterior banda, la que habían moldeado durante interminables horas de ensayos y con la que se sentían mucho más compenetrados. En cambio, no conseguían acostumbrarse a la nueva formación reunida por la discográfica. Las dos primeras jornadas de grabación demostraron que la química no funcionaba. En dos días completos solamente consiguieron registrar tres piezas, un ritmo lento para un pequeño grupo de jazz de la época. La banda no caminaba. La química no era la correcta. Coleman y Cherry se dieron cuenta de que iban demasiado por delante y la nueva sección rítmica no les entendía, lo cual resultaba particularmente doloroso en el caso de Red Mitchell, a quien le debían todo lo bueno que les estaba sucediendo. El contrabajista, pese a su buena voluntad, no lograba seguir los desvaríos de Ornette de manera orgánica, que era lo que el saxofonista requería y esperaba de sus compañeros de grupo. Al contrario, Mitchell hacía lo que muchos otros músicos hubiesen hecho en su situación: aferrarse a la norma y tocar de forma académica para no sentirse perdido durante las imprevisibles transgresiones estructurales de Coleman. Dicho de otro modo: mientras Mitchell subrayaba ordenadamente los párrafos del libro de texto, Coleman dibujaba garabatos en los márgenes de las páginas. Era como querer encajar un círculo en un cuadrado.

Ornette y Don Cherry no tardaron en decidir que necesitaban a otro contrabajista. Ambos tenían en mente al mismo nombre. Subieron a un coche, condujeron a San Francisco y fueron a buscar a Percy Heath, del Modern Jazz Quartet, con quien habían coincidido meses atrás durante una jam session. Pese a lo que temían, no les costó convencerle para que se uniese al proyecto. Heath recordaba vivamente a Coleman porque en su día había sido uno de los pocos músicos que se había sentido impresionado al verlo. Con Heath todo empezó a ir mejor. Llegaron al estudio por la noche y grabaron seis temas de una tacada. El nuevo disco, que se llamó Tomorrow is the Question!, era un nuevo paso hacia la libertad estilística. Cada nueva medida que Ornette tomaba estaba conduciéndole en esa misma dirección. Por ejemplo, había decidido excluir el piano de su banda. Aunque es un instrumento cuyas ricas armonías llenan de matices cualquier pieza, precisamente por eso Ornette sentía que un piano constreñía la libertad melódica que pretendía para el peculiar dúo formado por su saxofón y la trompeta de Don Cherry. Ambos querían construir sus líneas melódicas y sus solos sin chocar con nada, y las notas de un piano son muchas notas con las que chocar. En fin, todavía no era la libertad total que Ornette estaba persiguiendo en algún rincón de su cabeza, quién sabe si sabiendo que la palabra «libertad» era la indicada, pero desde luego constituía un paso adelante.

Cuando me uní a su banda, me dijo: «Lo que estás tocando es como un mapa de carreteras. No quiero que toques lo que sabes. Quiero que toques lo que no sabes» (Kenny Wessel, guitarrista).

Aquellos dos primeros álbumes eran un buen principio, pero todavía estaban a medio camino. Contenían estructuras conocidas en el bebop, el blues o el swing. Había algunos elementos novedosos e incluso revolucionarios, sobre todo en lo concerniente a las improvisaciones del propio Ornette, que seguían produciendo a muchos la sensación de que desafinaba, de que se perdía o de que sencillamente no sabía qué melodías construir. Divergencia de opiniones aparte y aunque esos dos álbumes supusieron para Coleman la obtención de renombre en la escena jazzística nacional, él todavía no estaba contento. Su música todavía necesitaba una nueva base rítmica. Su carrera todavía necesitaba un nuevo empujón. Ambas cosas llegarían por la mediación de un contrabajista llamado Charlie Haden y de un pianista llamado John Lewis.

Retrocedamos unos cuantos meses hasta una de aquellas noches en que a Ornette lo echaban a patadas del escenario durante las jam sessions. Como de costumbre, entre el público de aquellas veladas no solamente había bohemios o hipsters —término que entonces todavía significaba «aficionados al jazz de vanguardia»—, sino también músicos que acudían para entretenerse y ojear lo que se cocía en el mundillo. Aquella noche en particular se hallaba entre el público el mencionado Charlie Haden, quien como Red MItchell antes que él, quedó conmocionado por aquel saxofonista al que apenas habían permitido tocar unos cuantos compases antes de indicarle amablemente la salida.

Blanco y de Iowa, los orígenes musicales de Haden no podían ser más diferentes a los de Coleman. Pasó su infancia cantando country junto a su familia, que actuaba en diversos espectáculos y programas radiofónicos locales. A los quince años, sin embargo, una poliomielitis afectó a sus cuerdas vocales, lo que le obligó a dejar de cantar. Eso no lo detuvo; multiinstrumentista y ecléctico en sus gustos, Haden no tardó en encontrar nuevos derroteros por los que conducir su voraz talento musical. Metido a contrabajista de jazz, consiguió establecerse en la escena de Los Ángeles, donde era un cotizado compañero de banda. Sin embargo, en ocasiones había experimentado problemas parecidos a los de Ornette Coleman. A Haden le gustaba improvisar de manera visceral, sin atender necesariamente a las normas establecidas, lo cual le suponía desencuentros y reprimendas por parte de sus colegas. Haden estaba transitando caminos que no sabía nombrar ni describir y por los que nadie parecía capaz de seguirle. Se sentía maniatado e incomprendido. Así, cuando —boquiabierto— vio la breve aparición de Ornette sobre un escenario, se sintió como si estuviese teniendo una revelación. No le importó que al saxofonista lo echasen del escenario. Hizo lo posible por averiguar quién era aquel tipo que por lo visto estaba enfrentando los mismos obstáculos que él. Se presentó. Hola, soy uno de los tuyos, lo que quiera que sea que tú eres. Ambos se hicieron amigos.

Por entonces Haden tocaba seis noches a la semana con la banda del pianista canadiense Paul Bley, que era (y es, porque todavía vive) un músico muy respetado y muy completo. Bley todavía no había cumplido los treinta años, pero no solamente tenía formación clásica, contemporánea y jazzística, sino que había tocado con Charlie Parker, Bud Powell y Charlie Mingus. Es decir, había vivido la revolución bebop de primera mano, nadie tenía que contárselo. Quizá por ello estaba cansado de ver cómo todos los saxofonistas de la ciudad imitaban constantemente a Charlie Parker y cómo todos los trompetistas imitaban a Dizzy Gillespie. Para Bley, aquella fiebre imitadora no tenía ningún sentido. Parker fue Parker precisamente porque no había copiado la manera de tocar de nadie. Claro, había tomado cosas de aquí y de allá, como hacen todos los músicos, hasta los más innovadores. Pero Parker había construido su estilo en el underground, sin la pretensión de agradar a nadie que no fuese él mismo, y le había costado hacerse entender. El que su estilo hubiese triunfado finalmente se debía a que contenía verdades musicales que otros músicos terminaron reconociendo pese a las reticencias iniciales, no a que Parker hubiese perseguido contentar a nadie con su música. Aquella era la actitud que Paul Bley había admirado en el legendario Bird y era una actitud que no encontraba en los músicos que lo rodeaban en California, exceptuando a su contrabajista Charlie Haden. Así, cuando Haden apareció acompañado de un tal Ornette Coleman —tienes que escuchar a este tipo— a Bley se le despejò el horizonte. En cuanto Bley vio tocar a Coleman y Cherry, despidió a los que hasta entonces habían sido vientos de su grupo y los contrató a ellos en su lugar. También fichó al antiguo baterista del grupo original de Coleman, Billy Higgins.

Aquel fue un momento de revelación también para Coleman. Recordemos que por entonces casi nadie entendía su música. Pero alguien tan reputado como Bley, su nuevo jefe, no solamente le entendía y le daba libertad sino que le acompañaba gustosamente en su camino. Es más, el estilo de la banda del pianista cambió por completo. Durante las seis noches a la semana en que actuaban como banda residente del club, se dedicaron a experimentar, a seguir lo que les dictaba el instinto. Eran completamente felices. Ornette se encontraba en tal estado de creatividad que componía piezas nuevas todos los días y después repartía anotaciones con las ideas básicas para que el grupo, con la bendición de Paul Bley, las interpretase en directo, abandonándose a improvisaciones cada vez más estrambóticas. Eran un puñado de músicos extasiados por la mutua comprensión en la búsqueda de territorios vírgenes. Como exploradores que, entre la maleza de la selva, hubiesen descubierto los restos de una civilización hasta entonces desconocida.

Eso sí, el público que solía llenar el club no tenía el mismo espíritu explorador y no apreció demasiado el cambio de dirección. Muchos de los clientes abandonaban sus mesas y salían a la calle para conversar durante la actuación del grupo, incapaces de entender o incluso de soportar lo que estaba sucediendo sobre el escenario. Y cuando la actuación terminaba, volvían a entrar. Imagínense. Gente que tenía la oportunidad de ver a Ornette Coleman en plena eclosión pero que sencillamente decidía fumarse un cigarrillo en la calle. Así estaban las cosas. El dueño del club, claro, tampoco veía bien el cambio y sencillamente pensaba que Paul Bley había perdido la cabeza. Mes y medio después de la llegada de Ornette Coleman, la banda fue despedida. El público hipster quería bebop, no aquella especie de anárquico sindiós que solamente parecían disfrutar los miembros del grupo.

Una vez más, ya como de costumbre, había algunos entre los oyentes que sí fueron capaces de apreciar lo que estaba sucediendo. Antes de que el club los despidiese, tuvieron tiempo de impresionar a otro músico consagrado, el pianista John Lewis. Anonadado, no pudo creer lo que escuchaba cuando vio a Coleman y Cherry tocando juntos. Empezó a hablarle a todo el mundo sobre ellos. Por aquella misma época, de hecho, expresó su asombro en una entrevista que concedió a una publicación europea: «Nunca había visto nada parecido. Todavía no puedo entenderlo, pero es como si hubiese estado viendo una extensión de Charlie Parker». Aquellas palabras de elogio no eran en vano. John Lewis no solamente le buscó al grupo otro local donde pudiese actuar, sino que después de que Ornette Coleman publicase sus dos primeros álbumes, le puso en contacto directo con Atlantic Records. Esto constituía un nuevo escalón en su carrera.

Atlantic Records había sido fundada por Ahmet Ertegun, hijo del antiguo embajador turco en los Estados Unidos. Pese a su poco imponente aspecto de tecnócrata burgués —parecía el aburrido director de algún despacho de abogados— Ertegun era un amante de la música con un afilado instinto para detectar lo nuevo, lo que podría marcar el compás del futuro. Su agudo sentido de la vanguardia le venía de familia: su madre era pianista y su hermano le había introducido en el mundo del swing y el jazz, a varios de cuyos grandes nombres había podido ver en directo. Con aquel infalible instinto, Ertegun supo que debía fichar a Ornette Coleman y permitirle grabar con su propia banda, dejándole total libertad creativa. Esto ponía la semilla para la revolución. Coleman estaba a punto de sacudir los cimientos del jazz. Unos, aterrados, señalaron las grietas en esos cimientos. Otros, los menos, se sintieron completamente extasiados.

El cuarteto formado por Ornette Coleman, Don Cherry, Charlie Haden y Billy Higgins se presentó en el estudio para grabar el álbum que lo cambiaría todo. Con las composiciones de Ornette asimiladas después de muchas actuaciones juntos, la música del cuarteto fluía como un arroyo; solamente necesitaron ¡un día! para grabar las seis piezas que terminaron conformando el disco. Por fin el saxofonista hacía lo que sentía, sin limitaciones. El título del disco era tan ambicioso como profético: The Shape of Jazz to Come, «La forma del jazz que está por venir». O dicho de otro modo: el jazz del futuro. Estaba naciendo el free jazz. Con el apoyo de la industria, Ornette Coleman se escapaba del pelotón. Ahora, el que no le comprendiesen ya no era su problema. El problema lo tendría quien no fuese capaz de apreciarlo.

Controvertido, incomprendido, objeto de polémica, Ornette Coleman era finalmente una estrella más en el firmamento del jazz. Costó que convenciese a los escépticos, claro, pero como había sucedido con Charlie Parker, el tiempo terminó poniéndose de su parte. Pero nada mejor para despedir este artículo que la más escalofriante canción de aquel disco, aquella «Lonely Woman» que algunos han calificado como «milagro sonoro». Es uno de tantos duetos entre el saxo de Coleman y la trompeta de Cherry, en el que ambos instrumentos exhalan un lamento de infinita tristeza, un llanto que incluso los músicos de vanguardia de su época encontraron desasosegante. Es una pieza mágica. Quizá algunos no la aprecien a la primera, pero cuando se les cuele debajo de la piel, puede llegar a provocarles escalofríos. Si es una pieza indicada para terminar es porque Ornette guardaba aquellas melodías desde la época —por entonces muy reciente— en que todavía era un anónimo ascensorista negro al que nadie prestaba atención. Grabada para el disco que le daba forma al futuro, aquel lloro inconsolable se convirtió en la pieza con la que Ornette Coleman robó el corazón a muchos oyentes que hasta entonces no habían conseguido entenderlo. Pero dejemos que él mismo nos lo cuente:

Antes de darme a conocer como músico, trabajaba en unos grandes almacenes. Un día, durante mi pausa para el almuerzo, pasé junto a una galería en donde alguien había pintado a una mujer blanca, muy rica, que poseía absolutamente todo lo que podrías desear en la vida, pero que tenía la expresión más solitaria del mundo. Yo nunca me había sentido confrontado con semejante soledad. Cuando volví a casa, escribí una pieza llamada «Mujer solitaria».

Ornette Coleman murió el 11 de junio de 2015, a la edad de ochenta y cinco años. Ahora, donde quiera que esté, su música es más libre que nunca.

(Imagen: Corbis)

Foto: Corbis.

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