
Imagen: MGM, retocada por E. de G.
… o la eterna lucha de Microsoft por subirse al perdido tren de la telefonía
Comencemos nuestro viaje a través de los designios de Microsoft con un documento visual. Si usted nunca ha visto la serie cómica británica The Office, le diré que era un falso documental donde Rick Gervais interpretaba a David Brent, el director de sucursal de una oscura compañía papelera, un personaje que reunía todos los aspectos ridículos que se le puedan atribuir al mando intermedio de cualquier empresa. Dicho de otro modo, David Brent era la vergüenza ajena personificada. Por ejemplo, comprobemos lo que entendía por charla motivacional; vaya directamente al minuto 1:30 de este vídeo y vea unos veinte o treinta segundos de acción. Le dejo a solas unos momentos para que se recree en el sonrojo que produce. ¿Ya lo ha visto? ¿Qué le ha parecido? ¿Exagerado? ¿Una extravagancia propia de guion de comedia? Pues bien, ahora demos un salto a la realidad para contemplar en todo su esplendor a Steve Ballmer, el que fue sucesor de Bill Gates y presidente de Microsoft durante catorce años:
Aparte de congratularnos porque no le diese un infarto en aquel mismo instante —eso sí, casi se rompe un tobillo— y aparte de recrearnos con el hecho de que eligiese una canción de Gloria Estefan para hacer su gloriosa entrada triunfal (solamente lo hubiese superado una de Madonna o, aún mejor, ¡de Modern Talking!), esta secuencia es, no cabe duda, uno de los grandes hitos de la cultura corporativa contemporánea. Pues bien, ahora que ya está usted en la disposición de ánimo correcta, vamos a repasar algunas de las decisiones corporativas —Frank Zappa las llamaría cocaine decisions— que componen un relato de la desesperación de Microsoft tras perder el tren de la revolución del smartphone. Windows 10, su último lanzamiento, que todavía tiene que recibir el juicio de la historia, es el hijo de esa desesperación. Así, contaremos las porfías de Microsfot entre los gritos de su histérico expresidente, la palabrería vacua típicamente business man del nuevo, y los vaivenes de una comarca demasiado grande para caer pero no tan grande como para no resultar, en ocasiones, risible en su corporativa estupidez.
Y no, ni soy un fan de Apple ni un geek informático que viene aquí a meterse con Microsoft por aquello de tomar partido por uno de los equivalentes tecnológicos de un equipo de fútbol. Solamente soy, como muchos de ustedes, un antiguo y sufrido usuario de Windows. Porque incluso las criaturas más mansas, conformistas y tecnológicamente timoratas del universo —nosotros, Aquellos Que Utilizamos Sistemas Operativos de Microsoft— tenemos, aunque parezca mentira, una paciencia finita. Pero antes retrocedamos a los tiempos en que Apple puso patas arriba el mundo de la telefonía con su iPhone, cacharro revolucionario al que el imperio Microsoft, demasiado ocupado en la contemplación de su propia cicatriz umbilical, no podía prestarle la debida atención.
Nadie va a querer un teléfono con pantalla táctil
¿¿Quinientos dólares?? ¡El iPhone es el teléfono más caro del mundo! Carece de atractivo para los clientes profesionales porque no tiene teclado, y esto lo convierte en un aparato poco indicado para escribir e-mails. (…) En Microsoft tenemos nuestra propia estrategia, tenemos en el mercado estupendos teléfonos móviles con Windows. Puedes comprarte un Motorola Q por noventa y nueve dólares, es un aparato muy bueno. Puedo decir que me gusta nuestra estrategia. Me gusta mucho.
No hay posibilidad de que el iPhone vaya a conseguir una cuota de mercado significativa. Ninguna posibilidad. Puede que Apple esté ganando mucho dinero con él, pero si echas un vistazo a los millones de teléfonos que se venden, yo preferiría tener nuestro software en el 60%, 70% u 80% de ellos, que tenerlo en un 2% o 3%, que es la cuota que Apple podría conseguir.
Estas palabras son la impresionante demostración de una visión profética que rivalizaba sin problemas con las cualidades paranormales de la Bruja Lola. ¿Quién las dijo? Fueron pronunciadas, claro que sí, por nuestro saltarín amigo Steve Ballmer, que entonces ya era el presidente de Microsoft. Después de que Apple presentase al mundo su nuevo iPhone, y con un risueño desprecio, Ballmer se ganó un lugar en la historia junto al ejecutivo discográfico que rechazó a los Beatles («Los grupos de guitarras ya no están de moda») y el fundador de Warner Brothers cuando conoció la invención del cine sonoro («¿Quién coño quiere oír hablar a los actores?»). O, más propiamente, junto a aquel empleado de Western Union que en 1876 redactó un informe diciendo que el entonces reciente invento del teléfono «no tiene futuro como medio de comunicación». En otras palabras: Steve Ballmer no podía admitir que Microsoft tuviese que cambiar de estrategia solo porque el geniecillo de Steve Jobs hubiese vuelto a maravillar a los geeks de medio mundo. La estrategia que tanto le gustaba, pensar que los teléfonos móviles con teclado todavía eran el futuro y que por tanto no necesitaba desarrollar un sistema operativo para pantallas táctiles, hundió las posibilidades de su empresa en el mercado de la nueva telefonía.
Ustedes podrán decir, «ah, resulta fácil meterse con Ballmer, porque desde el futuro todo se ve más claro». Pero no. Porque en 2007, cuando Steve Jobs presentó el iPhone durante una conferencia que se retransmitió por internet, otros sí se dieron cuenta de que todo acababa de cambiar. Y se suponía que Ballmer era —en teoría, porque en la práctica estaba en su puesto por ser amigo de Bill Gates— una de las mentes preclaras de la industria informática. Lo que ensombrece todavía su metida de pata es que otra gran compañía, Google, reaccionó de manera muy distinta. El fundador de Android, Andy Rubin, era por entonces vicepresidente de telefonía en Google. La compañía había comprado un sistema operativo para móviles que él había iniciado (les sonará el nombre: Android) y estaba desarrollando una nueva versión del mismo para teléfonos con teclado, similares a la BlackBerry, que eran los que estaban de moda en la industria… hasta el preciso día en que apareció el iPhone. Ese mismo día, Andy Rubin iba en coche de camino a una reunión, viendo en un portátil la presentación de Jobs. Cuando el nuevo teléfono de Apple hizo su aparición en pantalla, se sintió tan abrumado que pidió al conductor que detuviese el automóvil de inmediato. Así, con el coche parado junto a la carretera, terminó de contemplar el momento en el que Steve Jobs cambiaba el negocio de la telefonía para siempre. Rubin supo de inmediato que el teléfono en el que estaban trabajando en Google acababa de quedar oficialmente obsoleto: «¡Hostia puta! Supongo que ya no vamos a sacar nuestro teléfono», añadió con pasmo cuando vio el futuro materializado en su portátil:
Otro ejemplo. El ingeniero Chris DeSalvo trabajaba por entonces en el desarrollo de Android; pues bien, cuando se sentó a ver la presentación de Steve Jobs se dio cuenta de que, en cuestión de telefonía, Google estaba de repente una década por detrás de Apple: «Como consumidor, quedé apabullado. Quise tener un iPhone de inmediato». Y como ingeniero, claro, aquello le hizo replantearse todo su trabajo: «de repente, lo que nosotros estábamos haciendo parecía de los noventa». En Google, pues, arrasaron con todo lo que tenían sobre la mesa y empezaron a trabajar desde cero en una nueva versión de Android para teléfonos con pantalla táctil, porque se habían dado cuenta de que aquello iba a ser el futuro. No iban a despreciar las posibilidades que abría el nuevo iPhone solamente porque se le hubiese ocurrido antes a una compañía rival. Esa rápida reacción permitió que Google no se quedase atrás en el negocio de la telefonía.
En Microsoft, sin embargo, imperaba otra mentalidad. Estaban obsesivamente centrados en el mercado del PC, donde reinaban sin oposición, porque en 2007 más de un 80%-85% de los ordenadores del planeta funcionaban con Windows y lo de los smartphones era un mercado que todavía veían como incierto. Así, se rieron del «juguete de quinientos dólares» de Apple y retornaron a su agradable siesta en el trono. De hecho, bajo el mandato de Ballmer imperaba una cultura corporativa cuyo principio fundamental podríamos resumir como «no vamos a diseñar lo que el populacho quiere, sino que el populacho aprenderá a querer lo que nosotros diseñemos». Dicho en otras palabras: en Microsoft estaban convencidos de que podían hacer descender prácticamente cualquier cosa por las gargantas de su clientela cautiva. Y tenían razón, al menos en buena parte y en cuanto a los ordenadores. Desde su torre de marfil, Ballmer hizo sencillamente como que el iPhone no había aparecido. Microsoft continuó con su propio proyecto de sistema operativo telefónico, Windows Mobile, pensado para teléfonos con teclado como ese Motorola Q que Ballmer, en un arranque de torería y por la gracia de sus saltarines atributos, consideraba un digno rival del iPhone.
Lo que Microsoft nunca entendió es que los usuarios de su plataforma para ordenador, Windows, no necesariamente iban a preferir esa misma plataforma para sus nuevos teléfonos. Es decir; el ordenador y el móvil se usan para cosas distintas y a los usuarios no les preocupa demasiado si hay compatibilidad de plataformas entre ambos. Es posible que esta idea no resultara tan evidente en 2007, pero bueno, tampoco constituía el único problema. La telefonía ocupaba un lugar poco destacado en la lista de prioridades de Microsoft, por debajo de los sistemas operativos para PC, del Office, de los servicios de internet, de los servidores, etc. Balaji Viswanathan, antiguo ingeniero de Microsoft, recordó hace poco el desdén que en aquella época mostraba la cúpula de la empresa hacia los nuevos caminos abiertos por el iPhone. Pero claro, a ver quién le decía a su jefazo que lo indicado era tragarse el orgullo corporativo y seguir la senda abierta por el archienemigo Jobs, arriesgándose a que Ballmer reaccionara con el consabido torrente de (esto es una dramatización) saltos, gritos, quema de archivos y destrozo de mobiliario corporativo. Por cierto, Bill Gates, que entonces estaba ya retirado de la dirección activa de Microsoft, ha dicho en años recientes que la presentación del iPhone le hizo exclamar «¡Oh, Dios mío, Microsoft no ha apuntado lo bastante alto!» (no, esto no es una dramatización, Gates lo recuerda así), pero lo cierto es que, diga lo que diga ahora, cuando Microsoft perdió el tren de la telefonía, tampoco él hizo demasiado por subsanarlo. ¿Estaba retirado? Más o menos, pero seguía influyendo en las grandes decisiones.
El que Microsoft perdiera aquel tren explica en buena parte lo que ha sucedido después con su producto estrella, Windows. Con el insensato desdén hacia la revolución del iPhone, Steve Ballmer cavó una zanja para la división telefónica de Microsoft de la que todavía están peleando por intentar salir. Casi una década después no tiene pinta de que vayan a conseguir convertirse en la locomotora que va en cabeza como sí lo fueron con los ordenadores. Mientras, el mercado del PC mengua y el sistema operativo Windows ha dado más tumbos que un capítulo de Perdidos.

Steve Ballmer teniendo Una Visión. (foto: Corbis)
La nueva especialización de Microsoft: los cabezazos contra la pared
2007 no fue solamente el año de la revolución del iPhone, sino también, irónicamente, un momento en que la imagen de Microsoft como buque insignia de los sistemas operativos para PC sufrió serios reveses. La compañía llevaba cinco años sin publicar un nuevo sistema operativo. Eso en términos informáticos equivale a toda una era geológica, es verdad, pero es que tampoco les había hecho falta más. El Windows XP, después de actualizaciones y los famosos «Service Packs», se había convertido en un sistema operativo muy estable con el que los usuarios habían aprendido a sentirse cómodos. Dada la preponderancia del XP en el mercado, los desarrolladores externos de software lo consideraban primera opción como plataforma para sus nuevos programas, los vendedores de ordenadores también, y en general los usuarios tenían poco motivo para cambiar. El XP acaparaba, como poco, un 75% de la cuota de mercado, así que Microsoft tenía todos los ases en la manga. El éxito había permitido olvidar algunos antiguos tropiezos de la compañía, como el inestable Windows Millenium Edition (Windows ME, o como a veces lo llamaban, «Mistake Edition»), cuya aparición todavía es recordada en los medios especializados con una mezcla de sorna y conmiseración, o aquel programa para cambiar la interfaz del Windows 3.1, el ahora olvidado pero altamente hilarante Microsoft Bob, alucinógeno intento de convertir el sistema operativo en una especie de Monkey Island:
Pero bueno, en 2007 Microsoft mandaba sobre un mercado estable. En muchas casas y oficinas la gente usaba el XP con esa sorda satisfacción que otorga la fuerza de la costumbre. Pero cuando finalmente la compañía rompió el largo paréntesis con la presentación del muy esperado Windows Vista, que tenía que ser el non plus ultra de los sistemas operativos, la reacción de muchos fue de indignado asombro. Bueno, no la reacción de numerosos columnistas que lo pusieron inicialmente por las nubes, hay que decir; esto suele pasar y yo al menos aprendí a desconfiar de las páginas especializadas cuando la gran superproducción que iba a cambiar la industria de los videojuegos para siempre, Spore, recibió críticas entusiastas casi unánimes entre las webs más reputadas de análisis de juegos, para después resultar ser un bodrio de dimensiones apocalípticas. En fin, lo que viene a ser la opinión subvencionada que tanto ha abundado en el mundillo de la crítica informática. Pues bien, las buenas críticas sobre Windows Vista no impidieron que la realidad terminase imponiéndose: el nuevo sistema operativo provocaba problemas de ajuste técnico tanto con hardware como con software. Para colmo, se produjo la sonada ola de demandas por los «ordenadores basura», que lucían una esplendorosa pegatina que rezaba «Compatible con Windows Vista», y que se habían comercializado con el visto bueno de Microsoft. Pues bien, después ¡resultaban no ser compatibles con Windows Vista! En Microsoft, en plan «un niño mayor me obligó a hacerlo», le echaron la culpa a las presiones de Intel, el fabricante de microprocesadores (Intel, por otros motivos que también tienen que ver con los inflados egos corporativos, se perdió el tren de la telefonía aquel mismo año). Vista terminó revelándose como un fiasco de imagen que supuso un golpe duro para la compañía y el público, que no es tan tonto como a Microsoft se lo parece, no tardó en aprender que había que huir del Vista como de la peste. Es verdad que algunos consiguieron acostumbrarse a él cuando fueron solucionados algunos problemas básicos, pero las cifras no mienten.
En pleno 2008, pasada la fiebre de la novedad, el XP seguía copando un 68% del mercado frente al 23% de Vista, que se había vendido bien al principio para después estancarse. En 2009, probablemente tras varias sesiones de (dramatización) berridos y arrancamientos de mechones de cabello de Ballmer, Microsoft enmendó el error publicando Windows 7, que fue para muchos el producto de continuidad que el fallido Vista debería haber sido. Windows 7 era un buen sistema operativo, pero también el reconocimiento tácito de que Vista no tenía futuro, cuando habían pasado menos de dos años después de haberlo comercializado. Y efectivamente, Vista no tenía futuro. En 2012, Windows 7 ya se había hecho con el 41% del mercado, pero el dato verdaderamente significativo es que mientras Vista se había quedado en un 15% (que pronto sería un 10%, y en menos de dos años un 5%), el antediluviano XP, que se resistía a morir, seguía manteniendo un 24% de cuota de mercado. Con el tiempo, el propio Steve Ballmer ha llegado a admitir abiertamente que considera Windows Vista como el mayor error de su carrera… aunque bueno, si hablamos de errores gruesos tiene varios para elegir.
Imaginen pues los berridos del sudoroso Ballmer (nueva dramatización) cuando, además de la debacle del Windows Vista, descubrió que la telefonía móvil que tanto había menospreciado se estaba convirtiendo en un mercado inmensamente lucrativo para los desarrolladores de software sin que Microsoft tuviese un hueco en él. Su sonado desprecio por el iPhone con aquella pantalla táctil «no demasiado buena para el e-mail», se convirtió en desesperación cuando Ballmer vio que Apple y Google estaban triunfando en la telefonía con sus respectivos sistemas operativos iOS y Android. Estos sistemas se basaban en un principio muy distinto al tradicional de Windows. No eran distribuidos mediante la venta de una licencia de compra, sino que quien pagaba por un teléfono físico se llevaba el sistema operativo gratis, sin claves ni contraseñas. El beneficio económico no radicaba en la venta de licencias únicas de usuario, sino en las inmensas posibilidades publicitarias y de licencias para creación de aplicaciones para móvil, o vulgarmente apps, que sí se vendían. Por bajo precio, pero a cada vez más millones de usuarios. En esto consistía el nuevo negocio de los sistemas operativos para móvil. A Ballmer le debió de explotar la cabeza cuatro o cinco veces al enterarse. Y sus gritos (nueva dramatización) debieron de hacer que les explotase la cabeza a unos cuantos más a su alrededor. Todos estaban ganando dinero con los móviles excepto Microsoft. Y él mismo se había puesto en ridículo con sus burlas hacia el iPhone, mientras en Apple se reían los últimos y en Google, gracias a su temprana reacción, no paraban de acaparar cada vez más cuota de mercado.
Microsoft, el teléfono no es para ti
Microsoft permaneció durante un tiempo aferrado a su anticuado sistema Windows Mobile, pero sin éxito alguno. La gente parecía obcecada en comprarse teléfonos de pantalla táctil, especialmente con iOS o Android. El teléfono con teclado físico estaba pasando de moda. Acostumbrados a una clientela cautiva en el mundo del PC, los directivos de Microsoft descubrieron una dura verdad: no se le puede vender un producto al público si ese público ya ha decidido que prefiere otro producto. Y aunque la publicidad es muy importante, en ocasiones ni siquiera millones de dólares gastados en anuncios pueden evitarlo. En su intento por hacer frente al vendaval, la campaña publicitaria de Microsoft para intentar mantener vivo su obsoleto Windows Mobile produjo eslóganes que hoy nos suenan tan hilarantes como «¿Es eso Microsoft Office en tu bolsillo?» (¡Impresionante!, solo les faltó añadir «¿o es que te alegras de verme?»), una campaña de comunicación cuya existencia supongo prefieren olvidar, pero que nosotros sí recordamos porque fue, como dirían esas almas gemelas entre sí que son Antonio Recio y Rita Barberá, una «hostia tremenda».
El cambio era inevitable. Apple lo había iniciado, Google lo había entendido… hasta que finalmente alguien en Microsoft debió de darse con el canto de una puerta y entonces también lo entendieron ellos. Despertando de su interminable siesta, podemos suponer que en los pasillos de Microsoft hubo hasta pánico y sin duda algunos llegaron a creerse los vaticinios agoreros como aquel de que «el PC está destinado a desaparecer». Bien, estamos en 2015 y el PC todavía no ha desaparecido, ni creo que desaparezca (esto sí lo vio bien Bill Gates cuando se comercializó el iPad) pero resulta evidente que ha estado perdiendo cuota de mercado a marchas forzadas y todavía no sabemos si perderá más. El PC tiene mucha competencia en determinados ámbitos que antes eran terreno casi exclusivamente suyo. Y si el PC pierde terreno, Windows pierde terreno. Microsoft, pues, tenía que redoblar sus esfuerzos en telefonía. Steve Ballmer tenía que dar más saltos. Había que odiar más a Apple (por su parte, Steve Jobs ya estaba ocupado odiando a media industria y sintiendo rencor hacia casi cualquiera que no hiciera lo que él quería, pero eso es otra historia).
Se pusieron a trabajar a marchas forzadas en un nuevo sistema operativo para móviles y en 2010 presentaron Windows Phone 7 con la esperanza de que podrían entrar en el boyante mercado de los smartphones. Fue una presentación desangelada, porque producía la impresión, incluso entre el público menos enterado tecnológicamente, de que Microsoft estaba yendo penosamente a remolque de lo que otros ya llevaban tiempo haciendo. Se pudo ver a un Steve Ballmer menos telepredicador que de costumbre (¿Diazepam? ¿Tila concentrada?), que sorprendentemente renunciaba a sus extravagancias e incluso llegaba por momentos a imitar la oratoria de Steve Jobs, lo cual, francamente, resultaba un tanto embarazoso de contemplar. Le hablaba al mundo de las bondades del nuevo sistema operativo móvil, pero no dejaba de ponerse de manifiesto que Microsoft estaba presentando, a deshoras, su propia copia del iPhone del que tanto se habían burlado, solo que tres años demasiado tarde.
La correspondiente campaña publicitaria no producía una impresión muy distinta, con el nada creíble mensaje de que Microsoft llegaba tarde, sí, pero para traer algo distinto y mejor. Hoy, ciertos anuncios de aquella campaña se antojan ridículos. En fin, el esfuerzo no tuvo efecto. Un par de años después, en 2012, las cosas apenas habían cambiado en el mercado de sistemas operativos para teléfonos móviles. Seguían mandando con autoridad Android (56% de cuota de mercado) y Apple (23%), seguidos por el RIM de BlackBerry (5%) y el antes reinante Symbian de Nokia (5%), que se había hundido. Windows Phone tenía menos del 4% de cuota de mercado, es decir, no competía con Google y Apple sino con el Bada, que es como decir que es usted un famoso cantante pero que al intentar ser actor de cine, su competencia más directa son las películas al estilo de Vendemos chocolate (en la que ojo, también había un smartphone: flamante calculadora de 1981 y una mentalidad empresarial muy Microsoft «Tenemos setenta millones de dólares, tío», «Nahhh»). En fin, que Microsoft, el gigante de los ordenadores, era el equivalente de UPyD en el mundo de la telefonía móvil.
En los pasillos de la compañía seguía cundiendo el nerviosismo, con motivo. La telefonía le estaba comiendo mucho terreno a la informática tradicional. A principios de 2011 solamente un 7% del tráfico en internet se producía a través de teléfonos móviles, pero un año después ese porcentaje era prácticamente el doble, 13%. Y en el 2013 se había vuelto a doblar, llegando a un 25%. El pastel que Microsoft se estaba perdiendo se hacía más y más grande. Lo peor era ver que no había manera de darle bocado. iOS y Android habían copado un mercado ya maduro. Quien tenía un iPhone o un móvil con Android no deseaba cambiar. Todavía menos intención de cambiar para complicarse la vida tenían en el creciente sector de los creadores de apps. Los desarrolladores no iban a molestarse en crear aplicaciones para Windows Mobile si esto significaba llegar a un porcentaje muy pequeño de usuarios. Tampoco los fabricantes de terminales tenían interés en equipar sus móviles con Windows Phone, sabiendo de antemano que el público iba a preferir iOS o Android. Sumemos a esto las ventajas intrínsecas de los competidores, como el que Apple podía fabricar sus propios terminales o que Google podía ofrecer en Android servicios añadidos como Google Maps de los que Microsoft apenas tenía equivalentes. ¿Qué podía ofrecer Microsoft a los usuarios de teléfono? Pues no mucho. Se mirase por donde se mirase, era una situación desesperada para la división de telefonía de Microsoft. ¿Qué planeó Steve Ballmer al respecto? Pues algo grande. Algo faraónico. Algo espectacular. Algo muy hasta el fondo. Señoras y señores: Windows 8.
Remember: tiles belong to the bathroom
Cuando uno o dos sistemas operativos crean una amplia biosfera de aplicaciones compatibles, la mayor parte de usuarios —los que buscan estabilidad y no estar cambiando de sistema cada dos por tres— no querrán salir de esa biosfera, y esto había sido la clave tanto del éxito de Microsoft en los ordenadores como del de Apple y Google en los teléfonos móviles. Cada ámbito, ordenadores y telefonía, tenía ya a sus reyes.
En Microsoft, sin embargo, seguían teniendo hambre de monopolio. Su ambición era la de crear un Sistema Operativo Para Gobernar Todos Los Dispositivos. Esto es, crear una plataforma que pudiera ser utilizada tanto por usuarios de PC como de tablet y de móvil. Unificar. Reunir. Monopolizar. A fin de cuentas, debieron de pensar, los usuarios de estos distintos aparatos suelen ser los mismos. Yo tengo PC y smartphone. Casi todos ustedes tienen también más de un dispositivo. Con esta idea, Andrew Lees, entonces jefe de la división de telefonía, dijo: «No tendremos un ecosistema para PC, otro para teléfonos y otro para tablets. Tendremos un único ecosistema en el que todos se unirán».
Pero en Microsoft seguían sin entender la realidad. Esta vez una realidad básica como que los ordenadores (de sobremesa o laptops) son una cosa y los dispositivos táctiles (smartphones y tablets) son otra cosa muy distinta. «Pero ¡esto es una perogrullada!», me dirá usted. Y yo le respondo que quizá lo es, pero en Microsoft no les parecía tan evidente. Esto se pone de manifiesto porque el mismo Ballmer que había presumido de apelar al «usuario profesional» para desdeñar el iPhone, desdeñaba ahora a ese usuario profesional. Cuando uno está trabajando, hay cosas que pueden hacerse con el móvil más cómodamente que con un ordenador y también a la inversa. Sobre todo a la inversa. Un PC o un portátil convencional pueden haber perdido cuota de mercado, pueden parecer menos modernos que un dispositivo táctil, pero son herramientas insustituibles para muchos de nosotros. Hay determinados trabajos que no se pueden realizar en un móvil o en una tablet. A veces resultan necesarios un teclado y un ratón de toda la vida, por más prosaicos, anticuados y carpetovetónicos que estos artilugios nos parezcan. Más antigua es la rueda, y miren por dónde, los coches continúan llevando cuatro.

Pasatiempos: ¿qué es esto? Posibles opciones: a) Un test de percepción para chimpancés, b) Un estampado del blusón de Alberto Chicote, c) Windows Metro, la interfaz de usuario para Windows 8. (Imagen: DP)
Sin embargo, en Microsoft estaban arrebatados por una visión, o por la pura desesperación, y el resultado final de esa visión desesperada fue Windows 8. Un sistema operativo con aspecto de estar pensado para dispositivos táctiles que horrorizó a quienes pretendían usarlo en su PC, porque para empezar eliminaba el menú de inicio de toda la vida y lo sustituía por un sistema de tiles («baldosas» o «azulejos») similar al de un smartphone. Hasta tal punto llegaba esto que en el monitor del PC, por ejemplo, la calculadora aparecía a un tamaño enorme que no se podía reducir, porque Windows 8 trataba al monitor del PC exactamente igual que a una pantalla táctil mostrando todo en su debida (y enorme) proporción. Para colmo, la pantalla de inicio estaba repleta de aplicaciones estúpidas o de actualizaciones de noticias y chorradas diversas, y una vez más en forma de mosaico con azulejos para pantalla táctil. Lo peor, sin embargo, era la introducción de resortes de publicidad y venta de nuevas aplicaciones que, en pocas palabras, hacían que Windows 8 convirtiese el PC en un móvil.
El genial comentario con el que titulo este episodio («Recordad: los azulejos pertenecen al cuarto de baño») lo leí hace meses en YouTube, pero se me quedó grabado porque resume perfectamente la opinión de muchos usuarios sobre el terrible Windows 8 y el enervante sistema de tiles, o azulejos, de su pantalla principal. Windows 8 fue una debacle como la del Windows Vista, solo que peor, porque ahora ya no podían achacarse los errores a un excesivo afán de innovación sino al evidente y deliberado intento de convertir el PC en una máquina tragaperras similar a la que son los móviles actuales. El gran error de Microsoft fue pensar que los usuarios estaban dispuestos a tragarse en su ordenador las mismas cosas que ya tragan en su teléfono móvil. Los que usaban el PC, sobre todo los que lo usaban para asuntos profesionales, lo último que querían era ver su herramienta de trabajo convertida en una tablet donde ya no encontraban rápidamente lo que necesitaban, donde no había un útil menú de inicio ni un escritorio donde colocar libremente aplicaciones y documentos de acceso rápido. Muchos llegaron a desinstalar Windows 8 al poco de probarlo, viendo que su productividad laboral descendía considerablemente. Windows 8 fue, al menos en términos de lo que se espera de Microsoft a nivel comercial, un fracaso y un golpe a la imagen corporativa mucho mayor del que había sido Vista. La versión 8.1, como una tirita para cornada de toro, no hizo gran cosa por remediar el desastre, porque, comercializado en el año 2012, a finales de 2014 solamente se usaba Windows 8 en un 17% de ordenadores (sumando versiones 8 y 8.1). Todavía muy por debajo de Windows 7 (55%), pero, lo más llamativo, no muy por encima del arcaico Windows XP, que mantenía un 13% de uso y que había sobrevivido a Vista y al propio 8. Pero el mayor desastre de Windows 8 era uno del que la prensa hablaba menos, pero estaba ahí: era el gran intento por meter Windows en los dispositivos móviles… y no funcionó.
Gritos en el consejo directivo
En 2013 ya resultaba evidente que la jugada de Windows 8 no había salido bien y la desesperación del gritón presidente de Microsoft estaba batiendo marcas de decibelios. Steve Ballmer, tocado, había anunciado su retirada de la presidencia para un año después. Pero no quería marcharse sin anotar un gol que le permitiese evitar el sambenito de haber sido un CEO desastroso. Como último y desesperado recurso para intentar el infructuoso asalto al mundo de la telefonía, se empeñó en que había que comprar Nokia para que Microsoft pudiera comercializar sus propios terminales y distribuir en ellos esos sistemas operativos que casi ningún usuario de móvil quería. Sin embargo, la idea no parecía tener mucho sentido. Para empezar, en 2013 Nokia ya no era el gigante de 2009, cuando cerca de un 35% de los teléfonos móviles vendidos en el mundo habían sido fabricados por ellos. En 2013, Samsung y Apple le habían arrebatado el liderazgo como fabricantes de teléfonos, quedando Nokia en tercer lugar con un 13% de cuota de mercado, cuota que para colmo iba menguando rápidamente. De hecho, el sistema operativo de Nokia, Symbian, estaba casi desterrado del mercado. La empresa finlandesa había entrado en pérdidas. Cierto que su mala situación facilitaba la negociación de un buen precio de adquisición, pero la idea de vender móviles Nokia con sistema operativo Windows no parecía tener el potencial para inquietar ni a los principales desarrolladores de sistemas operativos móviles (Apple y Google) ni a los principales fabricantes de terminales (Apple y Samsung), porque el problema al que se enfrentaba Microsoft seguía siendo el mismo: querer entrar en un mercado ya maduro.
El consejo directivo de Microsoft, de hecho, se opuso a la propuesta de su presidente. Y bueno, Steve Ballmer entró en cólera. Esto ya no es una dramatización, sino que sucedió de verdad: cuando se discutió la posible compra de Nokia, los berridos de Ballmer pudieron escucharse desde fuera de la sala de reuniones. La oposición de los consejeros lo puso fuera de sí. Decía —a gritos, claro— que si era presidente de la compañía pero no podía sacar adelante una decisión como aquella, dimitiría de inmediato, en ese mismo instante. Vamos, el «¡pues ahora no respiro!» de Obélix. Tras un tenso debate, Ballmer finalmente se salió con la suya, aunque al precio de que su relación con los consejeros quedase definitivamente arruinada. Microsoft empezó a preparar la compra de Nokia, que se formalizaría al año siguiente. Ahora Microsoft, que ya ha absorbido Nokia como parte de su tejido, fabrica sus propios móviles, pero si Nokia había sido la tercera fabricante antes de la venta, Microsoft ha caído a la cuarta plaza debido al ascenso de la empresa china Huawei. Si no querías caldo, dos tazas.
Windows 10: un Windows para gobernarlos a todos
Hoy hablamos mucho de la «experiencia móvil», pero no se trata de un único dispositivo móvil. De hecho tienes varios dispositivos móviles en tu vida, y quieres tener tus datos y aplicaciones en todos ellos: ese es el futuro de Windows. Así es como vamos a conducir nuestro negocio hacia adelante (Satya Nadella, presidente de Microsoft desde febrero de 2014).
En febrero de 2014, Ballmer dejó la presidencia de Microsoft varios meses antes de lo previsto, según parece porque el enrarecido ambiente en el consejo directivo resultaba ya irrespirable. Ataviado con el polo más amarillo que verán ustedes en sus puñeteras vidas (joder, ¿cómo puede algo ser tan amarillo?) se despidió en su mejor estilo, berreando y llorando, con —cómo no— una canción hortera de fondo. En fin, absolutamente espectacular. Véanlo, porque cuando se pone a «cantar» una frase de la canción final (y de nuevo, ¡qué elección de canción!) me hace llorar, aunque no precisamente de la emoción. ¿Puede haber una salida de un escenario más intensa? Es La Despedida De Todos Los Tiempos. Tras esto, Ballmer se fue a gritar a otra parte, en este caso el equipo Los Angeles Clippers de la NBA, del que es propietario desde agosto de 2014.
Un comité de sabios que incluía al propio Bill Gates eligió a un sucesor, Satya Nadella. El nuevo presidente de Microsoft es, en apariencia, muy distinto de Ballmer. No grita, no salta, no le salen espumarajos por la boca ni parece estar poseído por un demonio que acabe de comprarle veinte gramos de cocaína al camello de Charlie Sheen. Satya Nadella es un tipo carismático, un poco en plan presentador de talk show, sin la imagen de empollón de Bill Gates o Larry Page (presidente de Google), ni la milimétrica modernez del difunto Steve Jobs, ni mucho menos la delirante hiperquinesia de su predecesor Ballmer. Nadella nació y creció en la India, pero completó sus estudios técnicos en los Estados Unidos, incluyendo el paso por la Booth School Business, escuela de negocios de Chicago donde complementó sus saberes técnicos con buenos cursos de afilado de dentadura de tiburón. Es un directivo de manual. Sabe hablar (y muy bien) para no decir nada, o más bien para soltar la palabrería corporativa que se espera de alguien en su posición, pero dejando caer la bomba en el momento preciso si es que la ocasión lo requiere. Es un tiburón con silenciador. Este verano, diversos columnistas comentaban con asombro la churrigueresca vacuidad conceptual de un discurso de Nadella, repleto de palabrería hueca 100% típica de ejecutivo, a la que uno podía cambiar cuatro nombres y se adaptaría a cualquier otra gran corporación. Y mientras tanto pronunciando un par de palabras que llamaban la atención por su inesperada concreción: «decisiones duras». Vamos, que Nadella es capaz de visitar todas las ramas del bosque con una celestial perorata sobre el aroma del éter pero incluyendo, como quien no quiere la cosa, la mención de que, oh sí, ahora que se acuerda, va a despedir a gente. Para ser más concretos, a gente de la división de telefonía.
Durante la presidencia de Nadella se ha comercializado Windows 10, que es visto por algunos ususarios como la apropiada corrección de algunos males de Windows 8, por otros como una gran mejoría, y por muchos otros como algo innecesario mientras Windows 7 siga funcionándoles bien. En cualquier caso, la gran jugada de Nadella ha consistido en ofrecer Windows 10 como actualización gratuita para los usuarios de Windows 7 y 8, lo cual ha permitido un arranque espectacular. A la manera de iOS y Android, se trata de favorecer que lo adopten un número lo más extenso posible de usuarios para después poder explotarlo con monetizaciones secundarias parecidas a las de los sistemas móviles, sobre todo atrayendo el interés de los creadores de apps.
Pero quienes usan el PC para trabajar, por ejemplo, encontrarán que Windows 10 continúa siendo un sistema mestizo pensado para conseguir un ecosistema en el que puedan habitar aplicaciones para todos los tipos de dispositivos. La diferencia con el 8 es que resulta más configurable, y los usuarios pueden desactivar muchas de las características pensadas para táctiles y móviles, y que resultan tan inconvenientes en el uso cotidiano de un PC. Además tiene un ayudante que funciona mediante voz, Cortana, y diversas funcionalidades nuevas. En el lado negativo, está creando todo tipo de inconvenientes a algunos usuarios, desde problemas para instalar —como el simpático y ya célebre error 80040020—, actualizaciones que no funcionan (incluyendo el divertidísimo efecto del «reinicio en bucle» del ordenador), hasta las dudas en cuanto a la privacidad y el manejo de los datos de cada ordenador que pueda hacer Microsoft, porque Windows 10 parece casi Facebook en ese sentido. También están los intentos por que los usuarios asimilen vía esófago (para ser elegantes, hemos usado el tracto anterior del sistema digestivo) el buscador Bing y el nuevo navegador Edge. Con todo, el 10 es una mejora innegable con respecto al 8, aunque ya hay usuarios, especialmente antiguos usuarios de Windows 7, que han decidido regresar a este para quedarse allí mientras les resulte posible, de manera no muy diferente a como sucedió en su día con el XP. Pueden leer un balanceado e interesante resumen de sus pros y sus contras, interesante porque pese a su aparente intención de dejar el Windows 10 en buen lugar sucumbe a la sinceridad y termina enumerando una ristra bien nutrida de problemas que llevan a concluir que no es un producto terminado, ni recomendable «si no es usted un usuario avanzado». En fin, un comienzo prometedor en las cifras que no lo es tanto en cuanto uno se pone a escarbar.
El tiempo dirá si Windows 10 terminará imponiéndose o no. Es verdad que ha empezado muy fuerte, con más instalaciones en su debut de las que tuvo 7 al principio (setenta y cinco millones frente a sesenta). En algunos medios nos lo venden como un gran triunfo. Aunque bueno, Business Insider parece por momentos el departamento de RR. PP. de Microsoft, y no parecen darle la importancia debida al hecho de que el Windows 7 era de pago y el 10, por el momento, no lo es. Pero la gran pregunta no es si Windows 10 triunfará en los ordenadores, porque incluso de no hacerlo, la mayoría de usuarios de ordenador seguirán con un Windows, ya sea el 7, el 8 o incluso nuestro querido, apolillado (y ya desatendido) Windows XP, que mientras escribo todavía tiene más usuarios que el 10, aunque eso cambiará para cuando se publique, porque las cifras avanzan en cuestión de días. En fin, puede ser que el 10 cope el mercado de los PC o que fracase, ya veremos. Lo de que triunfe en los teléfonos, que es lo que de verdad Microsoft pretende… eso ya es otra cuestión.
Supervisando nubes
Salvo la gratuidad de Windows 10 y su nuevo estilo de comunicación, poca novedad hay en la estrategia corporativa de Satya Nadella. Algunos lo ven como un esperanzador cambio para la compañía después de la muy cuestionable presidencia de Ballmer, pero sea Nadella de verdad tan brillante como parece, o sea simplemente fachada, poco importa. En realidad tiene las manos casi atadas. No puede inventar mucho. Es como el jugador de póquer que se ve obligado a jugar con las cartas que le han dado, en este caso cartas heredadas de la presidencia anterior. Si Ballmer hubiese hecho bien las cosas, Microsoft tendría hoy dos sistemas operativos distintos, pero compatibles entre sí, uno para ordenadores y otro para móviles. Sin embargo, la falta de éxito en la telefonía los lleva a seguir intentando producir una plataforma universal.
Es verdad que Nadella, con sus anunciados recortes en la división de telefonía, ha terminado de sancionar la certeza de que Windows Phone fue un rotundo fracaso y que Microsoft ha pasado página al respecto. Pero entonces, ¿qué le queda? Pues, aun con toda su palabrería, su estrategia ya no puede ser muy distinta a la de Ballmer. Nadella ha dicho que el futuro de Windows está «en la nube», es decir, que el nuevo modelo de negocio apunta a la transversalidad entre ordenadores, tablets y móviles, porque el mercado del PC no deja de menguar, aunque haya mostrado ya algunos síntomas de estabilización en su caída. Por otro lado, debe confiar en sus propios terminales, los que ellos mismos fabrican tras la absorción de Nokia, aunque la pelea por adquirir cuota de mercado es, por ahora, una batalla que están perdiendo. Por ejemplo, los proveedores de servicios de telefonía no se están tirando de cabeza a ofrecer modelos de terminales con Windows (en Estados Unidos, por ejemplo, este ha sido un problema bastante serio para Microsoft) y por si acaso, Microsoft ha cerrado acuerdos como el de Acer, que va a comercializar un teléfono con Windows 10 (que se llama, no se lo pierdan, Jade Primo, ¡impresionante! Lo próximo será Samsung Colega) pero que ni mucho menos garantiza resultados distintos a las intentonas anteriores. En fin, ya quedan pocas opciones después de que el ataúd de Windows Phone haya sido atornillado y Nadella ha dejado bien clara una filosofía corporativa, mobile first, que en el fondo no es tan distinta de la de los últimos años de Ballmer en la presidencia:
El viejo problema continúa ahí. Es posible que Microsoft finalmente se haga con una cuota significativa del mercado telefónico. Lo tiene difícil, pero nada es imposible. Más en tecnología, donde las cosas cambian muy deprisa, miren lo que fue Nokia y para lo que ha quedado. Pero lo dicho, no lo tienen fácil. Y luego está lo que suceda a largo plazo con el mercado del PC, que se ha reducido mucho, pero que dudo desaparezca del todo. Es más, cuanto más se reduzca el mercado del PC, mayor será el porcentaje de usuarios que continúan usando el PC precisamente para cosas que no quieren o no pueden hacer con smartphones y tablets. Y esos usuarios, a largo plazo, van a ser los más refractarios a un sistema operativo empeñado en meterles lo de la nube transversal por el gaznate. Son usuarios que se sentirán abandonados si Microsoft decide centrar su atención en la dichosa nube, olvidando que su producto estrella proviene de esos viejos ordenadores que la gente todavía utiliza para trabajar porque tienen un teclado y un ratón, y a los que no hay que hablarles ni requieren que nos pasemos el día acariciándoles la pantalla como si fuesen un Tamagotchi con astenia primaveral. A estos usuarios siempre les queda pensar que Microsoft volverá al redil si sucediera que su enésimo asalto a la transversalidad fracasa, aunque está todavía por ver. Si, y solo si, Windows 10 no triunfa en la nube, tal vez en Microsoft decidan finalmente que va siendo hora de apreciar un sistema operativo para PC por lo que es, un puñetero sistema operativo para PC. Yo, que como Prince tengo miedo a que si cambio de sistema operativo se me llene la cabeza de números, prefiero eso a que se me llene el escritorio de azulejos. Si Windows 7 caduca (aunque se supone que tendrá soporte hasta 2020, pero de Nadella no me fío un pelo) incluso los más neanderthales tecnológicos con aversión al cambio, como servidor de ustedes, terminaríamos atreviéndonos a mudarnos a cosas con nombres tan raros y aterradores como Linux, Ubuntu y demás, que suenan a guerreros de alguna película de Maciste. O peor aún, ¡a Mac! Imaginen los gritos y lloros de Ballmer si nos pasáramos todos a Mac y, encima, llevásemos siempre puesta una camiseta de los Lakers. En cualquier caso, Windows 10 no ha nacido tanto del empeño por crear un buen sistema operativo específico para PC, ni de crear uno específico para móviles (y ya se sabe, el que mucho abarca…) como de las desesperadas necesidades de Microsoft por no quedarse atrás en la telefonía, usando, una vez más, su producto estrella como ariete para derribar las puertas de un mercado que se le resiste.

Satya Nadella shablando sobre el Windows 10 (foto: Corbis)
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