Estamos ya condicionados a asociar el logo de HBO con series de gran calidad, y evidentemente no todas son The Sopranos, The Wire, Deadwood o la que quieran ustedes nombrar. Pero es raro que una producción de esta cadena decepcione. Para quien haya terminado ya las típicas gemas de HBO y busque un buen placebo, esta miniserie de siete capítulos que se emitió originalmente en el año 2008 podría constituir una opción más que interesante.
La serie está centrada en la figura de John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos de América y sucesor de George Washington en el puesto. Como puede deducirse, esto es una excusa para narrar el proceso de independencia de las trece colonias británicas en Norteamérica, las mismas que dieron lugar a los Estados Unidos de América. Así pues, es una serie donde la historia y la política juegan un amplio papel… pero que nadie se asuste, porque los guionistas han sido lo bastante astutos como para introducir las dosis necesarias de drama de personajes entre tanto suceso histórico. Por ejemplo, las peripecias personales del propio Adams y su familia bastan para mantener el interés de aquellos que quieran evitarse una mera lección de historia.
Tom Hollander en su indescriptible encarnación del rey Jorge III, mi momento favorito de la serie.
También ayuda bastante el nivel medio de las interpretaciones, que como de costumbre en HBO, es muy bueno. El reparto no es tan impecable como en otras series de la cadena, pero en lo principal está muy conseguido. Paul Giamatti brilla con su encarnación del propio Adams (muy hábil a la hora de ganarse subrepticiamente la simpatía del espectador) y tanto o más convincente es Laura Linney interpretando a su mujer. Otros secundarios memorables son, por ejemplo, Tom Wilkinson como el excéntrico Benjamin Franklin o un Stephen Dillane (o lo que es lo mismo, Stannis Baratheon en Juego de Tronos) que está fantástico dando vida al taimado idealista Thomas Jefferson. No todo el elenco raya a la misma altura, lo cierto es que contiene algún ligero altibajo, pero en general la labor de casting es muy acertada.
Como era de esperar en una producción de HBO, la escenografía es perfecta y la recreación visual de la época pasmosamente verosímil. No voy a entrar en la veracidad histórica del argumento, esto queda para los entendidos en la historia de ese periodo. Pero sí es aquí donde podemos encontrar algunos puntos discutibles en el guión. Por ejemplo: en los primeros episodios cuesta entender los bruscos cambios de opinión de John Adams con respecto a la posibilidad de que las colonias se independicen de Inglaterra. Esto podría parecer un detalle secundario, pero no lo es: desde el punto de vista dramático y de configuración del personaje, su actitud respecto a este asunto resulta central. La personalidad de Adams evoluciona junto a sus ideas políticas, así que este hueco en el tramo inicial del argumento supone un handicap. No sé si se debe a que los estadounidenses dan por sobreentendidas ciertas cosas o sencillamente a que se apresuraron con el guión, o —más verosímilmente— se vieron obligados a recortarlo. Pero bueno, es un pequeño bache en el arranque de la historia que luego se supera sobre la marcha.
Por otra parte, y al menos bajo una mirada europea, se echa de menos el cinismo y la crítica que otras series de HBO suelen contener en gran cantidad. Entiendo que para los estadounidenses se trata de narrar el hecho fundacional de su nación, pero hay algunos aspectos que aparecen tan mitificados que (y más estando ya en pleno siglo XXI) resultan un tanto forzados. Por ejemplo, esa especie de aureola sobrenatural que parece rodear al personaje de George Washington, al que por lo visto no han querido dotar de aristas —como sí hacen con otros «padres fundadores» como Franklin, Jefferson o el propio Adams— y que termina resultando un personaje plano e inesperadamente neutro, cuando lo que supongo que se pretendía era proyectar una imagen de grandeza . O el momento del nombramiento de ese mimso Washington como primer presidente, instante de una solemnidad supuestamente lacrimógena que termina resultando un tanto risible y más propia de películas patrioteras de otros tiempos. Pero bueno, son pequeños matices que de todas formas no estropean el resultado general.
George Washington, inexpresivo cual polvorón navideño.
Porque John Adams es un producto de HBO, con casi todo lo bueno lo que ello conlleva. No es el mejor producto HBO, pero tampoco es malo, en absoluto. Incluso contiene algunos momentos memorables. Mi favorito —de hecho una de mis secuencias favoritas en varios años— es la increíble entrevista de John Adams con el rey Jorge III: desde los preparativos protocolarios en donde explican a Adams cómo proceder, hasta el fin de la alucinógena conversación entre ambos, creo que se producen algunos de los momentos cinematográficos más brillantes que nos ha proporcionado HBO. Y eso es decir mucho, por más que se trate de una secuencia aislada. Creo que no me equivoco al pensar que a Stanley Kubrick le hubiese encantado esa escena: una increíble tensión acumulada, la contagiosa sensación de incomodidad y sobre todo el extraordinario trabajo del actor Tom Hollander encarnando a un envarado rey Jorge. Es la única secuencia de Hollander en toda la serie, pero ¡qué secuencia! Pocas veces he visto a un individuo personificar la majestad con semejante aplomo y contención: su expresión altiva y la mirada con la que mantiene a Adams convertido en un corderillo son tan impresionantes como —a su manera— hilarantes, porque en realidad todo el momento es como un brillante ejercicio de comedia camuflada. Pero, en todo caso, Hollander convierte su rostro en un auténtico espectáculo con un ejercicio sublime de supuesta inexpresividad que, más bien al contrario, expresa en cada momento precisamente lo que quiere. No suelo creer que un actor podría merecer premios por una sola secuencia… pero qué demonios, lo de Hollander en sus escasísimos minutos como Jorge III es sencillamente inolvidable.
Por lo demás, los siete episodios de John Adams basculan entre lo bueno, lo muy bueno y lo correcto, pero nunca se llega a lo precario y mucho menos a lo decepcionante. Es una muy buena miniserie, bien escrita (aunque diría que mejor filmada que escrita), bien interpretada y con un trabajo de producción encomiable. La prueba de que un producto relativamente menor de HBO sigue siendo esencialmente superior a lo que pueden llegar a hacer muchas otras cadenas.
Tras Pink Floyd, Queen o The Who, esta vez repasaremos la discografía de otra de las más grandes bandas de rock: Led Zeppelin. Según las certificaciones oficiales, son los quintos en la lista de artistas más vendedores de todos los tiempos, únicamente por detrás de Beatles, Elvis, Michael Jackson y Madonna. De hecho fueron la franquicia musical más exitosa de los años 70. Pero sobre todo se convirtieron en una influencia fundamental para incontables bandas posteriores, aunque no siempre su recuerdo gozó del prestigio del que goza hoy.
Tras su etapa como músico de sesión y guitarrista en The Yardbirds, el guitarrista Jimmy Page forma una banda con la intención de interpretar un rock duro basado en las estructuras del blues. Fue bautizada como «zepelín de plomo», nombre nacido de una ocurrencia de Keith Moon, batería de The Who (quien por cierto era el ídolo de John Bonham, batería de los propios Zeppelin). En realidad, puede decirse que Page copió el concepto de grupo de su antiguo amigo Jeff Beck, quien ya había puesto a funcionar un proyecto similar. Hasta una de las versiones incluidas en este primer disco de Zeppelin, You shook me, es una canción que también Jeff Beck Group solían tocar en directo por entonces. Además de esto, es sabido que Page robó o tomó prestados numerosos riffs a lo largo de aquellos años, aunque esto no puede nunca desmerecer la calidad intrínseca de la banda ni de los arreglos con los que Page vestía esos riffs ajenos. Pero bueno, polémicas aparte, el disco es buenísimo: un blues-rock bastante heavy para la época, adornado con pasajes psicodélicos aquí y allá, especialmente reforzado por la batería de John Bonham, cuya labor rítmica será siempre importantísima en la banda, pero que en aquellos primeros tiempos —sobre todo en directo— destacaba por encima de sus compañeros. Por lo demás, también es muy importante el trabajo del propio Jimmy Page como productor: podrá haber sido un gran guitarrista, que lo fue, pero creo que entre lo más valioso de su aportación a la banda están los arreglos, ambientes y sonidos que creaba en el estudio. También estaban los arreglos aportados por el bajista y teclista John Paul Jones, no siempre reconocidos en los créditos. Otro rasgo característico era la aguda voz de Robert Plant, quien algo más adelante adoptaría una estética similar a la que Roger Daltrey había mostrado en Woodstock, ayudando a crear una iconografía característica. El álbum obtuvo un respetable éxito y los dio a conocer en numerosos países, preparando el terreno para la explosión comercial del segundo disco.
Good times, bad times: El primer tema del primer disco. Lo que el oyente se encontraba al poner la aguja sobre el vinilo era un grupo que basaba su rock guitarrero en los riffs propios del blues, aunque de manera menos libertina y anárquica que por ejemplo un Jimi Hendrix. La batería era menos jazzy y más orientada a la potencia (aunque justamente en este tema Bonham juega bastante con los redobles), los riffs de guitarra y bajo estaban más encorsetados para conseguir una sensación de solidez… esta era la penúltima relectura del rhythm & blues potente que los británicos llevaban un tiempo cultivando, desde la aparición de Cream y bandas similares. El mismo estilo que Jeff Beck Group habían destilado y que Led Zeppelin terminarían haciendo suyo, influyendo de paso a grupos como Queen, Aerosmith y un largo etcétera:
Baby I’m gonna leave you: La faceta acústica tendría siempre una cuota en los primeros álbumes de la banda. En esta ocasión toman una canción que había popularizado Joan Baez y aprovechan para mostrar su faceta más melódica… eso sí, salpicada por repentinas explosiones que levuelan los sesos al oyente a base de altibajos épicos, una de las grandes especialidades del grupo:
Your time is gonna come: Un pacífico tema de reminiscencias hippies —aunque la letra habla con rencor de una mujer a la que «le llegará su hora»— que abre con una improvisación de órgano interpretada por John Paul Jones, el miembro con una formación musical más completa en Led Zeppelin. Es una canción tranquila, de estructura sencilla y con una muy bella melodía:
Communication breakdown: Uno de los pocos temas veloces que Led Zeppelin grabaron por aquella época, basado en un riff de guitarra cortante como un hachazo y acompañado por los berridos de Robert Plant. La velocidad casi nunca sería la marca de fábrica de esta banda, más acostumbrada a apoyarse en el groove cadencioso característico de Bonham, pero aquí se dejan llevar por un rock más desenfadado en el que podemos reconocer varios de los elementos del futuro heavy metal:
Dazed and confused: La ración de psicodelia del álbum, un tema largo, atmosférico y oscuro dividido en varias partes, incluidos los típicos arrebatos tormentosos que aparecían repentinamente en mitad de la calma. Se convertiría en una pieza indispensable en sus directos, donde dejaba espacio para que experimentasen con aquellos sonidos extraños que tanto le gustaban a Jimmy Page (como el theremin o la guitarra eléctrica tocada con un arco de violín). Aunque, como de costumbre, es la batería de Bonham el auténtico corazón de todo lo que suena.
El álbum que los hizo grandes. Grabado en diferentes estudios durante la gira de presentación del primer disco y publicado a finales de aquel mismo año, fue impulsado hacia la parte alta de las listas de éxitos por la enorme repercusión del single Whole lotta love, que hizo empuñar una guitarra a miles de chavales para intentar reproducir el riff principal. Aunque el primer disco ya había estado muy elaborado, aquí daba la sensación de que el grupo seguía refinando su estilo, puliendo aquellos riffs que se estaban convirtiendo en su marca de fábrica. Con este disco consiguieron el número uno en muchos países, incluidos los Estados Unidos: a partir de aquí se convertirían en la banda más exitosa de los años 70, ya que cada uno de sus posteriores discos iba a ser número uno en el Reino Unido y —exceptuando solamente uno— también serían número uno en América. Aquello no solo les serviría para iniciar un tren de vida propio de príncipes medievales, sino también para que su mánager Peter Grant empezase a reclamar unas condiciones económicas inéditas a la hora de salir de gira: los promotores interesados en contratar al grupo debían someterse a unas condiciones que ni los Beatles se habían atrevido a pedir. De hecho habría que estudiar la influencia que Grant tuvo en la evolución del negocio del espectáculo en vivo, potenciando la sensación de que los Zeppelin se estaban transformando en unos gigantes. Pero bueno, volviendo a lo estrictamente musical, este disco seguía completamente la senda del primer álbum. Eso sí, se nota que el grupo está de gira y todo suena más compenetrado. Lo cierto es que el disco roza la perfección en su género y no hay ningún tema de relleno. No tiene desperdicio, no sobra nada. El hard blues va perdiendo —muy lentamente— su peso específico, mientras se refuerza la vertiente más hard rock.
Whole lotta love: Mucha gente asocia a Led Zeppelin con Stairway to heaven, pero fue Whole lotta love la primera canción que los hizo realmente grandes y sobre todo la que mejor resume la esencia de la banda. Un riff de guitarra —prestado— donde el grupo apoya su cadencia casi sexual, con la batería de Bonham siempre tirando ligeramente hacia atrás pero también aportando contundencia. Y un solo de guitarra sencillo pero memorable, probablemente uno de los más distintivos de Page. En su día, muchas emisoras de radio tuvieron la ocurrencia de recortar el tema para eliminar la parte central donde el grupo se abandonaba a una improvisación psicodélica. Aquello enfurecía al grupo, que no había planeado la canción como un single de tres minutos. Hoy, naturalmente, ya no concebimos Whole lotta love sin los gemidos orgásmicos y los extraños sonidos del interludio. Con permiso de la mencionada Stairway to heaven, cabría decir que a la hora de hablar de Led Zeppelin, esta es la canción:
Ramble on: Para mi gusto, la gran joya del álbum junto a Whole lotta love, una maravilla de canción donde se combinan a la perfección las dos facetas del grupo —acústica y eléctrica— y que presenta una melodía inolvidable, un estribillo aún más inolvidable y todo un festival de arreglos a cargo de un Jimmy Page en estado de gracia como guitarrista, como compositor y como productor. La letra de Robert Plant, por cierto, gira en torno a las aventuras de Frodo, el protagonista de El señor de los anillos.
Thank you: Un tema relajado en la onda de aquella Your time is gonna come del primer disco, que demuestra que a los Zeppelin también se les daba maravillosamente bien este tipo de melodías más relajadas y llenas de matices. Pese a ser una banda británica, su sonido era muy americano y no hubiera resultado sorprendente si esto lo hubiese grabado algún grupo californiano de la época.
Living loving maid: Otro ejemplo del sonido característico del grupo, con un riff tenso y enérgico, y con esa sección rítmica que nunca pierde el pulso. Destacar el sucinto pero delicioso solo de guitarra de Page, quien muy a menudo seguía una regla sagrada que le funcionaba a la perfección: menos es más.
Después de una increíblemente exitosa gira por Estados Unidos y habiendo vendido cantidades ingentes de su segundo álbum, la banda disponía ahora de dinero para comprarse o alquilar mansiones a su antojo. Así que, a la hora de componer y grabar su tercer trabajo, el grupo se retira a Bron-Yr-Aur, una dieciochesca casa de campo en el arbolado corazón de Gales. Allí, inspirados por la tranquilidad de los bosques circundantes, graban su disco más reposado hasta la fecha (sobre todo en la segunda cara, porque la primera sigue los patrones más o menos habituales). El predominio de la faceta acústica en aquella cara B sorprendió e incluso molestó a algunos fans, y especialmente a los críticos, que en muchos casos no supieron encajar bien el cambio. Pero eso no impidió que Led Zeppelin III se convirtiese en un nuevo gran éxito de ventas. En mi opinión es un fantástico disco donde el grupo añade nuevos clásicos a su repertorio, aunque me consta que hay quien lo suele considerar un escalón por debajo de su antecesor y predecesor. A mí, en cambio, la mitad acústica me parece casi tan buena como la eléctrica. Pero bueno, matices aparte, la banda sigue estando en una fantástica forma y este disco es también absolutamente imprescindible.
Immigrant song: El disco se abre con guitarrazos marca de la casa. Se trata de un contundente obstinato con temática vikinga que en su momento cierta parte de la crítica se empeñó en comparar desfavorablemente con Whole lotta love (¡como si hubiera necesidad de comparar!). Lo cierto es que sirve como potente obertura al disco y pone de manifiesto el inimitable timbre de voz de Robert Plant. No en vano este tema, con el que en una ocasión Queen juguetearon relajadamente durante un concierto, es una de las poquísimas cosas en las que he escuchado a Freddie Mercury teniendo problemas para cantar:
Celebration day: Un alegre tema que mucha gente suele pasar por alto, o que al menos no es una de las canciones más celebres de su repertorio, pese a que tiene un contagioso estribillo, un interesante entrelazado de guitarras y uno de esos solos simples de Jimmy Page en donde se vale de unas pocas notas para crear un punto álgido. Esos solos sencillos y melódicos son, a mi parecer, casi siempre más efectivos que sus solos más rápidos y rockeros (aunque veremos que en este mismo disco hay una excepción a esa regla). Lo dicho, una pequeña y agradable gema de su repertorio:
Since I’ve loving you: Otro de los grandes momentos del disco, en especial para lucimiento de la guitarra de Page, quien hace aquí una de sus más brillantes e inspiradas demostraciones como instrumentista. Un blues en acordes menores modulado mediante varias subidas y bajadas en intensidad, con el órgano de Jones aportando matices envolventes, la batería de Bonham tirando para atrás —para variar— y la voz de Plant sonando particularmente afilada y efectiva. El grupo cultiva un dramatismo épico que es otra de las herramientas de su cada vez más amplio arsenal de sonoridades.
Gallows Pole: Decíamos que la cara B de este álbum, más acústica, no fue especialmente apreciada por parte de los fans del grupo, y ni siquiera hoy es especialmente recordada. Posiblemente la excepción sea este tema folk que los exmiembros de la banda han recuperado en diversas ocasiones posteriores, y que para mí es la auténtica cumbre de la parte acústica del disco:
Bron-y-Aur Stomp: Otro tema acústico que bien sirve para revindicar la faceta más folk del grupo. Aunque en el futuro el grupo casi no volvió a explorar estos derroteros, a mí no me hubiese disgustado que los Zeppelin de esta misma época hubiesen grabado un álbum totalmente acústico, porque es un terreno donde se mueven como peces en el agua:
Zeppelin ya eran una banda tremendamente popular cuando editaron este disco, probablemente en grupo de rock más de moda. Pero con Led Zeppelin IV llegó la consagración absoluta entre todo tipo de público. Baste decir que ha llegado a vender más que cualquier álbum de los Beatles. Varios de los temas más famosos del grupo están aquí, aunque buena culpa de la descomunal magnitud comercial de este trabajo la tiene sobre todo el mítico single Stairway to heaven. El LP se publicó con una portada que no tenía título (lo de Led Zeppelin IV es una mera convención, ya que no existe un título oficial) y que simplemente mostraba un cuadro representando a un hombre con un hato de leña a las espaldas. También dentro de la carpeta podía verse una figura del tarot y varios símbolos rúnicos que representaban a los cuatro miembros del grupo (por eso a veces se conoce este disco como «Zoso», a causa de la similitud de estas letras con el símbolo elegido por Page). De repente, Led Zeppelin se revestían con aires de simbolismo y misterio que dispararon toda clase de habladurías —a veces ciertas— sobre los contactos del grupo con la magia negra: Jimmy Page, especialmente, estaba interesado por asuntos de ocultismo. Eso y los rumores —también ciertos en algunos casos— sobre sus perversiones sexuales hicieron que Led Zeppelin empezase a cultivar una imagen de grupo «peligroso». El público terminaría empeñándose en buscar significados ocultos e incluso mensajes grabados al revés en algunas canciones, como la citada Stairway to heaven. Toda esta nueva aureola de enigma malévolo favoreció mucho a la popularidad del grupo y a su transformación en iconos culturales: eran los años 70, no lo olvidemos. Sea como fuere, musicalmente era quizá su disco más conseguido hasta la fecha (por lo menos en cuestión de sonido, porque los tres primeros también son impecables cada uno a su manera). En todo caso, el retorno a un concepto de rock más compacto y la reducción de la faceta folk sirvió para paliar la fría acogida de la crítica hacia su álbum anterior, volviéndolos a situar a ojos del mundo como la punta de lanza del nuevo hard rock que estaba arrasando en las listas.
Stairway to heaven: La gran joya del repertorio de la banda, en cuyos arreglos y estructura Jimmy Page estuvo trabajando obsesivamente hasta obtener el resultado que tenía en mente. Es una canción perfecta, fascinante y absorbente, probablemente la más inspirada de su discografía. Esta canción les abrió las puertas de un público más amplio, inicialmente ajeno a la música rock, ayudando a cimentar un estatus comercial que amenazaba con dejar pequeño al de cualquier otro artista de cualquier estilo que existiese en aquellos años (Pete Townshend, líder de The Who, ha comentado medio en broma, medio en serio que llegó a detestar a los Zeppelin por convertirse «más grande en muchos aspectos»). Pero bueno, la verdad es que esta es la típica canción que casi todo el mundo ha escuchado en recopilatorios y emisoras nostálgicas, cuyas primeras notas podrían reconocer al instante oyentes ajenos al rock incluso sin saber que se trata de un tema de Led Zeppelin. Expresado de otro modo: hablamos de un clásico universal. De hecho es tan universal que mucha gente exclama «¡oh no, esa canción otra vez no!» en cuanto suena el arpegio inicial e incluso hay películas donde se ha llegado a hacer chistes al respecto (como aquella, creo que era Wayne’s world, donde una tienda de guitarras lucía un cartel que decía «prohibido tocar Stairway to Heaven»). Pero por muy típica y tópica que parezca, por muchas veces que la hayan emitido por radio y por mucho que se haya abusado de ella poniéndola en todas partes, su grandeza no disminuye un ápice. Merece la pena cerrar los ojos e intentar volver a escucharla como si nunca la hubiésemos oído, porque evidentemente nos hallamos ante un trabajo descomunal:
Black dog: El tema que abría el disco se convertiría en uno de los grandes caballos de batalla de sus conciertos y en una de sus canciones más conocidas, instantáneamente reconocible por ese riff de guitarra que debieron de imitar miles de adolescentes por todo el mundo, aquellos aprendices de Jimmy Page que usaban la música de Zeppelin para intentar dominar las seis cuerdas. El grupo retorna a las estructuras de Led Zeppelin II, que era lo que mucha gente demandaba de ellos:
Rock and roll: Otro de los himnos universalmente conocidos de los Zeppelin, nacido sobre la marcha en el estudio cuando John Bonham empezó a tocar la batería inicial de un clásico de Little Richard, Keep a knockin’. Prácticamente cualquier persona que haya pisado un local donde el DJ ponga música rock habrá escuchado alguna vez a la gente coreando aquel estribillo memorable de «lonely lonely lonely lonely lonely time». Un tema sencillo y directo que solían emplear para abrir sus conciertos, con el que homenajeaban al rock and roll, la música de los años 50 con la que ellos —como tantos otros compañeros de generación— habían crecido y de la que bebían directamente:
The battle of Evermore: Plant sigue poniendo de manifiesto su obsesión con El señor de los anillos en esta melodía con aires medievales. Jimmy Page se empeñó en componer con una mandolina pese a que apenas sabía tocarla, encaprichado después de verla por el local de ensayo (el instrumento pertenecía a John Paul Jones). Lo más interesante es escuchar el dueto de voces entre Plant y Sandy Denny, cantante de Fairport Convention, algo realmente insólito en un disco de Zeppelin, ya que casi nunca aparece ninguna voz que no sea la de Plant:
Misty mountain hop: Una canción vitalista y luminosa que parte de un sencillísimo riff repetitivo y que, aun así, produce una impresión caleidoscópica y multicolor. La producción de Page se las arregla para, con poca cosa, llenar de matices lo que es una estructura muy simple. Robert Plant hace otra referencia más a la obra de Tolkien y a las «montañas nubladas» de El señor de los anillos:
Sumidos ya en una espiral de excesos pero también en plena vorágine de conciertos y grabaciones —lo cual les mantenía en forma— Led Zeppelin se las arreglaron para seguir produciendo música de gran calidad. En este disco comenzaron a adentrarse en otros terrenos que, cabe decir, no siempre dominaban del todo. Caso del funk de The Crunge, un tema con el que rendían homenaje a James Brown, pero que suena infinitamente menos convincente que verdaderas bandas de funk de la época. O el reggae, con esa D’yer Maker que es una canción simpática pero que no me parece especialmente brillante, aunque sé que a mucha gente sí le gusta mucho. Pero bueno, el disco era una vez más prácticamente impecable. Aunque seguía habiendo evolución: todo sonaba menos áspero, con más hincapié en las melodías y armonías (sin embargo, curiosamente, la faceta acústica irá quedando cada vez más aparcada). Una vez más, la portada del disco carecía de título y referencias al grupo, mostrando únicamente a unos niños en una imagen inspirada por el relato El fin de la infancia de Arthur C. Clarke (no sería la última referencia al escritor en una de sus portadas). El álbum no decepcionó a sus seguidores, algo difícil después de haber editado algo como Led Zeppelin IV, y fue número uno en ambos lados del Atlántico, confirmando al grupo en el trono de la industria musical. Sus conciertos eran multitudinarios —durante esta gira de presentación batieron el record de recaudación que hasta entonces mantenían los Beatles— y todo lo relacionado con ellos se estaba tornando monumental: las cantidades de dinero que manejaban, los escándalos y un estatus auténticamente bigger than life.
The song remains the same: El disco se abría con los aires de grandilocuencia marcial, pero The song remains the same pronto cambiaba de registro. Aquella tendencia a los cambios por momentos los acercaba tímidamente a terrenos más propios del rock progresivo (por aquel entonces, en sus directos, Led Zeppelin alargaban los temas y experimentaban bastante). Una tendencia a un sonido más monumental que será ampliamente explorada en el futuro:
Over the hills and far away: Canción que perfectamente podría haber estado incluida en el Led Zeppelin III. Comienza con aires folk —excepción en este álbum— y termina sonando a los Zeppelin eléctricos de costumbre. Una vez más, destacar la habilidad de Page para revestir las canciones con arreglos de guitarra que parecen ser mejores y más bellos cuanto más simples (¡ese magnífico break que da paso al solo!). Otra muestra del sonido Zeppelin en todo su esplendor
The rain song: Esta bellísima The rain song es una canción atmosférica y sutil que contiene bastantes guiños beatleianos. Era el segundo tema del disco, justo después de The song remains the same, mostrando que Zeppelin ya no abrían los álbumes con sus singles más directos:
Dancing days: Un tema sencillo y poco pretencioso que por algún motivo siempre me ha fascinado particularmente, con ese riff inicial de aires orientales, esos curiosos arreglos de teclado y la vivaz pero al mismo tiempo melancólica melodía:
The ocean: Otra canción que podría haber encajado perfectamente en la primera cara, la más eléctrica, de Led Zeppelin III. En un principio puede sonar a ejercicio rutinario, la «típica canción Zeppelin»… hasta que empiezan a entrar los «uh-uhhh» de los coros (increíble cómo el detalle más nimio le da nueva vida a una canción), los breaks instrumentales de mitad de canción, los «la la la» de Robert Plant, y sobre todo ese épico final casi en plan boogie… una canción que de verdad merece varias escuchas:
El grupo, que ya nada en millones, abandona Atlantic Records y crea su propia compañía discográfica para poder grabar lo que les venga en gana. Con el control total en sus manos, Jimmy Page se enfrasca en la composición de su primer álbum doble en estudio, decidido a levantar la obra más ambiciosa y grandilocuente de Zeppelin. Grabado en dos sesiones en mitad de ciertas tensiones —por aquel entonces John Paul Jones había amenazado con dejar el grupo—, el resultado mostraba a unos Zeppelin más solemnes que de costumbre. La voz de Robert Plant era menos chillona y el sonido era, por lo general, más oscuro (una tendencia que conservarían durante la segunda mitad de su carrera). Casi todas las canciones son menos distintivas desde el punto de vista melódico, pero en cambio contienen muchos más matices instrumentales que las de discos anteriores, con estructuras más elaboradas y complejas. Ya casi no hay himnos en plan Whole lotta love, pero los detalles interesantes están por todas partes y este doble álbum es como un retablo barroco donde siempre nos quedarán rincones que observar. Physical Graffiti fue otro enorme éxito y las críticas fueron entusiastas, hasta el punto de que algunos lo consideran la obra maestra de la banda. El estatus del grupo era tan grande a esas alturas que todos sus anteriores discos reentraron en las listas de éxitos coincidiendo con su publicación, con lo que tenían seis LP a la vez entre los 200 discos más vendidos, marca que superarían más adelante.
Kashmir: El momento álgido del álbum, la nueva joya en la que Page había estado trabajando obsesivamente y seguramente la canción más «monumental» en la historia de Led Zeppelin, con permiso de Stairway to heaven. Es un tema largo y dividido en varias partes, donde predominan las influencias orientales, los arreglos orquestales y una exótica aureola onírica cuya letra está inspirada por los viajes de Plant al desierto marroquí. Sus ocho minutos y medio son verdaderamente fascinantes:
Houses of the holy: Canción que, como puede deducirse por el título, fue elaborada durante las sesiones del disco anterior, aunque al final habían decidido no incluirla. La recuperan para este disco usando exactamente la misma grabación de dos años antes, y de hecho su sonido vibrante encajaría mucho más en el álbum del mismo título. Su alegre melodía, sus contagiosos coros («uh! uh! uh!») y un sonido bastante más luminoso son como un oasis de luz en la oscuridad predominante en Physical Graffiti:
In the light: Un tema sorprendente, que se abre con sintetizadores y unas voces más bien siniestras para que después entren unos hipnóticos riffs de guitarra que abiertamente emparientan a la banda con estilos posteriores como el heavy metal o incluso el stoner rock. Hay un breve y magnífico interludio central con el clavicordio de Jones y los sencillos fraseos-fanfarria de la guitarra de Page. Una canción muy larga y extraña, que probablemente necesite varias escuchas por parte de algunos oyentes para terminar de apreciarla, pero que es una auténtica delicia cuando uno consigue sumergirse en ella:
The rover: Hard rock a la americana, donde —como casi siempre en este álbum— la melodía vocal principal cede el protagonismo a la sólida base instrumental, al contrario de lo que sucedía en anteriores discos de la banda.
Trampled underfoot: Un tema seudofunkbasado en un ritmo de teclado que John Paul Jones tocó durante una improvisación, inspirándose directamente en Superstition de Stevie Wonder. Eso sí, la batería de Bonham es bastante poco funky. Con todo, un tema rítmico y (casi) bailable, bastante más logrado que aquel The Crunge de Houses of the Holy. Los mejores momentos, y los más soul, provienen por cierto de ese teclado de Jones.
BSO de la película The song remains the same (1976)
Aunque estrenada en 1976, esta filmación recoge un concierto grabado en 1973 en el Madison Square Garden de Nueva York. Es decir, cuando la banda estaba en su momento álgido en vivo y únicamente interpretaba temas de los cuatro primeros discos. La película no fue demasiado bien recibida más que nada por su caótica estructura: imágenes narrativas añadidas sin demasiado tino y por los evidentes parches en playback (en lo visual, no en lo musical) destinados a tapar huecos en el metraje, ya que las cámaras no habían podido filmarlo todo. Con todo, la parte musical era fantástica y el álbum de la banda sonora sí que fue tuvo una entusiasta bienvenida. Led Zeppelin, muy acordes con la época, se enfrascaban ocasionalmente en largos desarrollos instrumentales y pasajes con aire de jam en los que combinaban diversas canciones. Esta película fue durante muchos años la gran (y única) referencia para quienes nunca habían podido ver a la banda en vivo.
Rock and roll: Enérgica interpretación en vivo del tema que abría su cuarto álbum y que como decíamos también utilizaban para comenzar sus actuaciones. Probablemente una gran muestra del poder de seducción de Led Zeppelin para su público: sonido duro pero insinuante y, no menos importante, una imagen llamativa e icónica:
Boogie mama (shake it one time for Elvis): El grupo homenajea una vez más al rock and roll de los 50 con esta especie de improvisación que comienza con la voz de Plant dialogando con la guitarra, pero que realmente explota cuando todo el grupo se lanza al unísono a interpretar un rock directo y aplastante. Jimmy Page se luce recreando los sonidos de algunos de sus ídolos de infancia, como Scotty Moore, guitarrista de la primera banda de Elvis Presley o algunos bluesmen estilo B.B. King. Todo cimentado, como siempre, en la apabullante batería de Bonham.
Since I’ve loving you: Más de lo mismo; Led Zeppelin en vivo rodeados de aquel aura especial que parecía encubrir sus posibles defectos como banda. Aquí los tenemos en una fantástica interpretación de su blues lento más estelar, en el que Jimmy Page se muestra en sus plenas facultades como instrumentista y la banda en un momento álgido de compenetración.
Después de un breve descanso forzado por el accidente de automóvil sufrido por Robert Plant en Grecia, donde tuvo que ser hospitalizado y donde su mujer sufrió heridas graves, regresan al estudio. Quizá apremiados por el tiempo, graban un disco mucho más sencillo y directo, sin la experimentación de Physical Graffiti, ni siquiera la versatilidad de Houses of the Holy o Led Zeppelin IV. El resultado empieza a dividir a los críticos; para algunos será un disco brillante, pero para otros han empezado a perder la inspiración. A mí personalmente me parece un buen disco, aunque en cierto modo resulta comprensible que fuese visto como un bajón en su día: melodías menos vivas, un sonido más homogéneo y sin un ápice de la naturaleza caleidoscópica de aquellos otros discos. Suenan más desvaídos y rutinarios, sin el brillo y la vibración de otros tiempos. Aquí hay buenos temas pero no hay una Whole lotta love, por ejemplo, ni una Kashmir ni ninguno de aquellos himnos que resultaban tan característicos.
Nobody’s Fault But Mine: Uno de las mejores canciones de Presence. Comienza con un riff de guitarra evocador (a su manera, claro) del antiguo blues del delta, pero rápidamente se transforma en un tema contundente típicamente «zeppeliniano». El sonido, como todo en este álbum, es muy seco, directo y grave —de hecho esta canción fue grabada con los instrumentos afinados un tono por debajo de lo normal— y como decíamos con bastantes menos matices que en los discos anteriores. Lo mejor, el impresionante momento en que entra la armónica, aunque todo el minutaje de la canción muestra a unos Zeppelin todavía en bastante buena forma.
Royal Orleans: Un muy buen riff principal y como de costumbre un fantástico trabajo de Bonham a la batería. Probablemente otro de los temas más inspirados del álbum, reincidiendo en un ritmo contundente que acentúa la impresión de que en este disco han buscado más la solidez que la variedad:
Hots on for nowhere: Una canción en la misma onda que Royal Orleans, aunque con una mayor —eso sí, sutil— influencia del funk que se hacía por aquellos años. Apoyada en el groove de John Bonham, es el tema más vitalista de un disco que por lo demás tiende un tanto a la oscuridad.
Led Zeppelin eran por entonces la banda más grande sobre la faz de la Tierra. Sus conciertos reunían a multitudes nunca vistas y el gobierno británico los había incluido en la lista de mayores exportaciones de la nación: vendían tantos discos que tenían un efecto sobre la balanza de pagos de la nación. Pero internamente la banda estaba plagada por problemas de todo tipo: Robert Plant, tras el accidente que casi mata a su mujer, perdió a su hijo de cinco años en 1977 a causa de una infección de estómago y su estado de ánimo era comprensiblemente bajo, incluso revolviéndose contra Page (todas aquellas desgracias mezcladas, cómo no, con la creciente leyenda de que Led Zeppelin se habían vendido al diablo para obtener su descomunal éxito). John Bonham estaba sumido en una espiral de alcoholismo creciente; pese a su carácter afable cuando estaba sobrio, tenía tendencia a ponerse violento durante las borracheras y eso le pudo causar más de un serio problema a él y a quienes lo rodeaban (en una ocasión, al parecer, su mánager —el corpulento Peter Grant— logró evitar que asaltase sexualmente a una azafata de su avión privado). Jimmy Page se había embarcado en una adicción a la heroína que, unida al alcohol, arruinaba algunos de sus conciertos en vivo y que hacía que Zeppelin tan pronto podían ser una banda brillante sobre el escenario como, no pocas veces, un auténtico desastre. El guitarrista ni siquiera se mostraba interesado o preparado para componer nuevo material y estaba más ocupado drogándose y pasando el rato con chicas adolescentes, así que John Paul Jones —que era el único miembro que parecía más o menos en sus cabales— tomó las riendas musicales en este nuevo trabajo. El resultado, In through the out door, es un disco cuyo sonido seco y oscuro recuerda a Presence, aunque las canciones parecen ir en otra onda, con una mayor presencia de los teclados y con un nivel de composición —al menos en mi opinión— notablemente por debajo, con alguna que otra canción que verdaderamente sobra (esa mediocre Fool in the rain, por ejemplo) o que se alarga bastante más de la cuenta (como Carouselambra). Los sintetizadores, aquí, no le sientan nada bien al sonido Zeppelin. La crítica recibió este irregular disco con mucha frialdad, aunque como de costumbre vendió una barbaridad y fue número uno en Europa y en el Reino Unido. Esta vez, todos sus álbumes volvían a venderse y Led Zeppelin lograron la rara hazaña de tener sus ocho primeros discos dentro del Billboard 200, ¡al mismo tiempo!
In the evening: Vuelven a iniciar un disco con una canción larga y épica. In the evening se abre con una intro atmosférica que da paso a un riff bastante bueno, sobre el que sin embargo no hay una melodía vocal demasiado reconocible ni cambios que eleven el tema o lo articulen a la manera característica del grupo. Led Zeppelin están sonando cada vez menos como ellos mismos, y el resultado no es necesariamente malo, pero tampoco resulta arrebatador.
Hot dog: A algunos les podrá parecer una broma, pero a mí es un tema que me gusta bastante; una combinación entre country y rockabilly que es la canción más orgánica y menos forzada del disco. Eso sí, la guitarra de Page suena flagrantemente torpe y eso que estamos en un disco de estudio, con lo que cabe suponer que esta fue su mejor toma de entre otras varias: esto da una idea del estado en que se encontraba el líder de Led Zeppelin por entonces. Con todo, una canción divertida que al menos pone algo de vidilla y buen humor en un álbum por lo demás bastante desangelado.
I’m gonna crawl: Tras una inesperada intro melódica, un tema lento y melancólico con subidas y bajadas que también está entre lo mejor del disco. Por una vez, la tendencia de Jones a inundar todo con sintetizadores no termina chirriando aunque como en el resto del álbum, queda un tanto artificial, como a modo de parche. El tema está muy influido por el soul de los años 70 y funciona bien de principio a fin.
En septiembre de 1980, termina la historia de Led Zeppelin: el alcoholismo de John Bonham se lo lleva por delante a los treinta y dos años, después de haberse bebido cuarenta vodkas en veinticuatro horas. El batería se quedó dormido cuando estaba tan ebrio que vomitó sin despertarse, quedando sus vías respiratorias obstruidas y produciéndole la muerte por asfixia. Sin Bonham y con el resto de miembros sin demasiado interés por permanecer juntos, la «banda más grande sobre la faz de la Tierra» se disolvió. Un par de años después, salió a la venta un álbum póstumo con parte del escaso material de estudio no publicado aún y algunas tomas en directo, con especial énfasis en resaltar la batería del difunto Bonham. El disco —publicado más que nada para saldar el contrato con Atlantic Records— fue un regalo del cielo para los fans, ya que Zeppelin nunca habían publicado rarezas, no existía más material que sus álbumes oficiales y algunos piratas que circulaban con mucho éxito. Aquí había varios temas que traían a la memoria mejores tiempos. No todas las canciones son de la misma magnitud —de hecho varias pueden ser consideradas obras menores— pero era una buena forma de echar el cierre a su discografía clásica y despedir una historia de poco más de una década.
We’re gonna groove: Quizá el tema inédito más destacado del Coda, grabado en directo durante los primeros y gloriosos años del grupo, recordándonos cuando todavía sonaban frescos. Lo más destacado de la canción es la extraordinaria batería de Bonham. Las guitarras originales del concierto —bastante caóticas— fueron retiradas y sustituidas por pistas de estudio añadidas, aunque la posterior edición de la filmación del concierto en Londres de aquella época nos permitiría contemplar el tema tal y como lo tocaban por entonces:
Wearing and tearing: Una curiosidad, un tema potente y muy rápido para lo acostumbrado en ellos. La oportunidad de escuchar a la banda en un registro mucho más feroz y agresivo, bastante sorprendente en su día.
Travelling riverside blues: No estaba en el disco original de Coda, pero apareció durante los años 90 en la versión en CD y recopilatorios, era una de las últimas joyas rescatadas los primeros años de la banda. Se trata de una versión de la canción de Robert Johnson, aunque como de costumbre Led Zeppelin se la llevan a su terreno:
Como sabemos, el legado de Led Zeppelin ha pasado por bastantes altibajos después de su separación. Durante los 80, muchos críticos —particularmente en la prensa más orientada al pop— despreciaban a la banda considerándola un «dinosaurio» del pasado. No ayudó la desastrosa reunión de los miembros supervivientes en el concierto benéfico Live Aid, con un Plant con la voz cascada, un Page que de repente parecía un amateur y a duras penas podía tocar sus propios solos como era debido, un mal sonido general y un Phil Collins a la batería que admitió después haber sentido deseos de marcharse del escenario ante la debacle. Mucho más digna fue la reunión para el Unplugged (o UnLedded) de MTV, con buenos momentos como la fantástica recreación de Kashmir con una auténtica sección de cuerda y músicos marroquíes… ¡una pena que no hicieran algo así cuando Bonham estaba vivo! Ni siquiera me atrevo a imaginar cómo podría haber sonado:
En fin, una banda con una historia relativamente breve, de la que «quedaba mal» hablar con entusiasmo en los 80, pero que hoy nadie en su sano juicio se atreve a menospreciar y cuyo recuerdo se ha convertido en lo que siempre tenía que haber sido: el de una institución legendaria. Sí, me hubiese gustado incluir más canciones… de hecho, ¡hubiese incluido discos enteros!
Un repaso a la discografía de la que hoy es una de las bandas musicales con mayor capacidad de convocatoria y sin duda uno de los mejores grupos de rock que jamás hayan existido. Dividiremos esa discografía en dos etapas, ya que generalmente se asume que la historia de AC/DC está marcada por la muerte de su legendatio vocalista Bon Scott, por más que hayan sido los hermanos Young los líderes y máximos impulsores de todo el tinglado.
Bien, estrictamente hablando esto no pertenece a la era Bon Scott. Se trata del único single que grabaron con su primer cantante, Dave Evans. Los hermanos Angus y Malcolm Young estaban ya a las guitarras, naturalmente, pero en este tema el bajo fue grabado por su hermano mayor y productor, George, y los ritmos por su primer batería, Colin Burgess. Este embrión de los futuros AC/DC está bastante influido por el glam rock de la época, pero ya contiene varios de los ingredientes que harían célebres a la banda: power chords, coros agresivos y una tendencia a primar la energía y la electricidad por encima de todo. Por cierto, el nombre de la banda fue sugerido por una de sus hermanas que tuvo la idea al ver el botón de un secador eléctrico, así como la sugerencia de que Angus saliese al escenario vestido de colegial. Así que todo quedaba en casa.
El álbum de debut, grabado en poco más de una semana, que les da a conocer en Australia. Malcolm y Angus, los dos hermanos que escriben la música de la banda, cuentan con la experiencia de su hermano mayor George Young, quien ya había conocido el estrellato con los Easybeats. También con la instantáneamente reconocible voz de su nuevo cantante, Bon Scott. Al igual que los hermanos Young, Scott provenía originalmente de Escocia y sobre todo tenía una gran experiencia en el mundillo tras haber militado en la boy bandThe Valentines (no se pierdan a Scott en la parte superior derecha de esta actuación, ¡con blusa de volantes y peinado sesentero!) y en el combo hippioso Fraternity (donde también resulta chocante verlo cantando rock progresivo de tintes folkie: véanlo ustedes mismos). Scott, pese a su carácter bohemio, conocía bien los intríngulis del negocio musical y captó inmediatamente el potencial de los hermanos Young, conducidos por una disciplina y una determinación casi militares. Supo que aquellos tipos iban directos al éxito y decidió subirse al carro, aportando la inimitable imagen de canalla portuario que lucía por entonces y sobre todo su increíblemente expresiva voz, más chillona que en sus anteriores bandas. Este disco conocería dos versiones: la original australiana de 1975 y una reedición internacional con algún cambio editada al año siguiente, que probablemente es la que tengan en casa la mayoría de los lectores fans de la banda.
Little lover: Un medio tiempo largo y relativamente pausado, algo inusual en los discos de AC/DC por entonces, que muestra influencias del hard rock típico de la época, saliéndose un poco del boogie rock poderoso que los caracterizaba por lo general:
Baby, please don’t go: La edición australiana del álbum contenía esta canción de Big Joe Williams, aunque basada en la versión de los Them de Van Morrison, una de las influencias principales en los inicios de AC/DC. En esta actuación podemos verlos interpretando el tema, con Angus luciendo su habitual traje de escolar y Bon Scott respondiendo a su manera, ¡disfrazado de colegiala con coletas!
You ain’t got a hold on me: Otro tema característico de los inicios, cuando todavía no hacían constante énfasis en una sonoridad explosiva y podían llegar a sonar incluso relativamente moderados:
Show Business: Un divertido boogie rock de estructura tradicional, muy en la onda de lo que harían en los siguientes discos. Como puede comprobarse, están en camino de encontrar su propio sonido, pero todavía les queda un pequeño empujón para ser los AC/DC que todos conocemos.
El segundo disco. AC/DC era una de las bandas más trabajadoras que ha habido en el rock, haciendo dos y tres conciertos diarios siempre que podían y recorriendo la amplia geografía australiana en furgoneta. El intensísimo rodaje en directo les lleva a descubrir que el público responde mejor ante su faceta más rítmica y dura, así que se adentran todavía más en un boogie rock pasado de watios que realmente es música de raíces pero pasada por el tamiz de una muralla de guitarras. El quinteto se completa con el nuevo batería Phil Rudd —una pieza que con los años se probó insustituible— y el bajista Rob Bailey. Aquí, finalmente, sí podemos decir que suenan definitivamente a los AC/DC clásicos y de hecho empiezan a llegar sus primeros himnos inmortales.
It’s a long way to the top (if you wanna rock’n’roll): Me suena que esta canción ya salió en algún artículo, pero no queda más remedio que ponerla de nuevo. El gran momento de la canción reside las gaitas, un inesperado guiño al origen escocés de los hermanos Young y de Bon Scott (encargado de ejercer como gaitero). Las gaitas sonaron sorprendentemente bien en mitad del tenso rock característico de la banda. Con esto se abría su segundo álbum, lanzando el profético mensaje de que «hay un largo camino hasta la cima si quieres dedicarte al rock’n’roll», además de una especie de recordatorio de que «somos australianos… pero no tanto»:
The Jack: Un medio tiempo en tono de rhythm & blues, pero tamizado por la maquinaria rítmica en que AC/DC ya se están convirtiendo. Un guiño a la tradición blues de los que abundarán en la carrera del grupo. Bon Scott canta el tema con la mejor de sus entonaciones chulescas y con una de sus letras característicamente repletas de dobles sentidos, referencias sexuales y un gamberro sentido del humor.
Rock ‘N’ Roll singer: Power chords, bases rítmicas secas, cortantes y un constante groove se han convertido en la especialidad de la casa. Aquí se bastan con un sencillo e infeccioso riff que una década más tarde más tarde copiarían The Cult en su por otro lado magnífica Wild Flower:
T.N.T.: Uno de los temas más básicos y trogloditas del disco, con el divertido toque de los coros a lo hooligan («Oi! Oi! Oi!»), que ya parece anticipar la intención de crear canciones que puedan ser coreadas por una multitud de jóvenes repletos de testosterona. Marca el giro de su música desde un blues rock más tradicional hacia un estilo marcado por la contundencia:
High Voltage: Uno de los mejores temas de su primera etapa, en donde más se les nota la fijación por el boogie rock y el rock and roll de los años 50 (es bien sabido que Chuck Berry es el gran ídolo de Angus Young). Una estrofa tan pegadiza como si fuese un estribillo, y un estribillo arrollador como el séptimo de caballería. Y por encima de todo, la voz de Bon Scott desgranando la canción con esa extraña mezcla entre intensidad y pasotismo —algo en plan «adoro cantar esta canción, pero bien podría estar haciendo cualquier otra cosa»— que solamente él sabía conseguir:
La repercusión europea de Dirty deeds done dirt cheap hace que se edite este álbum, titulado como su debut australiano, aunque en realidad contiene temas de los dos primeros discos editados en su país de origen. Aquí en España es la versión que se vendía tradicionalmente, y es el primer disco de AC/DC que pudo comprarse en el resto del mundo sin que fuese un exótico artículo de importación.
Con un fabuloso título, el tercer álbum supone otro salto de calidad. Si sus dos primeros discos ya eran fantásticos, aquí parecen sentirse todavía más cómodos en su piel y no dudan en lanzarse a por todas sin complejos, básicamente grabando lo que les viene en gana. Así, suenan más agresivos y gamberros que nunca. Por entonces estaban descubriendo que no había banda que pudiera hacerles frentes en directo —el 99% de las veces se comían a sus compañeros de cartel— y esa confianza se trasluce en el álbum, donde empiezan a experimentar y dejarse llevar por su faceta más desenfadada. El boogie rock tiene una preponderancia incluso mayor, pese a que todo suena más contundente. Existen dos versiones del disco, la original australiana y otra internacional, que varían en alguna que otra canción. Este fue el primer álbum con el que se dejaron oír en Europa.
Dirty deeds donde dirt cheap: El tema que da título reincide en el sonido contundente de temas como T.N.T. Esta canción (que en los años 80 tendría una segunda vida cuando el disco se convirtiese tardíamente en un éxito mundial) es una muestra más de la facilidad con que AC/DC dominaban su faceta más puerilmente anárquica, algo que terminaría haciéndolos conectar con el público adolescente.
Rocker: Un rock and roll sencillo, acelerado y directo a la médula. Tanto la música como la letra dejan claro —por si alguien no lo sabía— cuál es la clase de música que les gustaba a estos tipos. AC/DC no acostumbraban a grabar temas excesivamente veloces porque el groove y el cuidado de la cadencia rítmica eran ingredientes básicos en su música. Pero cuando se decidían a hacerlo parecían una locomotora en marcha.
Big balls: Un tema bastante insólito en el repertorio de la banda y probablemente el más deliciosamente estúpido de toda su discografía. Bon Scott declama —con ese estilo que nadie ha podido imitar jamás— una cachondísima letra en la que juega con el doble sentido de la palabra balls («bolas» y «bailes»), componiendo un hilarante poema sarcástico repleto de equívocos sexuales y bastante carga de ironía social hacia las clases altas. Hay gente que la considera una de las mejores letras de Bon, y probablemente tengan razón. AC/DC siendo punks antes de que el punk se hubiese puesto de moda. Lo dicho, una auténtica delicia.
Ain’t no fun (waiting round to be a millionaire): Un canto a la vida del rockero («no es divertido intentar hacerse millonario»). Y una canción desacostumbradamente larga para ser de AC/DC. En la primera parte del tema, Bon Scott recita su filosofía y su modo de vida, con los que no pocos de sus oyentes podían (o podíamos) identificarnos: «tengo agujeros en mis zapatos, tengo agujeros en mis dientes, tengo agujeros en mis calcetines». La segunda parte es una repetición de la frase principal en un crescendo de intensidad. En la tercera parte y mientras la banda cabalga de manera desbocada, vuelven a repetir la frase principal del título con otra melodía. Bon Scott hace una tremenda demostración de feeling y la sección final de la canción contiene varios momentos escalofriantes de esos que Bon podía crear con su inigualable voz. Si los tres minutos finales de este tema no le ponen a usted los pelos de punta, es que a usted no le gusta el rock’n’roll. Que está en su derecho, claro, pero… usted no sabe lo que se pierde. Una maravilla de siete impresionantes minutos.
Ride on: Uno de los escasos temas lentos y melódicos grabados por los AC/DC de los 70 («no soy tan viejo como para no llorar cuando una mujer me pone triste»), aunque en este terreno demuestran sentirse también en su salsa. Sirve para comprobar la técnica vocal de Scott, quien se pone a jugar con un amplio repertorio de recursos y filigranas. El calificativo «bonita» no es el que se ajusta a muchas canciones de AC/DC, pero en esta ocasión sirve perfectamente. En cierto modo, casi es una pena que no se decidiesen a grabar más temas en esta onda, claro que entonces no serían ellos.
Jailbreak: Incluida únicamente en la versión australiana del disco (no en la versión internacional) aunque fue rescatada para el público mundial durante los ochenta, en el EP 74’ Jailbreak. Es un tema sencillo en el que podemos apreciar claramente uno de los ingredientes básicos de la música de AC/DC: el inimitable groove proporcionado por la guitarra rítmica de Malcom Young, generalmente en la sombra tras los solos y la exuberante personalidad escénica de su hermano menor. Una canción tremendamente pegadiza sobre una fuga carcelaria y un divertido videoclip con un Bon Scott en plena exhibición de carisma macarra:
El cuarto álbum supone un nuevo paso adelante. En trabajos anteriores la banda sonaba compacta, pero ahora empieza a ser como una muralla de sonido. Abandonan los medios tiempos más calmados o las bromas estilo Big balls y se centran únicamente en el boogie rock más duro y directo, el que tan buen resultado les está dando en sus conciertos. Dicho de otro modo: renuncian a matices para ganar pegada. Así pues, esa muralla de sonido domina todo el álbum… pero a la vez están componiendo algunas de sus mejores canciones hasta la fecha. El resultado, claro, es una bomba. También para este disco, como sucedía con Dirty Deeds, existen dos versiones: una edición australiana y otra destinada al mercado internacional.
Go down: La canción que Bon Scott dedicó a una groupie famosa por el grosor de sus labios y su habilidad para proporcionar sexo oral. El título lo dice todo («ve ahí abajo»). Lo mejor es el intermedio en el que Bon Scott y Angus Young juguetean —uno con su voz y el otro con su guitarra— simulando el crescendo de una felación. Uno de los varios martillazos rítmicos del álbum.
Let there be rock: Un tema en el que nos hablan sobre la historia del rock en tono bíblico («hágase la luz, y la luz se hizo; hágase la batería, y la batería se hizo; hágase la guitarra, y la guitarra se hizo; hágase el rock»). El grupo se dedica a galopar cual caballo desbocado, con algunos de los fragmentos más adrenalínicos que grabaron por aquellos tiempos. Como curiosidad, durante la grabación del videoclip en una iglesia —habían engañado al cura, claro—, Bon Scott (caracterizado como el sacerdote más molón de todos los tiempos) se partió una pierna tras dar el salto que vemos en algún momento del clip (minuto 4:20 para más señas). Aun herido y antes de que se lo llevaran al hospital, todavía tuvo tiempo de grabar alguna secuencia donde podemos verlo con cierta expresión de «me estoy aguantando pero estoy jodido». También comprobamos que Angus Young tenía bien asumido su papel de histrión de la banda, el cual siempre cumplió a la perfección y se convirtió en uno de sus grandes guiños escénicos. Por cierto, Bon Scott se equivocó al grabar las voces con la secuencia bíblica y puso el sonido antes que la luz en el acto de la Creación. Gran canción, entrañable videoclip.
Whole lotta Rosie: Este pedazo de dinamita, que siempre es una de sus canciones que mejor funciona en directo, estaba dedicado a una mujer particularmente rellenita que al parecer fue una de las mejores amantes que afirmaba haber tenido el escuálido Bon Scott. Es probablemente uno de los puntos álgidos de AC/DC en esta época, dotada de una fuerza descomunal casi imposible de reproducir.
Quinto álbum en estudio de la banda, el primero que editan pensando directamente en el mercado internacional. Siempre es difícil comparar los discos de esta época debido a su estilo similar y básicamente porque están todos a un tremendo nivel, pero aquí quizá estén empezando a alcanzar la perfección en su fórmula. Escuchamos inicios de canción marcados por fragmentos de tensión que dejan al oyente expectante, una máxima compenetración entre los músicos, y nuevos e inspiradísimos riffs. En este álbum hay varias canciones memorables que mucha gente no suele tener en cuenta, que quizá no son los típicos himnos que suenan en la radio, pero que están entre las mejores composiciones del grupo en aquellos años. Por cierto, el bajista Mark Evans salió de la banda, siendo sustituido por el inglés Cliff Williams. Así, el batería Phil Rudd ya era el único miembro de AC/DC que había nacido en Australia.
Riff Raff: Una de las grandes joyas del disco y una de las más grandes canciones de la historia de AC/DC, que ya es decir. El concepto «intro» alcanza nuevas cotas en AC/DC, porque transcurren casi dos minutos hasta que Bon Scott empieza a cantar. Un tema explosivo con una estructura cuidadísima y que contiene uno de los mejores riffs de guitarra de toda su discografía. Una buena muestra del enorme poder de este grupo: fuerza tremebunda, pero sin perder ese toque boogie que les da tanto encanto. Sin un solo instante de respiro… todo pura energía y vitalidad. Maravillosa.
Sin City: Al contrario que en Riff Raff, aquí no manda una sucesión de riffs sino una constante rueda de power chords («acordes potentes», vamos) sobre la que Bon Scott habla de Las Vegas. Una canción prototípica de la fórmula AC/DC, pero depurada hasta su máxima esencia.
What’s next to the moon: Otra joya «oculta»que mucha gente no suele tener en cuenta pero que es una auténtica maravilla, he de confesar que una de mis favoritas del grupo. Un medio tiempo conducido por un atmosférico riff arpegiado y un estribillo absolutamente fantástico que entra de repente, como un puñetazo. Sencilla, pero perfecta en sus tres minutos y medio, de principio a fin. No será tan popular como otras, pero para mí es una muestra de lo increíbles que podían llegar a ser AC/DC.
Up to my neck in you: …y de nuevo un tema que algunos no tienen muy en cuenta pero que es otra joya inmortal. Un rhythm & blues de estructura tradicional sazonado con energía atómica, donde de nuevo brilla muy especialmente Bon Scott: lo que este hombre hace con su voz en esta canción es verdaderamente digno de estudio para cualquier aspirante a cantante que quiera saber cómo sobresalir por encima de una muralla de guitarras, sin por ello tener que renunciar a un ápice de expresividad. Impresionante. Bon Scott era uno de los más dignos herederos de Little Richard y una de esas escasas voces de las que uno puede decir: el rock and roll se canta así.
El sexto disco, para mucha gente la obra cumbre de AC/DC en su etapa con Bon Scott. Y personalmente estaría de acuerdo con esa apreciación. Sus cinco anteriores álbumes son fantásticos, todos, sin excepción. Pero es que aquí cada canción parece tocada por una varita mágica: diez canciones, diez himnos imperecederos. La fórmula es la de siempre, el sonido es bastante similar al de Powerage, pero básicamente el nivel es tan alto que perfectamente podría pasar por un recopilatorio con lo mejor en toda la carrera de una banda. Ojo, vuelvo a insistir que los trabajos anteriores no desmerecen, pero en Highway to hell AC/DC rayan la perfección en su estilo. Ninguna otra banda ha conseguido reproducir esta vibración, aunque son muchas las que lo han intentado una y otra vez. Si ya era difícil seleccionar canciones para una lista con los demás trabajos, aquí casi hay que recurrir a lanzar una moneda al aire o sencillamente habría que incluir las diez canciones de golpe. Si usted nunca ha escuchado a AC/DC, este es el disco por el que debería empezar porque aquí los tiene en su esencia más pura. Con este álbum comenzaron a saborear el éxito: el disco fue número ocho en el Reino Unido y lo que es más importante, por muy poco no llegó al Top Ten también en los USA. Finalmente estaban recibiendo atención internacional, vendiendo muchos discos… parecían estar al borde de poder llegar a convertirse en algo verdaderamente grande. La sensación es que solamente necesitaban otro buen disco para consagrarse definitivamente entre la realeza del negocio. Lástima que Bon Scott no viviese para verlo.
Highway to hell: Por algún motivo, la canción más conocida de AC/DC entre el público en general y con bastante diferencia. Quizá se deba a su instantáneamente reconocible inicio, de esos que parecen diseñados para sonar en la radio. O quizá por el estribillo fácilmente cantable. Sea como fuere, es el tema con el que la mayoría de gente asocia a AC/DC por más que cualquier fan pueda tener otros muchos favoritos. Ciertamente suena a himno desde el primer segundo hasta el último, incluyendo una muy descriptiva letra en la que Bon Scott ensalza una vez más el tipo de vida de canalla rockero que estaba a punto de llevárselo por delante en breve:
Touch too much: Un tema potente pero al mismo tiempo con una vocación melódica que parece anunciar en parte lo que AC/DC harán en tiempos posteriores, combinando su energía habitual con estribillos que ya no son tan trogloditas como en los tiempos de Dirty deeds done dirt cheap:
Beating around the bush: Un riff inconfundible como aquel de Riff Raff, aunque esta canción es menos grandilocuente que aquella. El «hachazo» es la marca de la casa, cada golpe es una explosión de dinamita perfectamente cronometrada y pese a la impresión general de que escuchamos a cinco tipos dejándose llevar por un subidón de testosterona, lo cierto es que no hay una sola nota fuera de sitio o que no parezca estar cuidadosamente planeada de antemano.
Get it hot: Un boogie rock que podría haber encajado en High Voltage o T.N.T., donde una vez más hemos de insistir en la idea de que aquellos AC/DC no eran un grupo basado en hacer el mayor ruido posible, sino que el ingrediente fundamental de la mayor parte de su música era el groove, el conseguir un ritmo potente que sin embargo le hiciese a uno mover los pies.
If you want blood (you’ve got it): Un riff ejecutado con precisión milimétrica, una estructura sencilla, un estribillo directo a la médula. Y por encima de todo —una vez más— la voz de Bon Scott, que se apropia de la canción en cuanto pronuncia la primera frase con esa estridencia y chulería características.
Love hungry man: Al igual que en Touch too much, aquí vuelven a darle algo más de protagonismo a la melodía, las armonías y las texturas. El resultado es una canción repleta de electricidad pero también rodeada de un extraño aire melancólico, incluso en sus momentos de explosión:
Girls got rhythm: Boogie rock en estado puro, la clase de canción simple y bailable que AC/DC bordaban con insultante facilidad. Sirva este video sin embargo como agridulce despedida a toda una época, ya que se trata de la última filmación de Bon Scott en vida. La banda apareció en un programa de TVE (sí, en la televisión española) llamado Aplauso, generalmente dedicado a la música hortera que más gustaba —y sigue gustando— por estos lares, pero donde también aparecían bandas extranjeras en pleno auge. Es un playback típico de la época en donde vemos a Bon Scott proféticamente sumergido en una rojiza penumbra: apenas unos días después, fallecería en Londres.
El diecinueve de febrero de 1980, Bon Scott fallecía a los trenta y tres años de edad por causa de una «intoxicación alcohólica aguda», según rezaba el informe médico. Bon terminó muy borracho tras una de sus habituales noches de fiesta en un club londinense, hasta el punto de perder el conocimiento. Un amigo lo dejó durmiendo en el asiento trasero de un coche… con la mala suerte de que su cuello quedó en mala postura, con la tráquea doblada, al parecer asfixiándolo. A la mañana siguiente, cuando fue a buscarlo, Bon seguía exactamente en la misma posición y llevaba horas muerto.
Nota: este artículo contiene SPOILERS sobre la serie. Sí, ya sé que eso se deduce del título, pero lo aclaro por si casualmente terminase leyéndolo algún ilustre y sapientísimo miembro de la clase política.
Ha terminado. La epopeya criminal de Walter White, alias Heisenberg, alias el hombre en calzoncillos al que se le encasquilla la pistola cuando está a punto de matarse, ha conocido finalmente el momento de una muy anticipada caída del telón. Han sido cinco fantásticas temporadas de gran nivel consiguiendo lo más difícil: que ninguna de esas temporadas terminase desmereciendo al conjunto de la serie. Afortunadamente, Breaking Bad ha terminado a tiempo, antes de que el argumento pudiera salirse definitivamente de madre por el afán de continuar sorprendiendo o diluirse en un marasmo rutinario. De manera encomiable, sus autores la han cerrado en el momento justo. Cuando una serie ha conseguido semejante logro, está claro que el desenlace concreto que elijan para la historia —nos parezca un desenlace mejor, peor o regular— es casi lo de menos, porque no se puede juzgar toda una serie en su conjunto ni olvidar todos sus méritos acumulados solamente porque no nos gusten las decisiones que los guionistas toman para decidir su final.
Al grano: después de ver el último episodio de Breaking Bad escuché comentarios fogosamente entusiastas por parte de amigos o conocidos que me preguntaban si ese final me había parecido tan brillante como a ellos. Un tanto turbado, o quizá debería decir perplejo, me dediqué a leer infinidad de críticas en la red, tanto en español como en inglés, la mayoría de ellas mostrando un entusiasmo similar al de mis conocidos. Y lo cierto es que a mí el final me ha parecido, si no malo, sí ligeramente decepcionante. Como decía, normalmente no le daría más vueltas a esto porque el desenlace de un gran programa es solamente la guinda del pastel que ya hemos disfrutado: si te gusta la guinda te la comes, y si no, la dejas y no pasa nada. Sin embargo, creo que en Breaking Bad han perdido la oportunidad de cerrar a lo grande y confieso que no comparto las alabanzas hacia su desenlace.
Y eso que el antepenúltimo capítulo de la serie, titulado Ozymandias (el decimocuarto de la temporada) me hacía anticipar un desenlace épico. La descomposición moral del personaje de Walter White estaba llegando a su culmen: el descubrimiento progresivo de que su maldad llega mucho más lejos de lo que habíamos imaginado le confería una aureola diabólica que estaba próxima a la satanización. En consecuencia, anticipaba un final de connotaciones casi bíblicas. Sabíamos que no podía terminar bien, que era imposible. Diversos sucesos del argumento no tenían vuelta atrás, a riesgo de terminar pareciendo una amable comedia de Disney donde todo se resuelve mágicamente al final. Y sin embargo, aunque no lo parezca a primera vista, algo de eso ha habido.
Desde hacía bastante tiempo, el argumento nos venía conduciendo a los espectadores por un camino bien delimitado: el de comprender que la creciente podredumbre interna de Walter White estaba destruyéndolo todo a su alrededor. Después de llenar las calles de cristal azul, Walter estaba llenando su entorno inmediato de tragedia, sufrimiento y miseria moral. Pero él, lejos de arrepentirse, parecía hundirse más y más en una espiral de vanidad ciega que solamente podía conducir a un desenlace catastrófico. Como en un profético Apocalipsis, toda la historia nos arrastraba hacia el cataclismo: tras finalizar el capítulo catorce y a falta únicamente de dos episodios, no cabía preguntarse si llegaría el desastre, sino cómo y bajo qué forma concreta se presentaría ese desastre. El personaje de Walter White, en cuanto figura trágica, había llegado ya demasiado lejos como para que hubiese camino de vuelta. Incluso cuando muestra retazos de humanidad e intenta detener el proceso, se da cuenta de que ya no tiene poder sobre el curso de los acontecimientos. Por ejemplo, trata de salvar in extremis a su cuñado Hank, utilizando tácticas que antes le habían funcionado. Pero ha sembrado tal caos que esas tácticas ya no le sirven. Walter White no tiene redención posible porque el porvenir ya no está en sus manos. Su vanidad ha encendido una hoguera y su maldad ha echado gasolina en ella: ni él mismo va a poder librarse de las llamas. En tal proceso, me parece a mí, lo congruente era un desenlace inequívocamente trágico. Y como veremos ahora, los guionistas también lo habían pensado… pero al final no se atrevieron a hacerlo.
Porque en los dos últimos episodios (particularmente en el capítulo final) el tono de la historia da un giro que, lo confieso, me dejó bastante aturdido. De repente, monástico retiro mediante, Walter White regresa entre los suyos conferido de una nueva aureola, que ya no es diabólica. Ahora parece un penitente conducido por una resignada entrega a su destino, con una súbita y cristalina consciencia del bien y del mal que en los episodios anteriores había perdido por completo. Nos encontramos con que Walter dedica el final de la serie a vengarse de los malos, a solucionar lo poco que todavía puede respecto a su familia (garantizar que les llegue el dinero) y a perdonarle paternalmente la vida a Jesse Pinkman (cuando poco antes quería matarlo y estaba siendo sádicamente cruel con él). No es que hayamos asistido a un final feliz (afortunadamente no han llegado al punto de reconciliar a Walter con su mujer e hijo, ¡eso hubiera sido chocante!). Pero sí hemos tenido un final a lo John Wayne que, la verdad, no pegaba demasiado. Un final que innecesariamente intenta salvar algo del desastre que Walter White ha provocado con su actitud, un final poco coherente con lo que se nos había venido mostrando.
Hasta el episodio catorce, el reparto de roles entre los personajes principales nos estaba siendo mostrado con aplastante claridad por los guionistas. Walter White es el protagonista de la serie, pero no es el héroe. Ni tan siquiera es un antihéroe. Walter White termina convirtiéndose en el villano de la serie. Jesse Pinkman sí es un antihéroe, un personaje ambiguo que más allá de sus pecados muestra al menos ciertos retazos de integridad moral y que en última instancia casi siempre está dispuesto a hacer el bien, o al menos a intentar limitar el mal. Algo similar puede decirse de Skyler White. Por su parte, Hank Schrader sí es un héroe, ya que por más que no sea el protagonista absoluto es el que realmente se carga a las espaldas el sacrificio de luchar por el bien. Llegados a ese punto Walter ya tenía su papel de villano bien definido y daba la impresión de que había aniquilado casi cualquier retazo de humanidad que quedase en su interior: los guionistas, muy hábilmente, habían usado a Hank, Jesse y Skyler como contrastes morales. Se necesita mostrar trazas de color blanco para que notemos mejor el color negro. Y Walter, ya completamente barnizado de negro, estaba en el lado oscuro, convertido en el Darth Vader de Nuevo México.
Sin embargo, en los dos últimos capítulos y por motivos que no consigo explicarme más allá de que a última hora hayan decidido descafeinar el tono trágico de la serie, esta tendencia cambia. Todo el entramado dramático que los guionistas habían elaborado para construir esa imagen de un Walter monstruoso es abandonado en pos de una seudoredención cuyo único objeto, creo, ha sido el de satisfacer a los espectadores restaurando parte de su simpatía por Walter White, un personaje que tan solo un par de episodios antes ya no despertaba simpatía ninguna (salvo, claro está, que uno simpatice con los psicópatas). Y esto a costa de la integridad narrativa, de la coherencia con el concepto que se nos había pintado de los personajes en ese punto de la trama. Me ha recordado al innecesario momento de El retorno del Jedi en el que Darth Vader se quitaba la máscara.
Decía que muchas críticas han sido entusiastas, pero no es que haya habido unanimidad. En uno de tantos artículos que he leído sobre el final, en un medio estadounidense (ahora no recuerdo cuál) leí un comentario que me llamó la atención porque se ajustaba exactamente a lo que yo pensaba: el comentarista decía algo así como que, después de tomarse la molestia de convertir a Walter White en un monstruo, los guionistas parecían haberse arrepentido a última hora para subirse al carro de los fans del personaje, como si les supiera mal que Walter White terminase la serie convertido definitivamente en Heinsenberg, en un despojo humano de maldad casi absoluta. Y estoy bastante de acuerdo con esta idea. Los guionistas se han ablandado. Es más, el propio creador de la serie, Vince Gilligan, ha desvelado que efectivamente tenían otros finales en mente. Pero en sus explicaciones ha incurrido en bastantes contradicciones. Por ejemplo, dice que contemplaban un final donde Jesse matase a Mr. White, aunque después nos sorprende diciendo que lo descartaron porque Jesse no tiene el perfil de un asesino (lo cual, curiosamente, no le impide estrangular a Todd en el final actual). Pero particularmente comenta otro final descartado que se me antoja muchísimo mejor:
«Había una versión a la que le dimos vueltas, en la que Walter es el único que sobrevive, se queda de pie en mitad del naufragio, y su familia entera es destruida. Ese hubiera sido un final muy poderoso, pero también una patada en la boca para los espectadores».
¡Equilicuá! El propio Gilligan nos habla de un final «más poderoso» (y evidentemente más acorde con el desarrollo de los acontecimientos) y efectivamente no se requiere de mucha perspicacia para imaginar que hubiese resultado más impactante. Pero finalmente se descartó por ser demasiado duro. Ahora bien, ¿duro para quién? Gilligan no desconoce que Walter White ha reunido toda una legión de fans (o en ocasiones habría que decir believers) que querían verlo terminar en una nota medianamente digna, por más que haya asesinado, chantajeado, manipulado, e incluso haya pretendido envenenar a un niño o justificar el asesinato a sangre fría de otro. Mi hipótesis es la de que Gilligan sencillamente no se ha atrevido a darle a Walter White lo que de verdad merece. Bueno, no es una hipótesis, es un hecho. Al final no recibe lo que merecía.
Más allá de esto, en los dos episodios finales hay algunos elementos que rozan el deus ex machina, algo que llama la atención en una serie donde se ha prestado tanta atención al detalle. Esto explicaría el que Walter fulmine al grupo White Power mediante una ametralladora automatizada que parece más propia de un western cómico o de una película de Robert Rodríguez. De acuerdo, en Breaking Bad ya había aparecido alguna que otra boutade estrafalaria como la secuencia en que Gustavo Fring, justo antes de morir, sale caminando tranquilamente de una explosión con media cabeza vacía y ajustándose la corbata como si nada… un disparate que en su momento me pareció hilarante (eso sí, toda la secuencia previa a su salida en plan zombi de la explosión me dejó boquiabierto por su brillantez: ¡ese timbre! Impresionante momento) pero que se puede y se debe perdonar a una serie de tanta calidad, donde bien pueden permitirse estos jugueteos. Lo de Gus con el cráneo al aire no me pareció mal, o mejor dicho, no me importó verlo. En cambio, cuando hablamos del final, de lo que ha de ser la escena culminante de toda la serie, del desenlace último, hubiese esperado algo más elaborado que un tiroteo al estilo Bricomanía, para ser sincero. Tampoco acabé de captar la ¿muerte? de Walter White, quizá alguien más avispado podría explicarme el asunto, pero que encontré demasiado ambigua. No soy médico y desde luego soy consciente de que una serie de TV no es una clase de patología forense (excepto tal vez el entristecedor reality que protagonizó Anna Nicole Smith) pero lo normal en cualquier película es que el tipo de herida que Walt sufre otorgue algunas posibilidades de supervivencia inmediata, más allá de que el cáncer se lo puede llevar unos meses más tarde o no. Quizá se me escapa algo, pero no veo por qué está necesariamente muerto al final del episodio y en el caso de que pudiera estar vivo, me parecería impropio terminar justo en ese punto.
Todo esto no significa que crea que los dos últimos episodios son malos. En absoluto. De hecho contienen muchos grandes momentos, aunque crea que el episodio previo Ozymandias haya sido en varios aspectos más culminante que estos dos. Es más, incluso la secuencia de la supuesta muerte de Walter, por más que no me termine de cuadrar, está muy bellamente realizada (¡y con música de Badfinger!) y es cautivadora. Pero estos dos podrían ser los dos últimos episodios de una Breaking Bad diferente realizada en un universo paralelo, donde Walter White es menos malvado y donde sabemos que puede ametrallar a pelotones de neonazis en plan John Rambo con un maletero-trampa marca ACME, verdaderamente digno del Coyote intentando cazar al Correcaminos. Lo de la bomba en la silla de ruedas de Héctor Salamanca era quizá extravagante, pero creíble. Lo de la ametralladora y los neonazis es más propio de una película bélica donde John Wayne juegue a la diana con los soldados japoneses.
Breaking Bad ha sido como una gran novela cuyo conjunto nunca podría ser arruinado solamente por las dos últimas páginas, pero en la que esas dos páginas me han hecho exclamar «qué lástima», no porque estén mal escritas, sino porque serían más propias de un libro distinto. Que ha finalizado una grandísima serie y que estas reflexiones sobre el final no cambiarán el hecho de que seguirá siendo una grandísima serie por siempre está bien claro.
Pero hubiese sido fantástico que los escritores se hubieran decidido a cerrar el descenso a los infiernos del protagonista con, efectivamente, una visión del infierno. Que consistiera por ejemplo en la muerte de su familia: lo que para él sería ver el infierno en vida, darse finalmente cuenta de quién es de manera traumática y no por haber estado haciendo retiro espiritual en una cabaña. Algo que culminase el proceso por el que su egocentrismo cruel y descontrolado lo destruye todo a su paso. A mí, por lo menos, su redención a medio gas no me ha convencido. El propio protagonista lo dijo varios episodios atrás: Walter White tenía que haber terminado ardiendo entre las llamas del averno.
Los guionistas no se han atrevido a hacer sufrir más a Walter… y eso les ha quedado muy poco Heisenberg.
Casi nadie daba un duro por AC/DC antes de que publicaran este disco. Porque justo cuando estaban empezando a disfrutar de repercusión internacional gracias al éxito de Highway to Hell, habían perdido a su cantante, Bon Scott, cuya voz, expresividad, imagen y personalidad parecían convertir su sustitución en una quimera. La mayoría de críticos (e incluso muchos atribulados fans) veían bastante negro el futuro de la banda; la sensación general era la de «bueno, qué lastima, AC/DC se van a hundir justo ahora que empezaban a consolidarse». Cierto es que se lo habían ganado todo día a día, con una disciplina y una capacidad de trabajo que ya quisieran para sí incluso orquestas sinfónicas. Todo hasta desarrollar un directo imparable y conseguir que la crítica, finalmente, les hubiese alabado casi unánimemente gracias a su anterior álbum. Pero, ¿podrían salir adelante sin Bon Scott? Porque ya entonces la gente comprendía un hecho indiscutible: no podía haber otro Bon Scott. Y era cierto. No lo ha vuelto a haber. Ni lo habrá.
Pero los hermanos Malcolm y Angus Young, líderes del invento, no pretendían rendirse fácilmente. Aunque sentían que todos aquellos años de duro esfuerzo podrían irse por la borda repentinamente, se apresuraron a componer y grabar un nuevo disco con la esperanza de que el público no los olvidase. Hicieron un casting de cantantes para intentar conseguir lo aparentemente imposible: suplir al difunto Bon. Finalmente les convenció un candidato llamado Brian Johnson que parecía un camionero en horas libres recién salido de un pub. No llegaba a los niveles de expresividad de Bon Scott, sin embargo lo que hacía, lo hacía bien. Y sobre todo, Brian consiguió fundir su timbre de voz con el sonido de la banda. Evidentemente su entrada alteró toda la química del proceso, porque era como haber cambiado uno de los ingredientes principales de un plato: nunca va a saber igual. Y durante la grabación reinaba un ambiente de nerviosismo: AC/DC sabían que con aquel disco se lo jugaban prácticamente todo y no estaban muy seguros de cómo reaccionaría el público ante la nueva fórmula.
Lo primero era homenajear a Bon. AC/DC pretendían que la portada del álbum fuese completamente negra en señal de luto, haciendo honor así al título del disco («volvemos de negro»). Se encontraron con la oposición de la discográfica: los Beatles podían haberse permitido aquel capricho con al «álbum blanco», pero AC/DC no eran aún tan grandes como para jugársela con una carpeta completamente oscura, lo cual era considerado un veneno para el marketing. Sin embargo, el grupo consiguió que la portada fuese negra a cambio de aceptar remarcar en color claro el logo de la banda. Sin importar la luctuosa sequedad de su carpeta que tanto preocupaba a los ejecutivos de la compañía, el álbum pronto estaría vendiendo tanto como cualquiera de los Beatles. Resultó que los Young se descolgaron con una colección de canciones verdaderamente impresionante, a cada cual más inspirada, que no tenían demasiado que envidiar a lo que habían hecho en discos anteriores. Así, quienes esperaban que AC/DC no sobreviviesen a Bon Scott tuvieron que asistir atónitos al milagro: el nuevo álbum era una absoluta maravilla.
Sí, ahora sonaban casi como otra banda. La voz era muy distinta y las guitarras resultaban en general menos cortantes, jugando más con armonías y arpegios y no tanto con la cadencia típicamente boogie. Pero poco importaba el cambio porque Back in Black era total y absolutamente apabullante. El público respondió casi con histeria y AC/DC consiguieron explotar finalmente a nivel mundial: alcanzaron el número uno en el Reino Unido y el número cuatro en EE. UU., además de visitar las partes altas de las listas en muchos otros países. De paso varios de sus anteriores discos retornaron también a las listas (por ejemplo Dirty Deeds done dirt cheap subiría hasta el número tres en América, ¡casi cinco años después de haber sido publicado!). Back in Black ha seguido funcionando casi como una entidad autónoma y de hecho es el tercer o cuarto álbum con más copias vendidas en la historia; según las fuentes, algunos lo sitúan directamente detrás del Thriller de Michael Jackson. AC/DC se transformaron en grandes estrellas de la escena internacional. Habían encontrado la fórmula de la comercialidad: el puente entre su fuerza guitarrera de siempre y unos estribillos más melódicos como los que ya se habían intuido en algunos temas de Highway to hell. ¿Es mejor que Highway to hell o Powerage? Bueno, sencillamente distinto. Yo siempre he preferido los discos con Bon Scott, porque me gusta más su voz y porque me gusta más la cadencia más boogie y el toque más blues-rock que practicaban con él al frente. Pero la comparación es harto difícil: Back in Black es una obra maestra absoluta en su género, sin discusión alguna. Perfecto de inicio a fin. No sabría si situarlo por encima de los discos anteriores, pero desde luego no lo pondría tampoco por debajo.
Back in black: Uno de esos temas absolutamente perfectos que AC/DC compusieron para este álbum, dotado con una estructura de solidez arquitectónica sostenida por ese riff inmortal que se clava directamente en el cerebro a la primera escucha. Terminaría convirtiéndose en uno de los himnos más conocidos por el gran público. Ciertamente AC/DC sonaban muy distintos con la voz de Johnson, pero con canciones de semejante nivel el cambio se produjo de manera poco traumática, porque resultaba completamente imposible resistirse desde los primeros segundos de canción:
You shook me all night long: Contiene quizá el estribillo más pegadizo del álbum (aunque Back in black funcionó mejor como single) y fue la otra canción del disco que atravesó toda clase de barreras a nivel comercial. AC/DC eran conscientes de que la belleza del tema residía en la melodía, así que cuidaron particularmente las atmósferas, con guitarras arpegiadas en los momentos clave y coros armónicos alejados de las gamberradas estilo Dirty Deeds done Dirt Cheap o T.N.T.
Hells Bells: El tañido de unas campanas de funeral abría el nuevo disco; un tema oscuro que estaba algo alejado de su tradicional boogie rock (del que también habrá su dosis en este álbum) y que parece marcar unas nuevas pautas que seguirán más a menudo en el futuro. Impresionante, como todo el álbum.
Shoot to thrill: Aquí retorna el boogie rock que los había caracterizado en sus anteriores discos, aunque ya decimos que con la voz de Brian Johnson suena definitivamente muy distinto. Sea como fuere, la base instrumental del tema podría haber encajado en cualquiera de los discos de la época de Bon Scott. Los aires de grandeza épica del interludio y el crescendo de intensidad que ejecutan al final nos muestran al grupo en un momento muy, muy dulce, pese a la reciente pérdida de un miembro.
Rock and Roll ain’t noise pollution: Una declaración de principios en toda regla («el rock and roll no es ruido») que servía para cerrar el álbum. Casi como intuyendo su inminente explosión comercial, AC/DC están haciendo una música diseñada para ser coreada en grandes estadios (¡ese final de canción!). Brian Johnson tiene una gran voz y cuando no grita de manera más estridente es realmente un magnífico cantante. Cierto, no es Bon Scott, pero ¿quién sí lo es? También destacar la inadvertida pero absolutamente decisiva labor de Phil Rudd a la batería, siempre tirando un poco hacia atrás, lo que junto a las guitarras de Malcolm les confiere a AC/DC esa cadencia característica que nunca llegaron a alcanzar cuando hubo otro batería manejando las baquetas.
Shake a leg: Un tema que en principio recuerda a los tiempos de Dirty Deeds, pero que pronto descarga un tremebundo riff más en la onda de lo que harán durante los años 80. Una muestra de la lenta pero constante evolución de la banda con un estribillo que, como casi todos en Back in Black, se clava directamente en la médula.
Tras el inmenso éxito de Back in Black retornan con un disco en la misma línea, aunque desde luego no tan bueno. Los nuevos temas no muestran el mismo exagerado nivel de inspiración pero tampoco son desdeñables, así que AC/DC consolidan con facilidad su nuevo estatus como uno de los puntales del negocio musical: alcanzan su primer número uno en los EE. UU y aunque las ventas totales no llegan al nivel de Back in Black, la incertidumbre ha quedado definitivamente atrás. Con su nueva fórmula y sonando muy distintos a lo que hacían en los 70, se encuentran igualmente cómodos. Están reinando en el mundo del rock y el título del disco es un homenaje a sus millones de nuevos súbditos. La mala noticia es que nunca volverán a grabar algo de la magnitud de Highway to hell, Powerage, Back in Black, etc. La buena, que aún tienen la capacidad de crear algunas grandes canciones de vez en cuando.
For those about to rock, we salute you: El tema inicial y para mí, la mejor canción de todo el disco, y una de las mejores que han grabado después de 1980. Concebida como himno, ejecutada como himno: lenta pero cautivadora, de escalofriante solemnidad y con un estribillo pensado para las multitudes. Un estribillo que se ha convertido en una parte imprescindible de sus directos: ese tremendo break con Brian Johnson gritando «fire!» y los cañonazos que dan paso al apoteósico reprise final. Aplastante, emocionante, poderosa, de una belleza sublime… porque una canción no tiene por qué ser suave y melódica para poder ser descrita como bella.
Let’s get it up: Un tema en la onda del álbum Back in Black. La banda sigue en su evolución: un sonido menos afilado y cortante, aunque todavía potente, más enfocado en estribillos pensados para ser coreados por multitudes. Probablemente no es comparable a ninguna joya del Back in Black, pero por entonces nadie les pedía repetir el milagro dos veces.
Snowballed: Por momentos recuerda a los años de Let there be rock. La energía aún está ahí y pese a que en realidad suenan ya como otra banda, la fuerza que se desprende de los altavoces los hace fácilmente reconocibles.
Breaking the rules: El comienzo del tema recuerda también a años anteriores, pero después nos sorprenden con un inesperado e imaginativo riff que no hubiera desentonado en alguno de los álbumes clásicos de la Alice Cooper Band o incluso en el Rocks de Aerosmith. Una canción muy interesante que me gusta mucho y que bastante gente pasa por alto.
AC/DC continúan con la nueva fórmula consistente en cocinar de otro modo los mismos ingredientes; previsiblemente, el resultado está en la misma onda de For those about to rock. Tampoco llega a las cotas que marcaron en el pasado. El álbum funcionó bien comercialmente, aunque conozco opiniones de todo tipo respecto a él. Algunos críticos pensaban que la banda se estaba empezando a repetir (sí, siempre se habían ajustado a unos esquemas más o menos repetitivos, pero en los 70 eso no había importado porque el nivel de cada disco era igual e incluso mejor al del anterior). Ahora, en cambio, presentan un aceptable disco pero que hace pensar que quizá no vuelvan a llegar a la medida marcada por Back in black nunca más. Lo cierto es que hay menos matices que en los dos anteriores álbumes. Será el último disco en que Phil Rudd grabe la batería (hasta su retorno muchos años más tarde) porque será despedido a causa de sus conflictos con Malcolm Young, provocados por la afición de Rudd a las drogas y el alcohol. En los videoclips aparece su sustituto Simon Wright, pese a que es a Rudd a quien escuchamos en el álbum. En resumen, un disco que suena con fuerza pero que también muestra la tendencia de descenso de inspiración en la que parecen haber entrado durante los 80.
Landslide: Un riff acelerado que recuerda mucho a los primeros discos en solitario de Ted Nugent (de hecho Nugent ya había granado años antes un riff prácticamente idéntico) e incluso a Motörhead, y sobre el que se construye una de las canciones más entretenidas del álbum.
Guns for hire: Con una estructura muy en la onda del álbum Back in black y el estribillo más fácilmente reconocible del disco, es uno de los momentos álgidos del álbum y seguramente, y con justicia, el que mejor recordamos hoy en día.
Flick of the switch: Otro tema que muestra de que la banda conserva la energía, aunque los estribillos memorables como los del Back in Black o algunos de For those about to rock empiezan a escasear.
Brain Shake: Si con Landslide recordaban a Ted Nugent, aquí incluyen un riff que bien podría haber salido de la discografía de Aerosmith (como pasatiempo, busquen un riff similar hacia el final de esta canción grabada por los de Boston en los 70). Sea como fuere, un muy buen tema.
El grupo parece estancado y ha perdido la capacidad para emocionar con su música de la misma manera que antes. Para colmo se produce un cambio fundamental: el batería Phil Rudd ya no está y su sustituto Simon Wright, aunque técnicamente tocaba en el mismo estilo, carecía de ese punto de groove que Rudd sí tenía (un caso parecido al cambio de Steven Adler por Matt Sorum en los Guns ‘N Roses, donde se perdió un algo indefinible y etéreo pero claramente perceptible en los ritmos y el sonido de la banda). Por su parte, Brian Johnson se ha quedado anclado en el registro más chillón de su voz y por momentos parece casi una parodia de sí mismo, cuando sobre todo en Back in Black había demostrado ser un cantante con mucho más potencial. Al menos yo siempre he echado de menos el que explore más sus registros más graves. La crítica se mostró despectiva hacia el álbum y no ayudó el que meses antes hubiesen publicado material nostálgico de los 70 (el disco ‘74 Jailbreak, dedicado a rescatar material inédito de los inicios de la era Bon Scott), recordando la contagiosa electricidad que habían desprendido hasta algunos años atrás. Con todo, el álbum no funcionó mal en la listas. Por lo que a mí respecta, AC/DC empezaban a transmitir cierta sensación de tedio, lo que seis o siete años atrás hubiera parecido sencillamente impensable.
Shake your foundations: Tema que tendría una segunda vida al ser incluido en Who made who, banda sonora de la película Maximum overdrive (basada en un relato de Stephen King, un fanático seguidor de AC/DC). Como todo en este disco, suena a una versión ligeramente descafeinada de una fórmula ya conocida y aparentemente explotada hasta la saciedad.
Sink the pink: Más de lo mismo, un tema que suena poco inspirado —pese al prometedor comienzo— y en el que siguen dando vueltas en busca de unas musas que parecen haberlos abandonado.
La cosa mejora un poco con este nuevo disco, no tanto como para echar las campanas (del infierno) al vuelo, pero sí lo bastante para que los fans tuviesen un cierto respiro. Sin ser un gran disco, que no lo es, al menos representa un ligero paso adelante. Es más variado, lo cual por lo menos alivia la sensación de monotonía. Vende mejor que su predecesor, aunque para entonces la mayor parte de la prensa musical ya le había dado la espalda a AC/DC. Muchos críticos extasiados con el auge de la generalmente insulsa era pop consideraban a esta banda un mero entretenimiento para quinceañeros, olvidando su glorioso pasado de los 70. Aunque la banda tenía su parte de culpa: nunca grabaron un disco indigno, pero lo cierto es que seguían necesitando algo mejor que esto para demostrar que no habían exprimido su fórmula hasta agotarla.
That’s the way I wanna rock’n’roll: El gran single del disco. La estructura está bien trabajada, el riff es pegadizo y produce la momentánea impresión de que el grupo vuelve a disfrutar con lo que hace. Se agradecería que Brian Johnson lo hubiese cantado más en la onda de Rock & roll ain’t noise polution, pero con todo es una muy buena canción.
This means war: Un tema divertido, marcado por un distintivo riff pensado para los headbangers que seguían incondicionalmente a AC/DC.
Meanstreak: Lo impensable, ¡AC/DC con un ligero toque funky! Lo cierto es que es un buen tema en el que quizá falla el estribillo, demasiado genérico. Pero el riff principal cabalga perfectamente bien y estas variaciones en estilo suponen al menos un soplo de aire fresco frente al total estancamiento del álbum anterior.
Nick of time: Otro buen tema que podría haber dado más de sí, al menos si hubiesen jugado más con las armonías. En todo caso entretenido.
Básicamente una continuación de Blow up your video, pero con una diferencia importante: fue catapultado por un par de canciones muy inspiradas que sobresalían mucho sobre todo lo demás que estaban haciendo por entonces. Especialmente el poderoso single Thunderstruck, que tuvo una enorme repercusión mundial y les permitió retornar a grandes niveles de éxito comercial. En el resto del álbum no depara muchas más sorpresas, excepto un nuevo cambio de batería (ahora el inconfundible Chris Slade). Por entonces nadie pensaba que AC/DC grabarían jamás otro Black in black o un nuevo Highway to Hell, pero este es un buen disco que contiene momentos muy intensos y eso es más de lo que podía decirse de algunos de sus restantes discos de los 80.
Thunderstruck: Por sorpresa, AC/DC se sacan de la manga una canción cuya popularidad podrá casi llegar a rivalizar con Highway to Hell o Back in Black. Es un tema con muchísimo, muchísimo gancho; una sucesión de riffs pegadizos y de coros inolvidables que lo convertirán de inmediato en un himno. En algunos momentos aislados incluso se percibe de nuevo la vieja vibración de la banda, esa explosión de energía en estado puro que se venía echando de menos desde hacía años. Sin duda alguna es el gran tema del álbum. El videoclip fue emitido hasta la saciedad por muchas televisiones, ayudando todavía más a su popularidad. Como suele decirse: quien fuese joven por entonces y no le tenga un tierno cariño a esta canción, es que no vivió aquellos años como Dios manda.
Moneytalks: Otro single que ayudó bastante a la repercusión comercial del álbum, gracias especialmente al enorme atractivo de su estribillo melódico, que le ganó una buena cuota de radiodifusión en casi todo el planeta.
If you dare: Un tema en tono de hard rock setentero que no mucha gente tiene en cuenta pero que también está sin duda entre lo mejor del disco.
Rock your heart out: Uno de los escasos temas de AC/DC en donde el bajo tiene el visible protagonismo, lo cual contribuye a darle un aire distinto. Una buena canción, efectiva y enérgica, y otro de los momentos álgidos del álbum.
Cinco años después reaparecen con un disco repleto de nuevas connotaciones. La buena noticia es que vuelve Phil Rudd a la batería, lo cual significa que volvemos a tener a la alineación titular de Back in Black y For those about to rock. Otra buena noticia es que la banda ha recuperado su prestigio, e incluso lo ha engrandecido por esa aureola de leyenda que confieren los años. Al contrario de lo que sucedía en la segunda mitad de los 80, el conjunto del legado de AC/DC estaba siendo reconocido casi por todo el mundo, en buena parte gracias al repentino auge del rock guitarrero que se había producido a principios de la nueva década. Casi todas las bandas de la exitosa nueva generación rockera, por no decir todas desde Nirvana a Guns n’Roses, admiraban a AC/DC, así que los australianos vuelven a ser respetables a ojos de la crítica. También hay mucho de mérito propio: gracias a sus espectaculares directos se están convirtiendo en una institución por más que no hayan grabado una auténtica obra maestra desde 1980. Su condición de iconos está extendiéndose al público en general, que nunca les había vuelto a prestar tanta atención desde Back in black, y ahora son más frecuentes las referencias a ellos en cine y TV. El disco es, pues, un éxito. Se nota que Rudd ha vuelto a las baquetas, por ese retorno de unas cadencias que parecían perdidas. Hay también una cierta vocación de combinar la nueva fórmula con un relativo retorno a sonoridades del pasado lejano. Es su disco más de raíces en muchos años y contiene varias canciones notables. Sin ser una obra maestra ni nada parecido, sirvió como buen telón de fondo para el retorno de AC/DC al Olimpo.
Hard as a rock: Un buen single de presentación, con un riff de guitarra muy reconocible y una saludable dosis de intensidad en la que, efectivamente, se escuchan algunos ecos de los 70.
Cover you in oil: Una estrofa juguetona y un estribillo muy en la onda del álbum Back in Black para otro muy buen single que también ayudó a catapultar las ventas del disco.
Boogie man: Un amago de rhythm & blues cadencioso combinado con los tics propios de la era Johnson. Buen ejemplo de cómo el disco Ballbreaker combina el sonido que llevan tres lustros practicando con retazos de lo que hicieron en los tiempos de Bon Scott, en una onda más blues-rock.
Pasan otros cinco años y la misma formación —bajo la batuta de George Young, el «hermanísimo», en la producción— regresa con un trabajo más efectivo que Ballbreaker. La crítica lo recibe con entusiasmo: ya nadie les niega su importantísimo papel en la historia de la música popular. En cuanto al contenido, aquí están más cerca que nunca del blues rock de sus orígenes. El disco vendió muy bien y recibió comentarios generalmente positivos. Sobre todo, Stiff Upper Lip era la excusa perfecta para que siguieran reinando en directo, transformados ya uno de los espectáculos que más rápidamente agotaban las entradas en cualquier rincón del planeta, tendencia que seguiría hasta hoy.
Stiff upper lip: El adictivo single que ayudó a lanzar el disco y en mi opinión una de las mejores canciones grabadas por el grupo en mucho tiempo; un blues-rock sencillo, directo y de raíces.
Satellite blues: La guitarra mandando desde el inicio, como en los viejos tiempos (en realidad como casi siempre) para un tema cuya base instrumental suena sorprendentemente parecida a los años 70.
Safe in New York City: Una vez más, soplos de la vieja energía y la vieja pulsación en un fantástico tema que es sin duda una de las grandes perlas del álbum. Por fin parecen sonar casi como si fueran otra vez una banda joven con ganas de comerse el mundo.
Meltdown: Otro de los puntos álgidos del álbum, que como todo Stiff upper lip suena mucho más orgánico, natural y auténtico que el noventa por ciento de lo que habían grabado desde principios de los años 80.
Ocho años transcurrieron desde su anterior trabajo; el estatus legendario de AC/DC ya es simple y llanamente universal a estas alturas. Tienen un público numerosísimo y totalmente entregado en cualquier parte del mundo donde se presenten. Cualquier crítico de rock que mostrase reticencias hacia el legado de AC/DC podía ser considerado una rareza, e incluso los críticos ajenos al estilo tenían que respetar la capacidad de trabajo y la perseverancia de la banda. La misma formación de Stiff Upper Lip (hermanos Young, Brian Johnson, Phil Rudd y Cliff Williams) se encuentra con la tarea no demasiado fácil de continuar el buen sabor de boca que dejó aquel disco. Para ello, curiosamente, recurren a un productor inesperado: Brendan O’Brien, conocido por su trabajo con Pearl Jam, Stone Temple Pilots, Rage Against the Machine. El resultado ya no hace tanto hincapié en el blues-rock de Stiff upper lip y de hecho se acerca más al estilo de discos como The Razors Edge. Además, el álbum es inusualmente largo, lo cual siempre es una decisión arriesgada porque generalmente lleva a meter más canciones de relleno. Pero lo cierto es que Black Ice es un trabajo más que convincente aunque no todos los cortes estén al mismo nivel. Hay buenas canciones, un sonido impecable… prefiero la faceta más bluesy de Stiff Upper Lip, pero esto es una apreciación personal. El disco fue un bombazo comercial como hacía mucho que no gozaban: fue número uno en muchos países, incluyendo EE. UU., el Reino Unido y media Europa, su Australia natal… y, sí, incluso también fue número uno durante varias semanas en uno de los países menos rockeros de la esfera occidental. Esto es, España. La gira de presentación, ni que decir tiene, fue un acontecimiento internacional de primera magnitud.
Rock and Roll Train: Fue el primer single escogido para lanzar el álbum (aunque personalmente no creo que sea la mejor canción del disco) que nos traía de nuevo a AC/DC en estudio. Un tema más bien formulario, pero bien ejecutado y con un estribillo eficaz.
Big Jack: Segundo single del disco, casi una especie de continuación de Rock and Roll Train, dotado con inspirados riffs de guitarra que demuestran cómo los Young aún tienen espacio para trabajar en el reducido espacio de su monolítico estilo.
Money Made: Un tema muy pegadizo que no fue editado como single internacional, sino únicamente en el Reino Unido, pero que perfectamente podría haber servido de presentación del disco aunque su sonido no sea exactamente representativo de Black Ice. Uno de mis favoritos del disco.
Black Ice: En una onda muy hard rock de principios de los 70, esta canción podría haber encajado —con sus debidos matices— en discos como el Burn de Deep Purple, y nos muestra a unos AC/DC rejuvenecidos con ganas de dar guerra.
Hasta aquí un somero repaso a la larga historia y extensa discografía de AC/DC. Es verdad que no volvieron a grabar ninguna obra maestra desde 1980, y también es cierto (al menos en mi opinión) que con Bon Scott parecían otra banda, más mágica y con más encanto. Pero durante todos estos años sus directos han sido espectaculares y han ido añadiendo, a veces con mejor suerte que otras, nuevas canciones de referencia a su repertorio. Ahora solo nos queda confiar en que sigan vivos y en forma durante unos cuantos años más, porque el día en que ya no estén nadie podrá seguir interpretando todas esas canciones como lo hacen ellos.
Steven Spielberg lleva décadas siendo como el Hacendado de las series de televisión: es difícil entrar en el supermercado y no toparse de frente con su marca en un lado u otro. Y, no obstante los ocasionales fallos, su apellido ha seguido generando expectación cada vez que ha anunciado un nuevo proyecto en el medio, quizá por la aureola mágica de rey Midas que se construyó en las salas de cine. Eso, o que Spielberg tiene mucho dinero y cuando ejerce como productor de una serie sabe perfectamente cómo utilizarlo para obtener la mayor repercusión posible, especialmente cuando se trata de una serie de ciencia-ficción, una de las grandes especialidades del amigo Steven. Pero hay algo que sabemos hace tiempo y es que su apellido no hace magia por sí mismo.
En sus hasta ahora tres exitosas temporadas de existencia, Falling Skies narra las aventuras de un grupo de personas que han sobrevivido a una destructiva invasión alienígena, formando un núcleo de resistencia para combatir a los invasores. Quizá a alguien le suene este argumento de la cochambrosa pero entrañable serie V (y de su desangelada actualización del 2009), aunque en realidad Falling Skies se parece más a Walking Dead. Es decir: aquí el género concreto en que englobemos la serie es lo de menos. Calificamos a Falling Skies de ciencia-ficción porque se pelea contra alienígenas y a Walking Dead de terror porque se pelea contra zombis, cuando en realidad son dos ejemplos de un mismo subgénero: el de aventuras, intrigas y romances con fondo apocalíptico. O dicho de otro modo, el subgénero de «culebrón con bichos». Ambas series han tenido éxito y grandes índices de audiencia, lo cual habla de la aceptación que este subgénero tiene entre el público. Para Walking Dead, la cadena TNT contó con tres millones y medio largos de televidentes en el final de la tercera temporada (eso sí, un millón menos que el episodio inicial de la misma).
«No perdamos la esperanza… creo que con este tarro de miel podríamos vencer a los alienígenas si nuestra doctora descubre oportunamente que son todos diabéticos»
Pero Falling Skies cae en todos los tópicos del culebrón fantasioso y no atesora ninguna de las virtudes de la mejor ciencia-ficción. Por un lado tenemos personajes estereotipados y terriblemente previsibles. Precisamente para combatir esa sensación de imprevisibilidad, los mismos personajes fuerzan la nota y tan pronto actúan de una manera como de la contraria, siguiendo apenas disimulados caprichos de guión… aunque, eso sí, por lo general los tenemos de vuelta en el redil en unos pocos episodios para que cada cual siga siendo quien tenía que ser. Así que ni con las sorpresas más absurdas dejan de ser previsibles al final. Por otro lado tenemos los elementos de ciencia-ficción del argumento, en donde casi todo funciona a partir de un perpetuo Deus ex machina o, si lo prefieren en un vocablo más populachero, a partir de puro y simple «porcojonismo». El que una historia sea ciencia-ficción y contenga elementos poco realistas no significa que pueda carecer de coherencia o que se pueda hacer dentro de ella cualquier cosa sin atender a una línea lógica; las buenas historias de ciencia-ficción suelen tener una o varias premisas básicas en torno a las que se intenta jugar de manera consistente. Pero en Falling Skies la ausencia de coherencia es la norma: las cosas van sucediendo básicamente porque sí, creando la sensación de que los guionistas están en un ejercicio de improvisación constante. La historia sale adelante a base de añadidos que pretenden crear sorpresa pero que no son más que parches con los que distraernos de la multitud de preguntas planteadas que no se han respondido, o de los mecanismos argumentales inverosímiles que los guionistas al parecer confían que olvidemos rápidamente. Cuando los guionistas pretenden resolver una situación o explicar un elemento concreto, se valen de conejos oportunamente extraídos de la chistera. Y piensan que el siguiente conejo nos hará olvidar el anterior. Y la verdad es que sacan tantas cosas de la chistera que al final uno ni siquiera recuerda cuáles fueron las primeras.
Aunque he leído —no sin estupor— ciertas críticas que afirman que la serie mejora conforme avanzan las temporadas, la verdad es que no puedo sumarme a esa impresión. De hecho, para cuando llegamos a la tercera temporada (la última emitida de momento) es tal la cantidad de giros estúpidos que ha dado el guión que tendría verdaderos problemas en intentar elaborar una lista completa. No hay una premisa fundamental en torno a la que se desarrollen las nuevas ideas, como sucede en toda buena obra de ciencia-ficción o sencillamente de ficción en general. Sí hay, como decía, mucho naipe tramposo sacado de la manga para cuadrar jugadas que no podrían haber cuadrado de ninguna manera lógica, al menos no sin un sobreesfuerzo genial de los escritores. Al final, uno no sabe si está perdido en algún episodio sobrante de Star Trek: Luchemos por los Estados Unidos o en un remake futurista de Salvar al Soldado Ryan titulado Salvemos por enésima vez a los hijos del protagonista. Ni siquiera los escasos giros interesantes que en algún momento concreto aparecen en el guión sirven después para nada, ya que generalmente nos damos cuenta (a posteriori, claro) de que no han aportado casi nada al conjunto de la serie. Si ven el último episodio de la primera temporada y el comienzo de la segunda, se darán cuenta de lo que digo: un tremebundo giro argumental en el que todo parece cambiar… para que realmente nada cambie.
La inconsistencia y puerilidad de los guiones no sería quizá tan grave si estuviese revestida con grandes interpretaciones o con diálogos brillantes, pero tampoco es el caso. Las interpretaciones son acartonadas; en el mejor de los casos, simplemente llevaderas, aunque lógicamente debo admitir que los actores probablemente no lo tienen fácil con un material de base tan pobre, en el que no hay más que cartón: ni humor, ni cinismo, ni ironía, ni reflexión, ni análisis. Los diálogos hacen honor al conjunto de los guiones, con los personajes cambiando de idea a partir de tonterías, convenciéndose mutuamente de caprichosas veleidades introducidas a última hora en el argumento, como si los guionistas fuesen de hecho los alienígenas manipuladores de mentes que obligan a sus personajes a comulgar con ruedas de molino, y también a los espectadores. Las relaciones de todo tipo entre los diversos personajes tampoco muestran asomo alguno de coherencia y también parecen producto de la improvisación: se realizan conatos de relaciones que después no se materializan sin que sepamos muy bien por qué, y aparecen relaciones nuevas de la nada también carentes de explicación. No es extraño, dado que hay personajes que desaparecen, aparecen y reaparecen mágicamente todo el tiempo. ¿Que Fulanito de Tal perdió a su hija durante la invasión? No se preocupe: en la inmensidad de un territorio norteamericano postapocalíptico, su hija aparecerá tras una esquina como quien se la cruza por el barrio. Así pues, no debería sorprender que la relaciones cambien y dejen de cambiar no en función de una evolución creíble sino más bien con los mecanismos clásicos de un culebrón: «y ahora hagamos que suceda esto, porque creo que a los espectadores les va a gustar que suceda; ya pensaremos después en el porqué; o mejor, distraigamos al espectador para que con el tiempo se olvide de que no hubo un porqué».
«Acamparemos aquí, y los sofisticados alienígenas no nos encontrarán nunca porque nuestra capa de cochambre confunde a sus aparatos de detección».
Las escenas de acción —que, eso sí, hay muchas— son bastante prescindibles: es verdad que al principio de la serie algunas están más o menos logradas (sin lanzar las campanas al vuelo tampoco), pero después, según avanzan las temporadas, se transforman en mero material de relleno que uno puede rebobinar perfectamente porque ya se hace una idea de cómo va a terminar cada batallita. Para que se hagan una idea: en la historia del combate entre humanos y alienígenas se van introduciendo progresivamente más elementos mágicos que en Juego de Tronos, una serie de pura fantasía que sin embargo resulta infinitamente más creíble que Falling Skies. La magia de esos elementos consiste en que la varita mágica de los guionistas los ha puesto allí cuando antes no estaban, solo para que los buenos ganen una vez más. Pero claro, supondría mucho esfuerzo buscar una explicación inteligente para el hecho de que ante unos alienígenas cuya superioridad tecnológica ha acabado con el 90% de la humanidad, haya un puñado de resistentes que aun viviendo en la cochambre hayan conseguido no ya sobrevivir, sino plantar cara e incluso ir procurándose unas condiciones de vida cada vez mejores y diversas victorias frente a los antaño todopoderosos alienígenas. Y eso que los alienígenas parezcan tener la intención de acabar con ellos, pero al parecer no saben muy bien cómo. Creo que el elemento ideológico podría tener que ver con esta inverosimilitud: la serie, a la manera de Independence Day, juega con la idea de que un puñado de buenos americanos —combatientes y patriotas— podrá hacer frente a cualquier cosa —marcianitos incluidos— mientras permanezcan imbuidos por el espíritu revolucionario de los padres fundadores de su nación. Sí, así como suena. No, no me molesta que Falling Skies tenga un más que evidente sesgo conservador-militarista; es más bien que ese sesgo contribuye a profundizar en los defectos narrativos de la serie. Ante la premisa de que los protagonistas humanos (por humanos léase estadounidenses) no pueden perder mientras mantengan ondeando las barras y estrellas en su campamento, no hay guionista que ni queriendo encuentre una salida digna para la historia. Quién sabe, quizá al final los humanos pierdan porque ese día uno de los guionistas se levantó de mal humor a causa de un dolor de muelas, pero descuide: de momento va a tener usted tres temporadas de americanismo triunfante en la mejor tradición de las películas de John Wayne. Con el añadido de que, lógicamente, visto desde el exterior de los EE. UU. este trasfondo de «frente a los marcianos protejámonos con la Constitución» resulta todavía más hilarante. Y todo esto podría haber tenido cierto encanto si lo hubiese protagonizado John Wayne, pero no es el caso. Lo mismo puede decirse del «toque Spielberg» consistente en encasquetarnos por vía parenteral la importancia suprema de la familia en nuestras vidas: suceda lo que suceda, la familia ha de prevalecer.
En fin, son tantas las decepciones que las series de ciencia-ficción me han deparado en la pequeña pantalla, que Falling Skies apenas deja de ser —como diría el mentado Wayne— una muesca más en el revólver. Al final, una buena serie de ciencia-ficción solo necesita lo mismo que cualquier otra serie: buenos guionistas y buenos actores que trabajen con un material medianamente creíble. Véase Battlestar Galactica: con todas sus exageraciones y momentos forzados, aquella sí era una serie donde los personajes y sus relaciones basculaban bien en torno a unas premisas centrales, con buenos diálogos y varias grandes interpretaciones ayudadas por los mismos. Había tantos momentos brillantes que podíamos permitirle hipérboles y licencias; de hecho, no creo que haya grandes narraciones sin hipérboles y licencias en un momento u otro. Pero son el cemento que une los ladrillos narrativos… no los ladrillos en sí, como sucede en Falling Skies. Al parecer, basta con colocar la etiqueta «ciencia-ficción» y soltar un puñado de alienígenas para considerar el producto terminado y listo para la venta. Y lo han vendido bien, así que… quién soy yo para llevarles la contraria.
En fin, Falling Skies le gustará a usted si busca un entretenimiento fácil con el que no pensar (no pensará, se lo garantizo) y relajarse un rato antes de besar la almohada. Aunque puede ser que ni así le guste, porque lo cierto es que ni siquiera es particularmente entretenida. A sus hijos preadolescentes quizá les guste ver a gente pegándole tiros a alienígenas, eso sí. Pero lo repito: son tantas las tonterías y desmanes absolutamente gratuitos que encierra el guión, que terminará doliéndole la cabeza si intenta explicar esta serie a partir de los criterios mínimos de una narración coherente. Por desgracia, incluso nos quitan lo mejor: en Independence Day, al menos, teníamos las secuencias de la invasión. La película era horrenda —hilarante, eso sí— pero la aparición primeriza de los platillos volantes daba para algunas buenas secuencias. En Falling Skies no hay momento de la invasión, sino elipsis narrativa. Se nos resume la invasión con una escena inicial en la que vemos dibujos infantiles y la voz en off de un niño contándonos la llegada de los alienígenas. De lo que no nos avisan es de que el guión iba a estar escrito por ese mismo niño.
Casi toda la crítica se ha puesto de acuerdo para elogiar el último largometraje del mexicano Alfonso Cuarón, y la verdad es que habría que ser muy atrevido para llevarles la contraria, porque la cosa es bien simple: Gravity es uno de los espectáculos cinematográficos más apabullantes que servidor ha visto en bastante tiempo y una de las mejores películas de los últimos tiempos.
Cabe aclarar antes que nada que la he visto al modo clásico, en dos dimensiones: el 3-D me aleja demasiado de la historia que se narra y personalmente prefiero el formato convencional; cuestión de gustos, supongo. Por ello, antes de verla temía que Gravity pudiera haber sido filmada con la mirada excesivamente puesta en el efecto tridimensional, lo cual se nota en su versión bidimensional y arruina un tanto la experiencia en aquellos espectadores que no quieren ponerse gafas. Pero la verdad es que no ha habido nada de eso. Únicamente en las secuencias iniciales se nota el peso de haber filmado de cara a los alardes del 3D. Durante el resto del film, por fortuna, manda la narración sobre cualquier otra cosas y si usted es un espectador clásico al que le gusta ver todo en dos dimensiones, no tema: vaya a verla; no echará de menos el 3D.
El argumento es bien simple y cualquiera que haya visto el trailer se hará a la idea: una astronauta queda a la deriva después de un accidente orbital, flotando en el espacio con lo que parecen muy escasas posibilidades de supervivencia. A partir de ahí contemplamos su angustiosa lucha por evitar un desenlace fatal que parece cantado. Pero sería un tanto inexacto etiquetar esta película como de hard science fiction (lo parece, pero no estoy nada seguro de que sea ciencia ficción) porque sobre todo es una película de suspense y de acción en la más noble acepción del término: suceden cosas todo el tiempo, pero nunca suceden de manera gratuita. Un acontecimiento lleva al siguiente y una secuencia conduce a la siguiente de manera perfectamente natural. Así, pese a que el ritmo de la acción es muy alto —el espectador apenas tiene un respiro en su butaca— la película no se antoja atropellada ni sobrecargada. Al contrario: cada escena cuenta, no hay un minuto de metraje que esté de más, ni se perciben lagunas o irregularidades. La solidez de su estructura sería digna de estudiar en escuelas de cine. Ah, y se agradece, y mucho, que el guión no nos castigue con obviedades, con redundancias y con explicaciones superfluas de esas que tanto abundan en Hollywood. La historia es sencilla, rápida, simple y directa. Y se nos cuenta de manera igualmente directa. Pero se trata al espectador como el ente inteligente que se supone es, al que no hay que estar explicándoselo todo constantemente.
El apartado narrativo y visual es simple y llanamente apabullante. Para empezar, está el increíble pulso con el que Cuarón maneja los tiempos, alternando escenas de acción, de drama, de suspense, de angustia… Su virtuoso manejo de la cámara en secuencias de acción era algo que ya habíamos visto en momento concretos de la magnífica Hijos de los hombres, por ejemplo, pero es que aquí eleva ese virtuosismo al paroxismo. Cuando sucede algo en pantalla, al espectador no se le da tregua, algo muy difícil de conseguir sin sobrecargar el metraje de planos innecesarios, ruidos y estímulos confusos. Cuarón es capaz de tensar el hilo del suspense en apenas unos segundos y poner al espectador al borde de su butaca con una facilidad extraordinaria, ya sea con un gran despliegue de efectos o sencillamente con imaginativos recursos expresivos. Esto es talento para la narración visual pura y dura. Claro, el monumental apartado de efectos especiales ayuda mucho, pero de nada hubiesen servido esos efectos si el director no hubiese sabido planificar las secuencias y los movimientos de cámara con semejante maestría, o si la película no hubiese sido escrita y producida con inteligencia y saber hacer. Un ejemplo: Cuarón no se vale únicamente de los FX, sino de tácticas como una hábil manera de alternar la visión subjetiva del personaje principal con la visión objetiva de la cámara externa a él: a veces somos observadores, a veces lo vemos todo a través de los ojos de la protagonista… nadie nos avisa del cambio, pero lo entendemos perfectamente y jamás nos parece forzado. Una delicia. En esto y en casi todo lo demás, Gravity es un ejercicio de virtuosismo de Cuarón y de todo el equipo que ha participado en el film.
Decimos que es magnífica en cuanto ejercicio de narrativa directa, de suspense, de acción y de espectáculo, pero como contrapunto no posee un valor estético particularmente descollante. Entiéndaseme: si bien es verdad que el apartado visual impresiona, y mucho, lo hace más por lo espectacular de las perspectivas y los efectos que por el cuidado de la imagen como un arte en sí. Dicho de otro modo: Gravity nos muestra a un Cuarón genial en lo narrativo y apabullante en cuanto a sabiduría técnica, pero esta es una película poco pictórica. No lo digo como comentario negativo; no tendría por qué ser pictórica, eso está claro. Es otro tipo de film. Sencillamente, dentro de su grandeza, le falta (y siempre a mi juicio) ese elemento estético que la convierta en un puntal artístico. Es posible, y solo posible, que en el futuro se vea esta película más como un escalón importante en el progreso de las técnicas visuales que como una obra de arte en sentido amplio del término. Y tampoco tendría por qué serlo: Cuarón juega aquí a sumergir al espectador en un viaje angustioso; sabe perfectamente que Gravity es una película que nadie volverá a disfrutar tanto como la primera vez que la ve, porque es una película efectista (una vez más, ¡en el buen sentido del término!) y en cierto modo es como un rifle con un solo cartucho, que nunca nos volverá a herir igual… pero su primer y único disparo es verdaderamente apoteósico. Eso sí, siempre podremos verla una y otra vez para descubrir los laberínticos recursos narrativos de un Cuarón en estado de gracia, que aquí más que nunca se está destapando como un visionario.
Dicho esto de que la acción es lo que manda, la película no carece completamente de poesía (¡ese magnífico final!) pero por suerte la que hay cae por su peso, no se nos arroja a la cara gratuitamente. Incluso podría decirse que el único elemento melodramático metido más o menos con calzador en el argumento —lo del recuerdo a la hija de la protagonista, quien lo haya visto sabrá a qué me refiero— termina acomodándose bien en la historia y en ningún momento llega a arruinar la marcha del film, al contrario de lo que sucede en tantas otras películas. Alfonso Cuarón ha logrado evitar el gran error que cometerían muchos otros directores en su situación: ha evitado la tentación de ponerse excesivamente trascendente y ha dejado que sea la propia historia, en su versión más simple, la que despierte en los espectadores esa sensación de trascendencia que el guión no introduce artificialmente. En esta misma línea, el bellísimo mensaje del film, su moraleja final, está expresado con una sutileza tal que realmente llega a emocionar tanto o más por cómo ha sido expresado que por lo que significa en sí mismo. Gravity es un triunfo para Cuarón tanto en lo que ha hecho bien como en lo que ha dejado de hacer mal. No ha pecado ni por defecto ni por exceso.
Para colmo, me ha sorprendido muchísimo la interpretación de Sandra Bullock, una actriz por cuyo trabajo nunca había sentido el menor interés, al menos hasta ahora. O, dicho de manera más franca: lo cierto es que no esperaba que fuese capaz de ofrecer un recital semejante. Porque es ella quien se carga la película a las espaldas —George Clooney es un eficaz acompañante, pero eso: un mero acompañante— y, casi milagrosamente, no peca nunca ni por defecto ni por exceso. Es más, en algunos momentos está verdaderamente sublime, algo que he de confesar no tenía planeado contemplar. Por ejemplo: el primer instante en que la vemos a la deriva tras el accidente… su mirada es una impresionante combinación de confusión y pánico que inmediatamente hace comprender al espectador en el plano emocional en el que se mueve. No he visto todas las películas anteriores de Sandra Bullock (ni ganas) pero me sorprendería encontrar otra donde su trabajo raye a semejante nivel. Y dada la enorme importancia de su personaje, no podemos infravalorar la aportación fundamental que Bullock ha hecho para que la película termine de ser redonda. No todo son efectos visuales ni golpes de talento de Cuarón: hay momentos en los que ella debe mantener el nivel únicamente con su interpretación, y para mi asombro, ¡lo consigue! Quizá es que nunca le presté suficiente atención o quizá es que aquí se ha encontrado a sí misma como nunca antes.
Por ponernos puñeteros y señalar un minúsculo defecto: los diálogos del film raras veces están a la altura de la tremebunda narración audiovisual en que se encuadran. Hay excepciones; seguramente la secuencia en que Bullock habla en soledad ante una radio sea la más señalada. Pero bueno: Gravity no es una película de muchos diálogos, así que el detalle tiene más bien poca importancia.
En resumen: por una vez los efectos especiales y los recursos tecnológicos han sido puestos total y completamente al servicio de la historia que se narra, y no a la inversa. Gravity es cine con mayúsculas y directamente humilla espectáculos vacuos y estúpidos como Avatar o Prometheus. Dudo que haya muchos espectadores que no vayan a sentirse como en un carrusel mientras ven Gravity, aunque no sean aficionados a la acción o a la ciencia ficción (aunque no sabría si colocar este film más en la primera categoría que en la segunda). Quizá no sea el cine más conceptualmente profundo, ni el cine más estético en el sentido clásico, ni el cine más complejo argumentalmente, ni el que está más cargado de reflexiones humanas o filosofía. No son esas sus virtudes ni tendrían por qué serlo tampoco, ya que este es un film de acción y entretenimiento, nada más. Pero sí puede decirse una cosa con total seguridad: este mismo argumento, el que se narra aquí en toda su sencillez, muy difícilmente podría haber sido mejor y más brillantemente narrado. Porque esto es cine con mayúsculas.
Ya lo sabemos: en noviembre de 1963, hace cincuenta años, el presidente de los Estados Unidos, nada menos, era tiroteado hasta la muerte en Dallas. Cuando recordamos aquel hecho, sobre todo quienes no vivíamos aún, tendemos a relacionarlo con multitud de otros sucesos políticos y sociales. Pero no lo conectamos mentalmente con el entorno cultural del momento. Así que sería buena idea recordar, con la ayuda de ese archivo de la memoria llamado YouTube, cosas que sucedieron ese mismo año en cine, música o televisión. ¿Qué era lo que veía en 1963? ¿Qué música escuchaban? Tratemos de seleccionar algunas cosas, solo algunas, como parte del cuadro en el que, de repente, salpicó el rojo de la sangre del mandatario. Cultura de masas, fundamentalmente, o en algunos no caso no tanto… pero también dignas de mención.
Para empezar, como bien sabemos por la infinidad de recordatorios y referencias al aniversario que están teniendo lugar, 1963 fue también el año de la Beatlemania. El mismo día del tiroteo en Dallas salió al mercado el segundo álbum de The Beatles y una semana después, el single I want to hold your hand empezaba su rápida escalada al número uno en los Estados Unidos. Era la llegada de una nueva época: la juventud seguía ansiosa por conocer nuevas sensaciones y el pop melifluo de principios de la década no había satisfecho esos requerimientos. Porque los todavía jóvenes ídolos de la casi extinta oleada rock estaban fuera de juego por motivos diversos: algunos como Eddie Cochran o Buddy Holly habían fallecido, otros tenían problemas personales como Jerry Lee Lewis, Little Richard o Gene Vincent, otros incluso habían visto cómo sus canciones tenían más éxito en boca de cantantes más comerciales que les robaban su cuota de público mayoritario, como le sucedía a Fats Domino. Y el máximo responsable de la popularidad del rock & roll, Elvis Presley, se había convertido en una figura tan popular y se había acomodado tanto a una imagen más estandarizada que había perdido buena parte de su poder de excitación a ojos de nuevos adolescentes, para quien Elvis era una «antigualla» más del gusto de sus hermanos mayores. Películas como Fun in Acapulco, de aquel mismo 1963, no eran exactamente el medio indicado para que la juventud se viese reflejada en Elvis, especialmente teniendo en cuenta que él mismo había rodado largometrajes bastante más interesantes no mucho tiempo atrás:
Así que puede negarse, por más que los Beatles también hubiesen ablandado su imagen de cara al mercado casi antes de empezar a dar el salto, que su música era bastante más vibrante y contagiosa que la mayor parte de la que Elvis estaba grabando por entonces como bandas sonoras de sus decepcionantes ejercicios de recaudación monetaria en Hollywood. Hay a quien no le gusta esta etapa temprana de la banda, pero a mí, la verdad, me parece excelente.
Más productos de masas, aunque ahora —supongo— de menos calidad. En 1963 se estrenaba en Estados Unidos el culebrón (o más bien anaconda) General Hospital, que merece figurar aquí aunque solo sea porque a día de hoy, ¡se sigue emitiendo! No es broma. Y lleva la friolera de ¡más de 12.000 capítulos emitidos! Me gustaría desafiar a uno de esos fans enciclopédicos de Star Trek a que se aprenda todos los datos de Trivial de esta interminable serie, pero dudo que haya ningún ser humano con capacidad cerebral para almacenarlos todos. Hasta Sheldon Cooper se pondría nervioso ante la perspectiva. Eso sí, me gustaría saber si existe alguna persona viva que haya visto la serie desde sus comienzos: ni la Biblia, ni El señor de los Anillos, ni En busca del tiempo perdido, ni nada. ¡General Hospital sí que es una experiencia épica!
Aparte de la Beatlemania, otro tipo de revolución juvenil estaba en mantillas pero dando ya muestras de fuerza: la canción protesta y los movimientos contestatarios. El folk concienciado y concienzudo de Bob Dylan pegó muy fuerte aquel año, el siguiente a su debut. Su segundo disco hizo de él una celebridad, especialmente gracias al himno Blowin’ in the wind, pero no era ni mucho menos la única canción memorable que Dylan estaba aportando al mundo por entonces, como prueba esta Don’t think twice it’s alright de la que se han hecho infinidad de versiones. Me gusta particularmente la fantástica interpretación que por lo general hace Eric Clapton… como suelo decir, uno se da realmente cuenta de lo buenas que son las canciones de Dylan cuando otros se las llevan a su terreno y les sacan todo lo que quedaba de jugo.
1963 fue también un buen año para el cine. El británico Alfred Hitchcock, ya establecido como director estrella en los estudios estadounidenses, estrenaba Los pájaros, una inquietante fábula de ambiguas lecturas que supuso un shock en la época (y eso que el estudio se negó a filmar el tétrico y desesperanzador final que el malévolo Hitch había tramado). Sin duda alguna, una de las películas más influyentes en el cine de terror y un film cuya extraño argumento no pierde vigencia por mucho tiempo que pase desde su estreno. Obra maestra absoluta.
Además de por Kennedy, los estadounidenses también estaban de luto a causa la muerte de Patsy Cline y otros artistas de country en un accidente aéreo que recordaba muy mucho al de «el día en que la música murió» de 1959. Por otra parte, sin embargo, había buenas noticias en el género: por ejemplo, Johnny Cash se decidió a grabar un tema que su mujer le había dedicado a él pero que había sido inicialmente grabado —sin ningún éxito— por Anita Carter, cuñada de Johnny. En su voz se convirtió en un hit que permitió al hombre de negro colarse en el top-20 americano.
La música campestre estadounidense tuvo un buen año aunque en general triunfaba la versión más amable de la misma. Uno de los mayores éxitos de la temporada —y no solamente en las listas country— fue la muy característicamente ligera y no obstante inolvidable Walk right in de los entrañables The Rooftop Singers. Un buen tema que tiene más chicha de lo que parece a primera vista (obsérvense esos guitarrazos a lo Everly Brothers).
En un registro muy distinto, el jazz seguía evolucionando por sus propios cauces aunque 1963 fue quizá un año extraño y de cierta inseguridad creativa para no pocos de los grandes nombres de la escena. Miles Davis, dubitativo, publicaba un disco (Seven steps to heaven) en cuya grabación se mostró descontento y que nunca gozó de la reputación de muy recientes obras maestras suyas como Kind of blue o Sketches of Spain. Por su parte, se decía que el imprevisible Thelonius Monk parecía estar llevando su habitual excentricidad hasta los límites del mero desequilibrio mental. Desde luego parecía menos productivo: se dedicaba a rehacer antiguos temas propios con arreglos que en ocasiones confundían a sus propios músicos. Y otro excéntrico pianista, Sun Ra, grababa un indescriptible álbum con el muy elocuente título de Cosmic tones for mental therapy. Un experimento esquizoide que por descontado no sería editado hasta varios años después, ya en plena era del LSD, cuando la gente estaba algo más preparada para recibir semejante artefacto. O, ¿se imaginan a un fan de The Rooftop Singers tratando de digerir semejante locura? Así que, en plena Beatlemanía, Sun Ra flotaba por el espacio sideral anticipándose a la explosión de la psicodelia. Un disco que es de difícil escucha —para qué negarlo— pero que, le guste a usted o no, fue pionero de toda una revolución que estaba a punto de producirse. ¿Una genialidad? Yo creo que sí, aunque hay quien piensa muy distinto. Por si quieren ustedes saber de dónde salieron los Pink Floyd de Syd Barrett.
1963 fue también el año en que se formó el legendario equipo de compositores de la discográfica Motown, la primera gran empresa dirigida por negros en la todavía muy racista América del norte. Hablo de los hermanos Brian y Eddie Holland, junto con Lamont Dozier, quienes empezaron a escribir éxitos como quien fríe croquetas en serie. La compañía llevaba ya tiempo funcionando, pero aquel año inició su legendaría política de «cadena de montaje», transformándose en una auténtica factoría donde todos —incluyendo a las estrellas, que no dejaban de ser también empleados sometidos a una dura disciplina— trabajaban a destajo para intentar producir cuantos más éxitos mejor. En esta época se produjo el ascenso de Marvin Gaye. Otro ejemplo de esta nueva política industrial y del saber hacer comercial del nuevo equipo de compositores fue Heat Wave, un gran éxito de Martha & The Vandellas:
El cineasta y productor Roger Corman, también especializado en parir películas como churros —aunque en su caso se conformaba con éxitos más modestos— tuvo un año particularmente inspirado. Creó filmes tan memorables como El cuervo o como la oscura X: The man with the X-Ray eyes. Esta última, protagonizada por Ray Milland, narraba la historia de un hombre que a resultas de un experimento podía ver a través de la materia. Primero se divertía viendo la ropa interior de las señoritas, pero más adelante… En fin, quien tenga la edad suficiente podrá recordar el trauma que bastantes años más tarde, nos produjo a muchos niños la emisión de esta película en horario infantil (¡Dios bendiga a quien tuvo la idea!). Para mí, al menos, ver aquel largometraje fue toda una experiencia que llevo grabada a fuego. Muy particularmente esa aterradora, impresionante escena final que aunque nos hizo tener pesadillas recurrentes durante meses o incluso años, ¡es una sensación que ahora no cambiaríamos por nada! Incluso viendo ahora esa secuencia, décadas después, noto retazos de aquel irracional terror infantil. No la pongo aquí para no estropeársela a quienes no la hayan visto, pero les diré que no creo perjudicial que los niños, a cierta edad, descubran aspectos escabrosos del mundo con películas como esta. Ya saben: Si tus ojos te escandalizan…
Volviendo a la música negra, no todo era la elegancia industrial de Motown. James Brown estaba cimentando su gran estrellato a base de soul sudoroso con una fuerte base blues. Aquel año grabó el primero de sus dos directos en el teatro Apollo, catedral de la música negra (el otro directo, de 1968, sería aún más legendario), de donde seleccionaremos un tema. Aunque no sería hasta 1964 cuando empezara a jugar a la alquimia con su música, introduciendo los primeros elementos de una de las revoluciones más importantes de la música del siglo XX: la creación del funk como un estilo independiente, algo que Brown estaría cociendo en el horno durante algunos años hasta que en 1967, con canciones como Cold sweat, estuviese ya completamente terminado, para terminar de alcanzar la perfección química en 1970. Pero el James Brown de 1963 todavía seguía los cánones del soul imperante, aunque destacaba por sus interpretaciones pasionales y su entrega:
Federico Fellini se llevó glorias, premios, éxitos y parabienes de todo tipo gracias a una de sus obras maestras, 8½, un film de tintes supuestamente autobiográficos donde Marcello Mastroianni ejercía como Sosias del propio Fellini. Los escarceos del director con el surrealismo y algunos otros aspectos idiosincrásicos del film le hicieron dudar de que pudiese repetir el éxito internacional de La dolce vita, pero no solamente lo consiguió sino que se llevó entre otras muchas distinciones el Oscar a mejor película de habla no inglesa. En fin, para qué decir más, otra obra maestra absoluta de 1963.
Aunque con la excepción de los artistas brasileños no soy muy aficionado a la (creo yo) mal llamada «música latina», en 1963 el gran Tito Puente publicó un himno universal que algunos únicamente descubrimos gracias a la versión que grabaría Santana en su extraordinario álbum Abraxas.
Por entonces en España, como de costumbre, las cosas llegaban tarde y mal, caso del rock & roll. Bajo el reinado —porque era un reinado— de un señor llamado Franco que quería seguir mandando a toda costa para vivir bien, se potenciaba los sonidos autóctonos por mera cuestión de identidad nacional, sin importar cuánto merecían ser potenciados o no. Pero lógicamente no se podía evitar que los ecos del extranjero llegasen a nuestro país y algunos rockeros de pro como Miguel Ríos comenzaban en aquellos años. En 1962 había tenido un gran éxito adaptando Popotitos de los mexicanos Teen Tops, bajo cuyo estúpido título en castellano se escondía la inmensa melodía de la inmortal Bony Maronie de Larry Williams. O sea, una canción que ya tenía más de un lustro de antigüedad. Ríos la interpretaba muy bien y en los setenta incluso la tocaba con intro pseudo-prorgresiva, aunque creo que estaría de acuerdo conmigo en que nadie, ni siquiera el autor original, podía hacerla como La Voz, Su Majestad Little Richard. No he encontrado la versión de Ríos en Youtube, salvo en interpretaciones posteriores, pero creo que para ilustrar bien nos vale la de nuestros primos hermanos mexicanos:
Otro de los grandes films del año fue La gran evasión, acerca de los intentos de un grupo de oficiales aliados por escapar de un campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Con un reparto de primer nivel, un guión vibrante, acción constante y mucho, mucho entretenimiento de calidad, es la clase de película que resulta imposible de olvidar una vez vista (y, ¡esa música que se te clava en el cerebelo!). El film, sobre todo, ayudó a consolidar a Steve McQueen como icono de la pantalla gracias a aquella imagen de rebelde cínico y solitario que siguió cultivando en años posteriores. Imprescindible.
1963 sería también recordado por el batacazo casi letal que la 20th Century Fox se pegó con el grandilocuente film Cleopatra. En 1945 se había estrenado una película similar con la bella pero recatada Vivien Leigh en el papel de la reina egipcia. En 1963, sin embargo, se buscaba no solamente reeditar el cine de masas de la Edad Dorada de los estudios, sino también sacar jugo al potencial erótico de la superestrella Elizabeth Taylor, que nunca antes había sido filmada de aquella manera tan explícita porque solía se considerada un sex symbol elegante. Hubo secuencias de Cleopatra, de hecho, que fueron cortadas en la sala de montaje a causa de su enorme carga sexual y el público de la época se quedó sin ver algo tan inédito como el culo de la actriz de medio lado (algo muy, muy atrevido entonces, no olvidemos que otro sex symbol, Elvis, estaba rodando peliculitas más bien inocentonas y que Marilyn Monroe no había llegado a tanto). Sea como fuere, en mi opinión Taylor encajaba mejor como Cleopatra que Vivien Leigh precisamente a causa de esa carga sexual que pegaba más con la leyenda. Taylor y otros reclamos como la monumentalidad del film o su rico reparto funcionaron muy bien en taquilla, pero la película terminó perdiendo una fortuna y casi arruinando al estudio. Se habló mucho de que los caprichos de la voluble Liz Taylor habían contribuido al desastre, pero como de costumbre la verdadera explicación no era tan divertida: simplemente se les había ido tanto la mano con el presupuesto que hubiesen necesitado un éxito verdaderamente monstruoso para hacerla rentable. Y tuvo éxito, pero no el suficiente. Piensen, por ejemplo, que secuencias como la que sigue las hicieron sin ayuda de ordenadores… lo dicho: un puñetero dineral.
La serie de televisión El fugitivo, protagonizada por el carismático David Janssen —a mucha gente no le suena su nombre hoy, pero en su día fue una superestrella— se estrenó en 1963 y convirtió en un inmediato hit internacional, narrando las aventuras de un médico condenado a muerte, Richard Kimble, que intenta probar su inocencia antes de que lo capturen. Espectadores de medio mundo simpatizaron con el pobre doctor Kimble y quedaron pegados a la pantalla para averiguar en qué terminaba la cosa.
En España, mientras tanto, se publicaba el disco de unos tales Chiquitos de Algeciras, dos jóvenes hermanos que bajo ese nombre quizá no nos suenen demasiado. Pero uno de los dos hermanos, el que tocaba la guitarra influido por monstruos como Sabicas o el Niño Ricardo, no tardaría en llamar la atención por su virtuosismo y en alcanzar el estrellato. Hablamos, cómo no, de Paco de Lucía.
Blake Edwards sorprendió al mundo con su nueva comedia, The pink panther. O más bien quien sorprendió fue el inefable Peter Sellers gracias a su hilarante interpretación del inspector Clouseau, un policía francés de intelecto rayano en la incapacidad y de una personalidad cómicamente estirada. Aunque su papel era teóricamente el de sidekick gracioso para el protagonista David Niven, Sellers enamoró de tal manera al público que en la secuela fue ya el protagonista absoluto, y muy merecidamente. También resultaban muy impactantes los títulos de crédito iniciales: la absolutamente increíble música de ese genio llamado Henry Mancini y un personaje animado tan carismático que terminó teniendo una serie propia de dibujos animados e incluso una malévolamente deliciosa franquicia de insalubres pastelitos industriales.
En otro ámbito, también en la música clásica estaban pasando cosas, incluso entre compositores ya ancianos. Igor Stravinsky continuaba experimentando con métodos de escritura serial y otras técnicas compositivas cuyo resultado puede dejarnos un tanto perplejos —aunque al lado de lo que hacía Sun Ra, claro, sonaba casi convencional e inteligible— y que admito que me producen bastante menos impresión que las grandes obras de su etapa más romántica como El pájaro de Fuego. Con todo, su nueva obra de inspiración bíblica —como este Abraham e Isaac— puede resultar indigesta para quienes no conseguimos conectar, aunque por momentos contenga retazos del anterior Stravinsky, el que iba más dirigido al corazón que a la cabeza. No se sienta usted culpable, amigo lector, si decide detener el video porque le está dando migraña.
Ese mismo año, el mundo estaba a punto de ser asaltado por una de las tonadas definitivas del siglo XX: Garota de Ipanema. Aunque fue compuesta en 1962 y popularizada en 1964, el tema fue grabado precisamente en 1963, unos meses antes del asesinato de Kennedy. Por cierto, si tenía usted curiosidad por saber quién era la mil veces nombrada «chica de Ipanema» (tal vez la mujer sin aparente nombre más famosa del siglo), se trataba de la modelo Heloísa Menezes, más conocida por el sobrenombre de Helô Pinheiro.
También por entonces se estrenó en el Reino Unido la serie de ciencia ficción Doctor Who, y con sus debidos paréntesis ha tenido una larguísima vida, cimentando un enorme prestigio a lo largo de décadas. Vean la intro original, con una música adelantada lustros a su tiempo y una estética de oscurantismo minimalista que debía resultar verdaderamente impactante para los espectadores de 1963.
El gran Billy Wilder retornaba a las pantallas con Irma la dulce, un buen film y exitoso en su momento, pero que para mi gusto palidecía un tanto en comparación con sus dos anteriores obras: la inmortal El apartamento y también con la entonces incomprendida Un, dos, tres, cuyo alocadísimo ritmo era tan excesivo que no fue bien recibido por el gusto imperante en 1961 (por mucho menos, Dr. Strangelove, que Stanley Kubrick estrenó en 1964, es considerada una comedia rompedora para su tiempo). Irma la dulce era un retorno de Wilder a la comedia romántica de el El apartamento con idéntica pareja protagonista —Jack Lemmon y Shirley MacLaine— aunque ni mucho menos con la misma magnitud artística. Pero es una película muy apreciable de todos modos.
También en España tuvimos nuestra ración de obras maestras cinematográficas. El verdugo fueuna de las grandes obras del que para mi gusto y en sus mejores momentos tal vez haya sido el mejor director español de la historia junto a Luis Buñuel: su tocayo Luis García Berlanga. Muy heredera del realismo italiano pero también repleta de los giros personales del genial tándem Berlanga-Rafael Azcona, era una muestra más de cómo se las arreglaban para colar temas muy, muy duros en su cine sin que la censura franquista cayese en la cuenta de que lo mejor (para la intención de los censores) hubiera sido prohibir una película que hacía pensar, y mucho, a quien estuviese dispuesto a pensar. Habla del hijo de un verdugo a quien le supone un serio problema moral heredar la profesión de su padre ya jubilado, y dedicarse también a ejecutar sentencias de muerte. Protagonizada por el italiano Nino Manfredi, por una Emma Penella a la que desgraciadamente hemos perdido hace poco (gran, gran actriz que mucha gente redescubrió gracias a las series de TV) y por ese monstruo de la interpretación nunca lo bastante ponderado que era Don Pepe Isbert. No se pierdan los impresionantes diálogos de la siguiente secuencia, con frases tan repletas de sutil mala leche como: «Que le avisan que tiene que ir a matar a uno, y esto nos pasa ahora, que vivíamos tan felices», «No hagas caso, que lo indultan, la de viajes que he hecho yo en balde», «En Palma de Mallorca… allí no he “actuado” yo, si no te daba una tarjeta». Qué cine se hacía aquí por entonces.
Ha sido una pequeña muestra nostálgica, modesta, muy de domingo… pero francamente, no tenía demasiadas ganas de hablar de las conclusiones de la Comisión Warren. Hay cosas mucho más interesantes: ¡donde esté un hombre con rayos X en los ojos…!
Hablar de A love supreme es hablar no solamente de un disco, sino de toda una experiencia que va más allá de la música, que tiene un trasfondo espiritual sin el que resultaría imposible entender lo que sin duda es una de las obras cumbres del jazz. Quien piense que un disco de jazz instrumental se limita a ejercicios estrictamente musicales, a acordes y escalas, debería sumergirse a fondo en esta obra para descubrir que un disco de jazz puede ser tan complejo intelectual, emocional y espiritualmente hablando como una película o incluso como un libro.
La música de John Coltrane no siempre es la más fácil o asequible, especialmente para quien no esté nada familiarizado con su discografía. Pasar de un álbum de Coltrane a otro es como cambiar de la noche al día, especialmente en el trabajo de sus últimos años. Incluso considerando que su carrera en solitario fue desgraciadamente breve, Coltrane fue derivando mucho en su estilo, una deriva tanto más veloz cuanto más nos acercamos al momento de su temprana muerte. Esta evolución resulta incluso más fascinante en cuanto notamos que lo estrictamente musical —sí, incluso las escalas y los acordes— se veía directamente afectado por la evolución espiritual e intelectual estrictamente extramusical de su autor.
El estilo del Coltrane de los primeros años, cuando todavía tocaba en bandas ajenas, tomó forma gracias al be bop de los años cuarenta: cuando escuchó a Charlie Parker su mundo dio un vuelco y la enorme influencia de Parker siempre estuvo presente durante aquellos primeros años. A esa influencia se le sumó, durante la década de los cincuenta, el trabajo codo a codo con monstruos del calibre de Miles Davis y Thelonius Monk. En aquella década el be bop ya no era la vanguardia, sino un paradigma bien asumido y establecido, así qie Coltrane comenzó a abrirse a distintas influencias, a investigar, a leer, a apreciar músicas más allá del jazz y más allá de la música norteamericana. Se preocupó por conocer músicas del mundo, muy particularmente los sonidos africanos y asiáticos.
Con la llegada de los años sesenta, muchos jazzmen comenzaron a experimentar buscando nuevos caminos y Coltrane no fue ajeno a esta tendencia. El revolucionario cambio de década coincidió con su lanzamiento como artista en solitario: en sus últimos seis o siete años de vida pasó de interpretar un jazz más o menos cercano a la convención a realizar algunas grabaciones de vanguardia extrema que incluso dejaban perplejos a los músicos que trabajaban con él y que nosotros, mortales, jamás podríamos comprender lo suficiente como para estar seguros de si tienen algún sentido y si Coltrane había alcanzado nuevos estados de consciencia musical, o si sencillamente había perdido el norte en lo afanoso de su búsqueda. Quien se haya enfrentado a un disco como Ascension sabrá a lo que me refiero: es difícil afirmar sinceramente que uno ha disfrutado con todo el contenido de ese álbum, incluso habiéndolo intentado repetidamente. Hay gente que afirma disfrutarlo, es cierto, pero no es mi caso y puedo suponer con bastante tranquilidad que es el caso del 99% de la gente. El Coltrane de los años sesenta abrió tanto su abanico de sonidos que por momentos llega a resultar completamente desconcertante.
Pero A love supreme, producido justo a mitad de aquella década, es una cosa completamente distinta. Editado en 1965, un año antes del mencionado Ascension y dos años antes de su muerte, muestra a un Coltrane que no pone el afán vanguardista por encima de todo. A love supreme no es un mero experimento musical sino que se supedita a la transmisión de un mensaje directo, un mensaje extramusical, un mensaje espiritual. Al contrario que locuras como Ascension, A love supreme está dentro de los límites de lo que casi cualquier oyente puede comprender a poco que preste atención. De hecho existe un consenso bastante amplio en que A love supreme es una obra maestra absoluta. Fue grabado en un punto justo de ebullición de la evolución musical de Coltrane. Dividido en cuatro movimientos —como un concerto clásico— está en realidad bastante cercano a la ortodoxia, al menos contemplado desde hoy. En este disco Coltrane se preocupa menos de los ejercicios de virtuosismo interpretativo o de los experimento sintelectualizados, y más de la composición, de la estructura de la obra en sí. Probablemente sea este su álbum más redondo como obra de conjunto.
Pero quizá lo más fascinante de A love supreme, además de su profundidad musical, es la sorprendente cantidad de conceptos y mensajes que encierra. Especialmente tratándose de un disco en el que no hay letras (o mejor dicho, en el que solamente se pronuncian tres palabras al final del primer movimiento). Quizá a algunos la expresión «disco conceptual» les sonará altisonante y pretenciosa, pero lo cierto es que A love supreme no solamente es un disco conceptual: es una profesión de fe. Literalmente. Tras una larga lucha con el alcohol y la heroína —la conducta errática de Coltrane durante los cincuenta provocó incluso que Miles Davis llegase a despedirlo de su banda—, el saxofonista tuvo una experiencia espiritual en 1957. O como él la llamó, un «despertar espiritual», del que resulta difícil conocer detalles concretos pero que sabemos marcó un definitivo punto de inflexión en su existencia. A raíz de esa experiencia mística, Coltrane dejó el alcohol y la heroína. Comenzó, según sus propias palabras, una vida «mejor y más productiva». Se convirtió en creyente, aunque no seguía exactamente los dictados de ningún dogma concreto («creo en todas las religiones») y profesaba un cristianismo ad libitum que tomaba influencias de otras muchas creencias no cristianas. Desde aquel 1957 de su conversión, Coltrane se dedicó a leer y coleccionar una gran cantidad de libros sobre religión y espiritualidad de diversas partes del mundo, en el intento de elaborar un sistema de creencias propio que se ajustase a su personalidad. Es exactamente el mismo proceso de investigación y estudio sobre músicas del mundo que, paralelamente, estaba llevando a cabo en su ámbito profesional.
Portada de A Love Supreme, una de las obras magnas del jazz..
Ambos procesos de estudio, el espiritual y el musical, confluyeron finalmente a finales de 1964 cuando tras varios años de búsqueda espiritual Coltrane se encerró con su cuarteto en un estudio para registrar lo que, según sus propias palabras, era una «declaración espiritual». Dio salida a sus inquietudes religiosas en una grabación insólita que sorprendió incluso a quienes participaron en ella. Coltrane hizo bajar la luz en el estudio hasta que fuese tan tenue «como en un club nocturno» según recordaría su pianista, o quizá más bien como en un templo. Entró al estudio con su nueva obra perfectamente planificada de antemano, y sin embargo apenas les daba indicaciones verbales a sus músicos. Dejaba que fuese la química adquirida por la banda a lo largo de varios años la que funcionase por sí sola.Había pocas órdenes, pocas directrices, y para ponerse de acuerdo los músicos se valían constantemente de la «comunicación no verbal». Porque Coltrane se mostraba pacíficamente circunspecto, meditabundo. «Perdón», decía humildemente al equivocarse de nota durante una toma, como si él fuese un mero empleado a sueldo y no el famoso líder de la banda.
La grabación fue una curiosa combinación de planificación previa e inventiva improvisada. Por un lado los solos de piano, de contrabajo o de batería eran improvisados. Pero por otro, una de las pocas indicaciones explícitas que recibieron los músicos de Coltrane a la hora de improvisar fue que respetasen la estructura interna de cada uno de los cuatro movimientos, una estructura ya determinada por él de antemano. Coltrane empezó a hacer cosas con su saxofón que no había hecho antes, pero sus músicos se dieron cuenta de que en realidad el famoso improvisador nato no estaba improvisando. Durante sus propios solos, Coltrane utilizaba elementos musicales muy concretos en momentos muy determinados, y no en otros, y lo hacía de acuerdo a unos patrones muy evidentes e inusuales en su estilo. Sus solos seguían una estructura que determinaba, o se dejaba determinar, por la estructura concreta de cada movimiento. ¿Por qué? Pues bien, porque John Coltrane estaba construyendo sus solos a base de elementos puramente musicales que hacían referencia, no obstante, a elementos extramusicales comounas simbologías religiosas y espirituales muy concretas de las que después hablaremos.
El disco, pues, contiene mensajes ocultos y revelaciones sorprendentes que pueden llegar a poner los pelos de punta cuando finalmente las descubrimos (muy particularmente en lo referente al cuarto y último movimiento, como veremos). Cuando se habla tanto de novelas fantasiosas como El código Da Vinci, lo cierto es que en este ábum tenemos un verdadero «código John Coltrane». Así, como suena. El legendario saxofonista incluso cuidó detalles de la carpeta del disco —como el texto impreso en ella— por los que nunca se había preocupado antes y por los que no volvería a preocuparse demasiado después. Está claro que consideraba este álbum como algo distinto, como una obra extremadamente personal, como un diario abierto a todos los oyentes. Incluso para quienes no compartimos su fe en un ente superior, la descarnada sinceridad religiosa de Coltrane nos resulta por momentos abrumadora. Ni siquiera resulta difícil imaginar a un ateo empedernido soltando alguna lágrima cuando llega a captar el significado espiritual tan profundamente fundamental para comprender varios de estos pasajes musicales. Porque son pasajes que rebosan sinceridad. Sí, A love supreme es un disco complejo, interpretable de mil maneras como corresponde al trabajo puntero de un genio. Pero al mismo tiempo destila una honestidad simple, limpia y casi podría decirse que enternecedoramente infantil.
Como decíamos, una parte mayoritaria de los fans de Coltrane citarían A love supreme como su mejor disco y desde luego él lo consideraba como el más importante de su carrera. Quizá introducirse por primera vez en A love supreme pueda resultar farragoso, al menos en un principio, y más cuando un humilde articulista va a intentar resumir su esencia mediante un pobre lenguaje verbal que jamás podría hacer honor a lo que suena aquí. Pero garantizo que sumergirse en este álbum, al final, siempre va a merecer la pena. Es como una película cuyo argumento no entendemos al principio, pero cuyo final nos dejará aturdidos y sobrecogidos. Lo cierto es que, como muchas grandes obras, este disco requiere dedicación y paciencia. Y como toda gran obra, lo recompensa con creces. A fin de cuentas estamos hablando de un acto de amor supremo.
1. Acknowledgement
El primer movimiento de A love supreme nace en el éter, flotando, con una introducción atmosférica: apenas medio minuto para situar al oyente en un estado de alerta. Suena un gong: Coltrane estaba estudiando sonoridades asiáticas, cuyo eco aparecerá algunas veces en este disco, y ese gong es como el inicio de una ceremonia religiosa en algún tempo remoto. En dicha introducción el saxofón frasea con la cadencia de un predicador que requiere la atención de su congregación. Coltrane, de hecho, utiliza premeditadamente entonaciones típicas del discurso de los pastores evangélicos con los que había crecido. No será la única vez en el disco que su instrumento construya prosodias casi idénticas a las de una prédica religiosa; de hecho, esa será la característica predominante de varios de sus solos.
Tras esa fugaz introducción, comienza a sonar el contrabajo, jugueteando con cuatro notas (0:32). A la primera escucha, estas cuatro notas podrían parecer una sencilla base sin más sobre la que desarrollar el movimiento. Pero no. Son algo distinto. En realidad esas cuatro notas son la frase principal del primer movimiento, algo que solamente averiguaremos casi al final. Es la frase musical más importante del disco; las cuatro notas que lo definen. En esas cuatro notas se encierra una revelación. Pero no nos adelantemos. Limitémonos a mantenerlas en la memoria.
Una percusión discreta y un piano que acentúa suavemente el ritmo servirán como base para que Coltrane se arranque con una melodía que, una vez más, imita las modulaciones de un predicador (1:03). Su banda estará tocando jazz, pero él interpreta una música distinta. Esa melodía empieza a descomponerse progresivamente a partir de la segunda vuelta (1:20), arrastrándonos inadvertidamente hasta el momento en que deja de ser fácilmente tarareable. Es como un predicador que va acercándose al éxtasis: cuando queremos darnos cuenta, Coltrane ya ha desestructurado las melodías casi por completo, distribuyéndolas en nerviosos gorgoritos de tres notas (2:06). Estas figuras de tres notas, llamadas tresillos, constituyen una primera alusión simbólica a la divinidad. Estas tres notas representan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Los tresillos dan paso a filigranas que empiezan a huir cada vez más de la estructura original de la estrofa (2:31). Los fraseos son descompuestos según los dictados de la filosofía musical de Charlie Parker —aunque en este disco Coltrane esté sonando menos parkeriano que en otros trabajos anteriores— y todo el tiempo se ha estado jugando con un mismo esqueleto armónico; aunque cuesta mucho llegar a captarlo, escuchamos melodías diferentes pero basadas siempre en la misma. El solo no es una mera sucesión de ocurrencias.
Estamos ya a mitad de tema. Coltrane decide que los juegos de descomposición melódica han dado suficiente de sí y que ha llegado el momento de recurrir a los timbres para marcar la diferencia. Así, John hace gemir a su instrumento, que exhala un berrido agudo, insistente y afónico (3:50). Nos da la impresión de que nos hallamos en el momento álgido de la predicación, el instante en que el pastor, arrebatado por el fervor de los suyos, alza su rostro al techo con la garganta ronca invocando a Dios. Rápida y brevemente retornan las ráfagas de unas pocas notas aisladas (4:12).
Después seguiremos el camino inverso: una vez alcanzado el éxtasis, la melodía va a empezar a reposar de nuevo. Retorna la calma. La ceremonia religiosa termina, pero aún no termina el primer movimiento. Porque de repente escuchamos que el saxo interpreta obstinadas frasecitas de cuatro notas, pequeños cánticos que van y vienen (4:54). Aunque debido a la bajada de intensidad no lo parezca, estamos alcanzando el verdadero núcleo espiritual del tema: esas cuatro notas (las mismas que interpretaba el contrabajo al principio, ¿recuerdan?) constituyen como decíamos la frase más importante no ya del movimiento, sino de todo el disco. Pero ¿qué significa? ¿Por qué comenzar la pieza con esas cuatro notas al contrabajo, para después atravesar toda una tormenta de melodías y finalmente regresar a ellas?
Pues bien: esa frase de cuatro notas son las cuatro sílabas de A love supreme. La frase que da nombre al disco. Esa frase es el equivalente de Dios. Y Coltrane nos ha dado indicios ocultos de ello: la interpreta en todas las claves posibles, en las doce tonalidades que contiene una escala musical. Esto es algo insólito en casi cualquier pieza musical y desde luego algo insólito en el estilo de Coltrane, pero ha sido un acto premeditado. Nos está queriendo decir que al igual que esas cuatro notas están en toda la escala musical, Dios está en todas partes. Nombremos la tonalidad que nombremos, el amor supremo de Dios está allí en forma de esas cuatro notas. Toda la música de este disco, como todo en la creación, es el vehículo mediante el que Dios intenta comunicarse con nosotros. Aún haymás: Coltrane toca esa frase de cuatro notas treinta y siete veces. Es precisamente la edad que tiene en el momento de grabar el disco. Esto es, el amor supremo ha estado también presente en cada uno de los años de su vida.
Tras pasar por todas las tonalidades posibles, esas cuatro notas quedan finalmente ancladas en una única tonalidad y nos quedamos con un repetitivo fraseo (5:50):
Fa Lab Fa Sib, Fa Lab Fa Sib, Fa Lab Fa Sib…
Que el saxofón repite varias veces, extinguiéndose suavemente… y que después resurge, pero ya no en el saxo, sino pronunciada —para nuestra sorpresa— de viva voz por el mismísimo Coltrane (6:04):
«A love supreme, a love supreme, a love supreme…»
Esta es la única parte vocal de todo el disco. Es el primer y único momento en que Coltrane se expresa con su voz, el único fragmento cantado. Ya no quedan dudas: esas cuatro notas son, como frase aislada, las más importantes del disco. Cuatro notas que (como los cuatro movimientos del disco) representan a la trinidad por un lado, y a Dios como ente único por otro. Uno y trino: el misterio de Dios. Este primer movimiento ha sido un reconocimiento al Padre, primera de las figuras de esa trinidad.
2. Resolution
El contrabajo en solitario interpreta una introducción armónica ejecutada casi a golpes. De repente todo el cuarteto arranca sin previo aviso, abanderados por un agudo Mi bemol del saxofón (0:20). El tema principal irrumpe como una cristalina cuchillada. Sabemos que Coltrane llevaba tiempo experimentando con un modo particular de ejecutar notas agudas, buscando un sonido acorde con sus necesidades expresivas, un sonido que para él era importante por más que muchos oyentes quizá no llegasen a notar la diferencia. Muy probablemente, detrás de ese acercamiento técnico a las notas agudas estaba la pretensión de imitar con el instrumento los extáticos cantos religiosos de las iglesias, como ya hemos visto en el primer movimiento
Escuchamos que la batería del célebre Elvis Jones lo llena todo de contratiempos, redobles y agresivos acentos, que la base grupal es trepidante, que la banda cabalga encabritada. Pero mientras tanto Coltrane interpreta una melodía clara, en la que introduce elementos del blues y algún guiño oriental, pero que no se deja arrastrar por el furioso jazz de sus compañeros. Así, este segundo movimiento comienza con una distinción entre la espiritualidad del saxo y la marcha más terrenal de los otros tres instrumentos.
Sin embargo, ya no estamos asistiendo únicamente a una prédica. El discurso de su saxofón también empieza a contagiarse de lo terrenal. Eso sí, vuelve de manera recurrente al Mi bemol (1:14) para romper la monotonía y marcar el inicio de las estrofas; ese Mi bemol sigue aportando un elemento de exaltación evangélica.
Entra el piano de McCoy Tyner como solista y el cambio de registro en la melodía principal es total (1:45). El piano nos proporciona los primeros momentos puramente be bop del álbum. Sus melodías —nerviosas, vibrantes y terrenales— contrastan con el anterior canto del saxofón. Los guiños místicos del saxofón han dejado paso al jazz mucho más complejo y carnal del pianista. Hemos descendido del vapor de las nubes hasta el cargado humo de los clubes nocturnos. Del cielo a la tierra. Es un fugaz y forzado recordatorio de los años be bop de Coltrane, que fueron los años de su adicción al alcohol y las drogas. Cuando retorna el saxofón (3:55) lo hace contagiado por el entusiasta materialismo del teclista. Vuelven los gemidos, la ronquera, casi la desesperación y ya no sabemos si Coltrane está predicando o si sencillamente está lamentándose (4:29). Retornan las alusiones a la divinidad mediante punzantes fraseos de tres y cuatro notas (4:53). ¿Está diciendo «por qué me has abandonado»? Las melodías se decomponen hasta que llegamos a rayar en el desorden. Un desorden que es casi como una herejía: es el orden humano que intenta sustituir al orden divino. Como si Dios se hubiese encarnado en hombre. Porque si Acknowledgement era el Padre, Resolution es el Hijo. Que ha bajado del cielo a la tierra para experimentar la vida terrenal. Un Hijo que ha abandonado temporalmente su naturaleza divina y se ha hecho carne.
Finalmente, como indicación de que toca resolver el segundo movimiento, retorna el Mi bemol agudo (6:25), esto es, retorna el canto espiritual, retornan el rezo y el orden. Coltrane obliga al grupo a terminar la pieza en clave tranquila, celestial. Resolution finaliza en el éter, flotante e indefinido, tal y como había comenzado Aknowdlegement. La primera cara del vinilo concluye así cerrando un círculo: nace del éter y retorna al éter. O sea: un nacimiento, una muerte y una resurrección. Hemos viajado del cielo a la tierra, y de nuevo hemos ascendido al cielo.
3. Pursuance
Comienza la cara B. El tercer movimiento se inicia con un muy característico solo de batería de Elvin Jones (quien esté familiarizado con la música de Jimi Hendrix, reconocerá al instante ese estilo que tan bien imitó su batería Mitch Mitchell… ¡por momentos resulta difícil distinguirlos!). La batería es como una tormenta. Es la tormentosa lucha de un hombre contra el mal. Es la forma más terrenal de la música, pura percusión, pura pulsión huamana, pura humanidad ya sin el asomo de espiritualidad del Hijo de Dios convertido en carne. La melodía de saxo entra de nuevo con tresillos, con nuevas referencias a la trinidad y esta vez de manera más nerviosa, como insistiendo en llamar al orden a sus compañeros de grupo. Es una señal de alerta. Si el Padre implicaba reconocimiento (Aknowledgement) y el Hijo implicaba resurrección (Resolution), aquí tenemos al Espíritu Santo intentando rescatar al espíritu humano de su desgraciada condición de esclavitud ante las pulsiones terrenales.
Cuando aparece el piano, lo hace nuevamente como vehículo de expresión de una carnalidad desordenada (1:53). El saxofón le contesta con una melodía nerviosa (4:16), una fogosa llamada de atención que no tardará en empezar a descomponerse en un torrente de incansable insistencia (4:42). Por momentos parece querer hablarle al corazón humano con su mismo lenguaje terrenal (5:15) hasta llegar incluso a la súplica desesperada (6:36) y no menos desesperadas alusiones a Dios (6:49). Finalmente la batería descarga su último ímpetu tormentoso (7:16). Es un último arranque de carnalidad, pero finalmente el tercer movimiento del disco nos muestra a lo humano cediendo ante el Espíritu Santo: tras la tormenta llega la calma con el descubrimiento de la verdad celestial. Así nos lo confirma el contrabajo cuando, ya en mitad de un remanso de paz marcado por fraseos sencillos con el que termina esta tercera parte, entona brevemente el nombre de Dios, la frase de cuatro notas, el amor supremo (8:10).
4. Psalm
Antes de explicar cuál es el significado de este cuarto y último movimiento, lo primero será escuchar el tema sin más. Sin saber qué intenta expresar. Desde la ignorancia de cuáles son los secretos que encierra. Escuchemos el saxo de Coltrane, ya continuamente en tono reposado, en paz consigo mismo, sin asomo de desesperación ni de desorden. Melodías en donde reina lo celestial y donde las imperfecciones humanas han desaparecido. Incluso hay momentos de álgida devoción. Escuchemos, y seguidamente explicaremos qué secreto encierra todo esto:
Evidentemente, Coltrane ya ha encontrado a Dios, lo ha encontrado sin dudas, de manera definitiva. Si los tres primeros movimientos representaban a la trinidad pero también expresaban las luchas internas del espíritu de Coltrane, este cuarto movimiento es un definitivo canto a Dios como ente supremo y único al que finalmente el saxofonista ha entregado su espíritu.Ya no habrá solos de piano, ni de batería, no de contrabajo. Ahora lo único que cuenta es el saxo de Coltrane.
Pero hay más. Un detalle que John Coltrane no desveló en su momento, en el que muchos oyentes lógicamente no repararon al escuchar el disco, y que es sin duda la mayor—y escalofriante— sorpresa de A love supreme.
En la carpeta impresa de A love supreme se incluía un poema escrito por el propio John Coltrane, aparentemente una nota de gratitud a Dios como cualquier nota de agradecimientos que muchos artistas incluyen en sus discos aunque esta vez en forma de oración. Pero algunos oyentes avezados, mientras escuchaban el disco, descubrieron un hecho asombroso que constituye en sí mismo una revelación y que Coltrane nunca desveló: las melodías del cuarto movimiento, Psalm, correspondían exactamente a las frases escritas en esa oración impresa en el disco. Nota por sílaba. Así pues, el contenido melódico del cuarto y último movimiento se nos revela ahora en todo su significado: es la representación musical del salmo escrito por Coltrane para expresar su fe. Primero nos habló de Dios a nosotros, sus congéneres humanos, cantando cuatro notas con su propia voz al final de Aknowledgement. Pero ahora Coltrane habla —que ya no simplemente toca el saxofón— por segunda vez, aunque dirigiéndose directamente a Dios y haciéndolo a través de su instrumento, con el que piensa que puede dirigirse a Dios de la manera más digna.
Una vez somos conscientes del hecho de que las frases del saxo corresponden exactamente a las frases del salmo impreso, es cuando la belleza del cuarto movimiento nos golpea hasta noquearnos. Como dijo una vez un estudioso de Coltrane, uno ya nunca será exactamente el mismo —al menos desde el ámbito de la apreciación musical— después de escuchar Psalm conociendo cuál el mensaje que secretamente encierra. Al igual que Dios, parece pensar Coltrane, se esconde detrás de oscuros misterios pero recompensa al hombre que mantiene su fe, él ha camuflado su mensaje bajo misterios musicales pero también recompensará al oyente que preste la suficiente atención como para descubrirlos. John Coltrane, pues, lo ha conseguido. No importa que su oyente sea o no religioso. En términos musicales, mediante el acto de amor supremo que constituye este disco, nos ha hecho experimentar en primera persona, tal y como él la experimentó antes, la experiencia de una revelación:
No hace falta tener ninguna creencia religiosa para apreciar la suprema belleza de este mensaje, como tampoco es necesario ser creyente para admirar la grandeza de una catedral. Para Coltrane la música de este disco encerraba una verdad religiosa que para él se había convertido en lo más importante de la vida. Y cualquiera puede sentirse conmovido por esa verdad espiritual transmutada aquí en belleza artística (es más: una congregación eclesiástica estadounidense llegó a canonizar a Coltrane). Por esto, entre otras cosas, muchos sostienen que A love supreme es su más determinante legado. Como mínimo es una obra que destaca por sí sola de entre el resto de su discografía, porque está enfocada desde una perspectiva única, porque es un legado espiritual además de musical, pero en donde lo musical está a la altura del mensaje que se permite transmitir.
John Coltrane murió tres años después de la publicación de este disco, a la edad de cuarenta, como consecuencia de un cáncer fulminante. No podemos estar seguros de si finalmente se ha reunido o no con su Dios, pero si lo ha hecho estamos seguros de que el mismo Dios le ha pedido que interprete para Él, en directo, una plegaria con su saxofón. Si hay de verdad música que podría llegar a conmover a Dios, no cabe duda de que A love supreme contiene una parte de ella.
John Coltrane. Foto: Charles Stewart / Cordon Press.
La Navidad es como el Partido Popular: en privado nadie admite que le gusta, pero ahí está, año tras año, fastidiándonos la existencia a todos sin que nadie parezca capaz de evitarlo. Pero la Navidad sí tiene aspectos positivos y no hablo solamente de las comilonas, los regalos, la posibilidad de repartir estratégicamente los moscosos o la noche de humor a cargo del discurso oficial de la Zarzuela, sino de la gran cantidad de música que se ha producido para celebrarla. Así que podemos saludar la llegada de estas entrañables fechas con unas cuantas canciones: no se trata de elaborar una lista de las mejores —evidentemente faltan muchos nombres porque haría falta una lista de cientos de vídeos— sino sencillamente de pasar un rato entretenido comprobando la muy distinta manera en que diferentes artistas conciben el sonido de la Navidad.
«Blue Christmas», por Elvis Presley: Originalmente grabada por el cantante Doye O’Dell —uno de esos músicos country que literalmente había salido de los campos de algodón—, esta «Navidad triste» (que no «Navidad azul») se convirtió rápidamente en un standard del género. Aunque suene tópico, una de las mejores versiones es la que hizo Elvis Presley, no en el estudio, sino en su fabuloso concierto acústico de 1968. Es decir, aquel primer unplugged de la historia que es probablemente su momento más mágico después de los años cincuenta.
«Jingle Bells», por The Brian Setzer Orchestra: El antiguo miembro de los legendarios Stray Cats —gran cantante, extraordinario guitarrista, fabulo arreglista, ¡un músico tremendo!— grabó este famoso villancico con su banda de swing y el resultado es tan extraordinario que nos gusta incluso a quienes detestamos la canción.
«A merry jingle», por The Greedy Bastards: Los Sex Pistols no sentían demasiado respeto por las bandas consagradas del rock de los setenta, exceptuando a algunas como los irlandeses Thin Lizzy, de espíritu tanto o más callejero que los propios Pistols y con quienes estaban destinados a hacer buenas migas. Los Pistols Steve Jones y Paul Cook unieron fuerzas con el inimitable Phil Lynott y su fiel escudero Scott Gorham —alias El Hombre de la Melena Pantene—, y editaron un popurrí de villancicos grabado de cualquier manera porque albergaba el único propósito de beber, divertirse y pegarse la fiesta padre bajo la excusa de formar una banda de vida tan breve como lo que les duró la temporada de juerga.
«Sock it to me Santa», por Bob Seger: Cualquier excusa es buena para incluir a Bob Seger en una lista —en cualquier lista, sea de lo que sea, ¡Bob Seger ha de estar ahí!— pero es que además este tema lo merece sobradamente. En 1966, antes de formar su legendaria Silver Bullet Band, Seger grabó este trepidante villancico en el que homenajeba al mismo tiempo a Santa Claus y alguien todavía más grande que Santa Claus: hablo, cómo no, de James Brown. Impresionante tema.
«Funky funky Christmas», de Electric Jungle: Funk de la vieja escuela (cosecha de 1971) grabado ad hoc para un disco navideño de bandas del estilo. Imposible mantener los pies quietos; incluso Papá Noel suena aquí como si fuese Isaac Hayes recién bajado de un trineo.
«Soulful Christmas», por James Brown: El Padrino, The Soul Brother Number 1, The Hardest Working Man in Show Business y, como decía Henry Rollins (con toda la razón) uno de los arquitectos musicales más importantes de todos los tiempos. Por descontado, en sus canciones navideñas seguía sonando exactamente igual: ni melodías infantiles, ni cascabeles, ni nada… ¡solamente funk en vena!
«Happy Xmas (War is over)», por John Lennon: Supongo que todo el mundo conoce esta extraordinaria canción, que en realidad más que un villancico propiamente dicho era un canto en contra de la guerra. Hay por Youtube otro vídeo del tema donde se muestran imágenes bélicas, incluyendo víctimas infantiles, aunque lógicamente he decidido no utilizarlo porque, pese a ajustarse más al mensaje de la canción, le hunde el día a cualquiera.
«Silver Bells», por Wilson Pickett: Otro grande de la música soul, interpretando un tema navideño con su habitual fogosidad. Prácticamente no hay un tema cantado por este hombre en donde no se deje el alma, así que pese a la cadencia amable de la base instrumental, Pickett va a lo suyo y nos ofrece justo lo que esperábamos de él. Esto es: entrega total.
«Santa Claus is coming to town», por The Jackson 5: Qué tiempos aquellos en que una boy band formada por cinco hermanos podía no solamente cantar sino tocar sus propios instrumentos. Aquí los tenemos interpretando un villancico donde destaca, cómo no, la extraordinaria voz de un Michael Jackson que, cabe recordar, ¡todavía no había cumplido los trece años!
«Jingle Bells», por Booker T and the MG’s: Uno de los combos instrumentales básicos de la era soul (y uno de los primeros grupos interraciales de soul en alcanzar el éxito en los EE. UU.) aplicando su particular estilo al famoso villancico y llevándoselo a su terreno hasta que prácticamente parece uno de sus famosos temas propios:
«Last month of the year», por The Blind Boys of Alabama: El ahora famosísimo grupo de gospel, que tras décadas de funcionamiento ha alcanzado cotas de enorme popularidad internacional —a raíz especialmente de que su música haya aparecido en varias series de televisión— no podía faltar a la cita navideña, y naturalmente cualquier cosa que hagan es una absoluta delicia.
«Rudolph the Red Nose Raindeer», por Bootsy Collins: Si hay un personaje en el mundo de la música que es como Santa Claus encarnado en humano, ese es sin duda el amigo Bootsy. Carismático hasta el infinito, de una alegría contagiosa y además involucrado en asuntos de caridad infantil, no me extrañaría nada averiguar que el legendario bajista va por ahí en trineo mágico repartiendo regalos. Como no podía ser menos, un villancico tradicional pasado por el filtro psicodélico de Bootsy suena surrealista, entrañable y vanguardista a partes iguales. Especialmente cuando empieza a cantar… este maravilloso individuo podría arrancarle una sonrisa a la Esfinge.
«Who took the Merry out of Christmas», por The Staple Singers: No todo en la discografía de los autores del inmortal himno Respect Yourself son cantos solemnes de contenido religioso y filosófico, también hay sitio para pequeñas delicias navideñas como esta canción en donde como de costumbre priman el exquisito buen gusto y el contraste entre la suave voz aterciopelada de Pops Staples y la garganta fogosa de su arrolladora hija Mavis:
«Little Drummer Boy», por Bing Crosby y David Bowie: No se me ocurre nada más navideño que Bing Crosby… y nada aparentemente menos navideño que Bowie, excepto quizá Megadeth. Pero aquí los tenemos a ambos formando un exótico dúo que, la verdad, funciona a la perfección. Incluso cantando una canción tan tópica como El tamborilero, el momento es realmente digno de contemplar. Sus voces empastan de maravilla y probablemente esta interpretación será una sorpresa para muchos. Muy bonito.
«Christmas», por The Who: Ya hablamos de este disco en el artículo sobre la banda británica, pero no está de más volver a recordar este tema, uno de tantos cortes memorables que contiene la ópera rock Tommy.
«Silent night, holy night», por Mahalia Jackson: El famosísimo villancico Noche de paz, compuesto por un organista alemán a principios del siglo XIX, se ha convertido probablemente en la más importante melodía navideña del planeta. Existen innumerables versiones y unas cuantas de ellas ponen los pelos de punta. Una de mis favoritas es la que grabó Mahalia Jackson, un impresionante tour de force vocal donde su voz, pese a parecer a punto de desatar una tormenta por momentos, termina siempre conteniéndose para dejar que prime la sutileza. Fantástico.
«Baby it’s cold outside», por Vanessa Williams: Algunos recordarán a la señorita Williams por sus apariciones en diversas películas de los años noventa, no en vano era por aquellos tiempos, y sin exagerar en absoluto, una de las mujeres más bellas del planeta. Pero la antigua Miss America también es una buena cantante, aunque su floja discografía la verdad es que nunca me ha interesado lo más mínimo. Una excepción, sin embargo, es este bonito dueto navideño con Bobby Caldwell. Ideal para quien busque sonidos más sofisticados y tome cócteles de vanguardia junto con el pavo navideño. Pavo, cómo no, convenientemente deconstruido y relleno de espuma de pasas hidrogenadas sobre lecho de reducción de vinagre con esencia de canónigos caramelizados.
«Santa Claus is coming to town», por Alice Cooper: El maquiavélico Alice —un hombre bastante tradicional más allá de su chocante imagen— no es completamente ajeno al espíritu navideño, aunque claro, cuando interpreta un villancico lo hace a su manera. Esto es, incluyendo algunos arreglos más propios de una sintonía de película de terror. Únicamente Alice es capaz de recitar frases sobre Papá Noel y con ellas aterrorizar a un niño. Dios le bendiga por ello. La Navidad, como cualquier otra cosa, necesita un reverso tenebroso.
«Run Rudolph Run», por Chuck Berry: El padre de la guitarra rock y por ende uno de los más importantes fiolósofos, pensadores, científicos, artistas y figuras políticas del siglo XX, o sea Chuck Berry, también tuvo tiempo para celebrar la Navidad en su más puro estilo. Esto es: cascabeles, ni campanas… únicamente su métrica perfecta —no por nada Angus Young lo sitúa por encima de Shakespeare— y cómo no, su guitarra honky tonk.
«Frosty the Snowman», por The Ronettes: Probablemente, si uno mira el término «mala persona» en el diccionario aparecerá una lista de nombres entre los cuales esté el de Phil Spector. Pero antes de que su imagen pública hiciese que Rasputin parezca la prima sosa de Heidi, Spector era universalmente reconocido como un genio de la producción. En sus años de gloria editó un disco navideño con varios de los artistas a los que controlaba férreamente —entre ellos, cómo no, las Ronettes— y que básicamente destila el sonido Spector por todos los poros.
«Christmas Time’s A-Coming», por Bill Monroe: Aquí tenemos a la gran leyenda del bluegrass celebrando la llegada de la Navidad con ese sonido que evoca a cuatro desarrapados de campo sentados delante de una cabaña. Efectivamente, Monroe era de origen muy humilde, aunque cabe decir que en absoluto desarrapado. Más bien al contrario, nunca se presentaba en público sin lucir su americana y corbata a juego, además de (eso sí) su perenne sombrero de cowboy.
«Deck the halls», por Twisted Sister: La banda de heavy metal estadounidense gozó de amplia repercusión durante los años ochenta, aunque después quedaron un tanto olvidados. Sin embargo, han seguido al pie del cañón e incluso grabaron un disco de villancicos que interpretan, cómo no, al más puro estilo hooligan:
«Funky Christmas», de The Groove Thangs: Un grupo relativamente más reciente y poco conocido —llevan en activo desde los ochenta—, con un toque más blanco y más para todos los públicos, pero también muy divertido. A partir de la mitad de canción empiezan a introducir fragmentos de famosos villancicos, lo cual hace que el tema sea muy entretenido. Puede decirse que no son una banda de primera división en el estilo, aunque destaca particularmente el carisma vocal de su cantante.
«Pretty Paper», por Willie Nelson: Siempre encuentro excusa para incluir a Willie en alguna lista —y es que tiene un tema para cada ocasión— y como de costumbre, su canción es característicamente sencilla y no obstante de una belleza apabullante.
«Christmas in Hollis», por Run DMC: Aquí sí que no faltan cascabeles, pero estamos lejos de hallarnos ante un villancico convencional. Los entonces famosísimos raperos neoyorquinos no solamente grababan himnos a sus zapatillas Adidas (sin duda regalo de Santa Claus, que como veremos en este video, ¡les vuelve a regalar las mismas que ya tienen!) sino que también albergaban en su corazoncito un rincón para la Navidad. Chimeneas, árbol, regalos, cartas a Papá Noel, macarrones con queso… todo muy entrañable. Eso sí, rapeado con furia.
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Supongo que habrá muchas personas a quienes no les diga nada este nombre. Hoy en día no demasiada gente tiene presente a Thin Lizzy y a su líder Phil Lynott, aunque un numeroso puñado de adoradores lo situemos sin ningún tapujo entre los más grandes (por si les sirve de presentación el dato, el mismísimo Bob Dylan lo calificó como «un genio»). Pero el gran público, por desgracia, ha olvidado en gran medida su figura, de cuya trágica desaparición se han cumplido veinticinco años cuando escribimos estas líneas.
La historia de Thin Lizzy comenzó en 1970. Dos amigos que llevaban tocando juntos desde el colegio, el cantante y bajista Phil Lynott y el batería Brian Downey, actuaban en un pub de Dublín cuando un guitarrista pelirrojo llamado Eric Bell se acercó para proponerles la formación de una banda. El nuevo trío fue bautizado por Bell con un juego de palabras en referencia a un cómic llamado Tin Lizzie, que hablaba de una mujer robot; aunque a los otros dos el nombre les pareció horrible, así se quedó. Comenzaba una andadura de trece intensos años y doce álbumes en estudio durante los cuales Thin Lizzy sufriría infinidad de cambios —únicamente los dos viejos colegas de la infancia, Lynott y Downey, estarían de principio a fin—, siendo uno de los grupos con una vida más convulsa en toda la historia del rock. Y sin exagerar: a partir de determinado momento, prácticamente no hubo una gira de presentación de un disco en la que no perdiesen a un miembro por un motivo u otro.
Con todo, desde unos inicios interesantes pero relativamente carentes de personalidad propia y pese a los numerosos tropiezos en su carrera, fueron mejorando disco a disco hasta desarrollar un sonido único, alcanzando niveles de auténtica magia que en algunas canciones llegan a poner los pelos de punta. Su evolución a lo largo de aquellos trece años fue muy intensa, y los Thin Lizzy de 1983 en nada se parecen a los de 1971, aunque ambos son igualmente interesantes (la mayoría de los fans, yo incluido, destacarían sobre todo el periodo 1976-1979). Quien todavía no los tenga presentes, ha de saber que hay pocos momentos en la vida musical de una persona como el descubrimiento de las joyas «ocultas» de Thin Lizzy. En fin, sirva este artículo para reivindicar a la banda irlandesa más grande de todos los tiempos, a un grupo que no obstante su relativa menor fama bien merece figurar junto a otros grandes nombres cuyo repertorio hemos repasado en otras ocasiones. Y decir a aquellos lectores a quienes no les llamen la atención las primeras canciones, que lo intenten con las posteriores: la discografía de Thin Lizzy es tan rica y tan variada en estilos que resulta imposible que alguien no encuentre finalmente su canción.
La primera grabación publicada por los dublineses es una canción de corte típicamente americano, que pese a su sonido crudo —evidentemente fue registrada con pocos medios— ya muestra que Phil Lynott, principal compositor de la banda, tiene una gran facilidad para crear líneas vocales de corte melódico, una tendencia que irá cultivando más y más conforme pasen los años. Es desde luego una bonita canción, aunque se queda en mera anécdota en comparación con algunas de las joyas del futuro.
El trío comienza a llamar la atención en Dublín gracias a sus directos, pero saben que en Irlanda no hay salida porque apenas existe una industria musical. Quienes han conseguido el éxito, como los Them de Van Morrison o los Taste de Rory Gallagher, lo han hecho partiendo hacia Inglaterra. Así que cuando la compañía discográfica Decca les hace una oferta, los Thin Lizzy no dudan en mudarse a Londres para grabar su álbum de debut. Aunque aún están bastante lejos de su madurez musical, este es un buen disco que contiene muchos guiños a The Jimi Hendrix Experience, su modelo a imitar en aquella etapa primeriza. Eso sí, los Lizzy parecen más preocupados en ejecutar un rock progresivo donde poder lucirse como instrumentistas que en crear melodías memorables, así que como otros álbumes de su primera etapa, este debut quedará «sepultado» en la memoria. Hay veces en que discos muy correctos como el presente palidecen cuando sufren la inevitable comparación con trabajos mucho más redondos grabados por la misma banda más adelante. Con todo, es un debut interesante, donde quizá lo más flojo no es la música del grupo en sí, sino la producción. Apenas hay un intervalo de seis años entre este debut y sus mejores discos, pero en lo que respecta al sonido parece que hubiesen transcurrido veinte.
«Ray-Gun»: Una imitación muy lograda de lo que Jimi Hendrix, fallecido el año anterior, hizo en sus últimas grabaciones. Los tres miembros de Thin Lizzy eran grandes fans de Hendrix y la influencia del guitarrista estadounidense es prácticamente omnipresente en esta canción: guitarras wah-wah, riffs muy rítmicos… una muestra perfecta de la etapa hendrixiana de los irlandeses.
«Look what the wind blew in»: Más riffs progresivos y más guiños a Hendrix e incluso a Deep Purple. Seguramente es el tema más memorable de este primer disco, gracias a sus originales estructuras rítmicas y a sus constantes pero nunca gratuitos cambios. Aunque también adolece de una relativa cortedad de medios de grabación y de unas mezclas algo anticuadas, se intuye perfectamente que Thin Lizzy son una banda con una base instrumental perfectamente engrasada.
«Eire»: Phil Lynott desarrolló un intenso amor hacia la historia y mitología irlandesas, asuntos que estudiaba fervientemente. Al contrario que los citados Van Morrison o Rory Gallagher, quienes no hacían exagerada profesión pública de nacionalismo y que en Inglaterra eran casi considerados artistas británicos más que solamente irlandeses, Phil Lynott siempre llevó a Irlanda por bandera. Irlanda será la musa de no pocas de sus canciones y Lynott siempre procurará que en Inglaterra recuerden constantemente que él es, primero y ante todo, irlandés.
El disco de debut de Thin Lizzy no obtuvo ningún éxito, pero esto no significa que no diesen que hablar en el competitivo mundillo musical londinense como habían dado que hablar en Dublín. La mejor muestra: el guitarrista de Deep Purple, Ritchie Blackmore, quedó completamente fascinado con la voz de Phil Lynott e intentó ficharlo para formar un nuevo trío llamado Baby Face, que iba a estar integrado por Blackmore, Phil Lynott y por el batería de los Purple, Ian Paice. El proyecto era tan serio que llegaron a ensayar en alguna ocasión, y aunque los tres «sonaban muy bien juntos», Lynott todavía no había alcanzado un gran nivel como bajista —su primera vocación era la de cantante y había empezado a tocar el bajo bastante tardíamente—, así que el usualmente expeditivo Blackmore, tras resistirse a abandonar para no perder la voz de Lynott («nunca le he visto dudar tanto en torno a algo», diría más tarde Ian Paice) decidió finalmente aparcar el proyecto mientras Phil no mejorase como bajista. Por desgracia, y aunque Lynott efectivamente mejoró con el tiempo, este hipotético supergrupo nunca llegaría a materializarse y ahora solo podemos imaginar cómo hubiese sonado.
El segundo álbum da la impresión de haber sido compuesto con cierta precipitación: aunque es otro disco correcto, es irregular y hay canciones bastante destacables junto a otras más flojas. Phil Lynott sigue haciéndose cargo de casi toda la composición, pero todavía está intentando encontrar una forma de expresión propia y salvo excepciones —que las hay— no se lo ve particularmente inspirado. Quizá influyeron los muy serios problemas económicos que estaban afrontando en Londres. Thin Lizzy ya son un buen grupo, nadie lo duda a estas alturas, pero en 1972 siguen sonando a derivación de otras bandas ya existentes. Y aún está por llegar el momento en que una grabación capte la auténtica energía que podían llegar a desplegar. El estilo sigue siendo bastante similar al del primer disco: hard rock con tintes progresivos, muy centrado en la faceta instrumental. De nuevo es un fracaso de ventas.
«Call the police»: En mi opinión, la mejor canción del álbum. Un fantástico tema muy en la línea de «Look what the wind blew in» del anterior disco y que hará las delicias de cualquier fan de Hendrix o de Deep Purple.
«Sarah» (1972): Una de las diversas baladas dedicadas a las mujeres de su familia que Lynott escribirá durante su carrera, esta vez dirigida a su abuela, que ayudó a criarlo cuando era pequeño mientras su madre —una proletaria soltera— tenía que trabajar en Inglaterra dejando al pequeño Phil en Dublín. Cabe distinguir esta canción de otra titulada exactamente igual (y musicalmente mucho, mucho mejor) que grabarán seis años más adelante con ocasión del nacimiento de la primera hija de Lynott. Comparando ambas canciones veremos cómo creció la capacidad de Phil Lynott como compositor en ese periodo de tiempo. Aquí, en 1972, escribe bonita música… pero ya está, eso es todo. En 1978, sin embargo, sabrá cómo encogernos el corazón. Pero vayamos paso a paso:
«The rise and dear demise of the funky nomadic tribes»: Con semejante título y con siete minutos de duración podríamos pensar que nos hallamos ante el típico desvarío progresivo más bien intragable y típico de los años setenta, pero nada más lejos. Se trata al contrario de un tema muy movido, con un sonido a medio camino entre Led Zeppelin y el funk bailable de James Brown, lo cual hace que sea una canción muy divertida, de lo mejor del disco.
Funky Junction Play a Tribute to Deep Purple (proyecto paralelo, 1972)
Después de dos álbumes publicados y una total falta de éxito, la bancarrota tiene al trío irlandés contra las cuerdas. Es decir: pasan hambre. Hasta el punto de que Lynott y compañía piden copias promocionales de su propio álbum a la discográfica, ¡para revenderlas ellos mismos y poder comprar comida! Sumidos en la pobreza, se ven obligados a aceptar encargos de lo más extraño. El más célebre es la grabación —junto a un cantante y un teclista invitados— de un disco de tributo a Deep Purple en el que no podrán firmar con sus propios nombres, sino con seudónimos. Phil Lynott, recordemos, había estado a punto de formar una banda con el mismísimo Ritchie Blackmore, pero ahora se ve relegado al papel de tributario anónimo para poder llenar la nevera. El resultado, no obstante, es musicalmente muy bueno. Thin Lizzy se hacen cargo de la base rítmica sin ningún tipo de problema, aunque como nunca figuraron en los créditos mucha gente ha escuchado este álbum sin saber que Phil Lynott, Eric Bell y Brian Downey estaban detrás. Y la verdad es que es su presencia lo que explica que lleguen a sonar casi tan bien como los propios Purple. Y eso es mucho decir, teniendo en cuenta que grabaron el disco ¡en un solo día!, después de haber ensayado juntos ¡durante dos o tres horas!
A finales de 1972 Thin Lizzy están francamente desanimados por lo mal que les están yendo las cosas en Inglaterra: hacen buenos conciertos y se ganan la admiración de los músicos locales, pero sus discos crían telarañas en las tiendas sin que nadie se los lleve a casa. Para mayor ironía, vende mucho más el tributo a Deep Purple que han grabado como mercenarios a sueldo pero del que no reciben cheques como autores y del que por contrato no pueden revelar que son los protagonistas, así que ni siquiera tienen ocasión de aprovechar el tirón de Funky Junction. Necesitan algún estímulo, alguna recompensa… y dicha recompensa llegará por casualidad.
Mientras trabajaban en el estudio para dar forma a su tercer álbum, los tres irlandeses decidieron relajarse tocando canciones del folclore de su país. Considerándolo un mero divertimento para desconectar un poco, no tenían la más mínima intención de grabarlas y mucho menos de comercializarlas. Sin embargo, el productor los había estado escuchando muy atentamente y emocionado por la particular interpretación que hacen del tema tradicional Whiskey in the jar, insiste en que la graben para lanzarla como single. Los dublineses le miran incrédulos, pero hacen caso y la graban con total escepticismo, considerando que una pieza del folclore irlandés nunca interesará a los británicos. Pues bien: los Lizzy no acertaron y por una vez fue una discográfica la que tuvo razón en algo. Para sorpresa de Lynott, Bell y Downey, «Whiskey in the jar» se convierte repentinamente en su primer éxito en las listas de singles. Les costó creerlo cuando un empleado de las compañía les telefoneó para decirles que la canción estaba vendiendo, y mucho. Aquello significaba que finalmente iban a salir de pobres, que la gente iba a oír hablar de ellos, que iban a participar en giras más rentables teloneando a artistas más conocidos como Slade y Suzi Quatro. Su suerte parecía haber cambiado. Aunque como ya veremos, en Thin Lizzy la buena suerte jamás duraba demasiado.
Quizá espoleados por el éxito de Whiskey in the Jar, terminan de grabar su tercer LP y este resultará ser el mejor hasta la fecha. El grupo está empezando a encontrar una voz propia que va más allá de la reelaboración del estilo de otros. La producción consigue captar, si quiera por momentos, la verdadera energía del trío. Eric Bell se convierte en un guitarrista todavía más efectivo. Brian Downey empieza a creerse lo bien que toca la batería, y Phil Lynott está aprendiendo a cantar con más soltura y a escribir letras que empiezan a llamar la atención. Thin Lizzy se encuentran finalmente en el buen camino. Solamente faltan las melodías verdaderamente memorables que abundarán en discos posteriores. Sea como fuere, tampoco este álbum tendrá ningún éxito. Lo de Whiskey in the jar se antoja un espejismo y las escasas ventas de Vagabonds of the Western World parecen indicar que los Lizzy están condenados a retornar a las cloacas de la industria, pese a que nunca han dejado de ser una muy buena banda.
«The Rocker»: Antes de esto quizá tenían buenas canciones, perosalvando «Whiskey in the jar» que era una composición ajena, nunca habían grabado nada tan poderoso. «The Rocker» será su canción más impactante hasta la fecha y el primer tema con vocación de himno inmortal de su repertorio. Musicalmente es mucho más sencilla, directa y con más pegada que el hard rock progresivo que los había caracterizado hasta entonces. Eric Bell aporta el riff asesino que da forma al tema y también un largo e impresionante solo de guitarra (¡no sobra ni una nota!) que nunca baja de intensidad, al contrario: sube y sube y sigue subiendo. Por su parte, Phil Lynott nos cuenta con total naturalidad su vida como macarra: chicas, peleas, bebida, etc. Sus letras han seguido mejorando y empiezan a parecer películas, con una sorprendente capacidad para evocar imágenes y escenas de una extraordinaria viveza, como si estuviésemos viéndolas en una pantalla. Además está perdiendo el miedo a cantar con más desparpajo y agresividad. Su bagaje callejero (como Lynott decía recordando su infancia: «crecí en una calle donde la única manera de hacerte una reputación era ser un tipo duro… y yo me hice una reputación») empieza a notarse en su música. Lo de Brian Downey a la batería merece mención aparte, como de costumbre. Uno de los singles más demoledores de los años setenta que incomprensiblemente —como sucede con tantos otros temas de Thin Lizzy— no está en el subconsciente colectivo ni siquiera de muchos aficionados al rock, pero que para algunos de nosotros puede competir con lo más fiero que haya grabado cualquier otra banda en aquella década. Son como Motörhead antes de que hubiera unos Motörhead. Esta es una canción mucho menos melódica que sus joyas del futuro, pero para mí merece contarse entre sus mejores temas. Impresionante.
«Mama nature said»: Cuanto más se van ajustando Thin Lizzy al formato de canción sencilla y directa, más ganan sus composiciones en efectividad. En este disco siguen sin estar en su punto más álgido (con la mencionada excepción de la apabullante «The Rocker») pero sus temas suenan más vivos, menos «intelectuales», menos centrados en complicar las estructuras o en hacer alardes instrumentales. Esto es otra fantástica muestra de su lenta pero segura evolución.
Sin embargo, Thin Lizzy están condenados a no conocer jamás una existencia apacible. En plena gira de presentación de este su tercer disco, el guitarrista Eric Bell abandona repentinamente el barco, cansado de dar tumbos sin que el grupo despegue comercialmente y sobre todo preocupado por los efectos que en su salud está teniendo el salvaje estilo de vida al que ya han empezado a entregarse gracias a las ventas del single Whiskey in the jar. Lynott y Downey, pues, se quedan compuestos y sin guitarrista. En pleno tour. Un desastre. Se ven obligados a recurrir a un viejo amigo irlandés para terminar la gira: un joven Gary Moore al que conocían de la escena musical de Dublín (Lynott y él habían tocado juntos). Con Gary Moore a las seis cuerdas finalizarán las fechas contratadas. Moore también les ayudará a grabar algún videoclip promocional e incluso participará en algún tema de su siguiente álbum, pero tiene sus propios proyectos y no puede ejercer más que como parche temporal. Así que habrá que buscar nuevo guitarrista.
Para grabar el cuarto LP, Lynott y Downey toman una decisión sorprendente: abandonar el formato de trío y reclutar no a uno, sino a dos nuevos guitarristas. Uno es Scott Gorham, el primer estadounidense que pasó por la banda. Californiano, de carácter apacible y desenfadado, había llegado a Europa huyendo de su vida como drogadicto en los EE. UU. y Lynott decidió ficharlo porque le interesaba mucho tener la influencia musical de un estadounidense en la banda (no en vano los dos grandes ídolos de Lynott eran americanos: Jimi Hendrix y Elvis Presley). El otro fichaje es un adolescente escocés de diecisiete años, Brian Robertson, cuyo carácter será más bien fogoso e incluso descontrolado por momentos, pero cuya guitarra parece encajar muy bien en el grupo y que se complementa con el estilo de Gorham. Los cuatro graban este nuevo disco con cierta precipitación y lo cierto es que, sin ser un mal disco, no hace justicia al potencial que la banda atesoraba. Resultó ser demasiado inconexo, con algunas canciones buenas pero también con bastante material de relleno. Al igual que los tres álbumes anteriores, tampoco tuvo ningún éxito y en el grupo no quedaron muy contentos con él.
«Still in love with you»: El tema más conocido y casi con seguridad el mejor del álbum, una melancólica balada en la que Lynott comparte voces con Frankie Miller y donde Gary Moore, pese a no estar ya en la banda, aparece tocando la guitarra solista. «Still in love with you» es la típica canción que se ajusta perfectamente a la «maldición Thin Lizzy»: la gente no le prestó ninguna atención en su momento y solamente más tarde descubrió el público lo buena que realmente era, convirtiéndose incluso en uno de los temas básicos de su repertorio en directo.
«Sha-la-la»: Quizá un tema menor en su discografía, pero donde podemos escuchar ya lo que se convertirá en marca de fábrica del nuevo cuarteto y que tantos grupos —especialmente de rock duro— imitarán en el futuro. Hablo, cómo no, del twin guitar sound. Las «guitarras gemelas» de Gorham y Robertson. Algo que ya habían hecho por ejemplo Allman Brothers Band, pero que Thin Lizzy se llevarán a su terreno y adaptarán al rock más enérgico de manera muy particular y reconocible. Gorham y Robertson hacen melodías al unísono como si estuviesen interpretando pequeñas canciones independientes dentro de la canción principal. El invento aún está por perfeccionar, pero ya contiene la semilla de lo que será uno de los puntos fuertes de su estilo.
«Philomena»: Lynott había crecido sin conocer a su padre y esta canción —que adapta melodías típicamente irlandesas— habla sobre su madre, la entrañable Philomena Lynott, quien todavía hoy es la máxima responsable de que el tremebundo legado de su hijo no se pierda en el olvido y haya sido reconocido en Irlanda incluso con una escultura en las calles de Dublín.
Pese a las flojas ventas de Nightlife, el poderío de los nuevos Thin Lizzy en directo hace que reciban el apoyo de algunas bandas importantes. El estadounidense Bob Seger se los lleva como teloneros a América. Allí giran también con los Bachman Turner Overdrive —entonces de moda gracias a su canción «You ain’t seen nothing yet»— y de quienes aprenderán una lección de profesionalidad: los Lizzy, acostumbrados a un caótico modo de vida, llegaron media hora tarde al primero de los conciertos de la gira. Al manager de los Bachman no le gustó nada el detalle y agarró del cuello al manager de Thin Lizzy, poniéndolo contra la pared y advirtiéndole de que a la siguiente estarían fuera del tour sin cobrar un dólar. Thin Lizzy no volvieron a retrasarse —sabían que los Bachman llevaban consigo armas cargadas en los camerinos, ¡mala idea provocar su ira!— y aprendieron cómo se las gastaban en el mundillo musical estadounidense (recordemos por ejemplo que el tour manager de Allman Brothers Band estaba por entonces en la cárcel tras apuñalar hasta la muerte al dueño de una sala que se había negado a pagarles el concierto). Los Lizzy eran tipos duros, pero América no era Inglaterra.
A raíz del tour estadounidense, los Lizzy grabaron un nuevo álbum, en el que una vez más se acusa cierta precipitación, aunque supone una sensible mejora con respecto al flojo Nightlife y realmente es la antesala de cosas más grandes en un futuro ya inmediato. Los dos guitarristas siguen jugando con el twin guitar sound, aunque aún les falta un pequeño escalón para conseguir la excelencia. Eso sí: quinto LP de la banda ¡y quinto fracaso en ventas! Parecían condenados a no salir jamás del relativo anonimato.
«Rosalie»: La repentina inseguridad de Lynott y de la banda respecto a sus propias composiciones, debida a la casi total falta de éxito comercial, hace que recurran otra vez a una versión para intentar asomar cabeza en las listas, aunque esta vez sin conseguirlo. Eligen un tema de Bob Seger, con el que acababan de girar. La versión es netamente inferior a la original de Seger, al menos en mi opinión, aunque desde luego está bien ejecutada y sobre todo ganaba muchos enteros en sus directos.
«King’s Vengeance»: Las dos guitarras permiten introducir nuevos matices y el grupo juega con algunos de los elementos que explotarán mucho más acertadamente en el siguiente disco. Nuevamente oímos la semilla de la etapa clásica de la banda, que está a punto de comenzar, pero que de momento solo se intuye.
Ahora sí. Por fin. Tras terminar una gira junto a Status Quo, Thin Lizzy publican el sexto LP en seis años. Y a la sexta va la vencida. Este álbum puede ser considerado ya sin ningún tipo de tapujos como una auténtica obra maestra. Repentinamente dan un salto cualitativo de gigantes y llegan casi al pináculo de lo que puede hacerse en su estilo. Combinan melodías y potencia mejor que nunca, y lo hacen tan bien o mejor que cualquier otra banda guitarrera de ese mismo momento. Las canciones de Lynott son ahora mucho más inspiradas y sus letras rayan la perfección. Todo suena en su sitio, y lo que es más importante, cuando escuchamos los cortes por separado son casi invariablemente memorables, todos ellos, uno por uno. La mini-ópera rock Jailbreak supone la explosión de la «era clásica» de Thin Lizzy, en la que grabaron una buena parte de sus mejores canciones. El talento de Phil Lynott estalla y deja atónitos incluso a quienes ya le conocían bien de la escena musical británica. No hay una sola canción de relleno. No hay un fragmento de música que no merezca la pena. Ya no suenan a lo que hacen otros, ahora suenan únicamente a ellos mismos y para colmo ese sonido es instantáneamente reconocible. Podría señalarse cualquier canción del álbum, que dejarse fuera cualquier otra es una injusticia. Con este disco, tras una intensa lucha, llega finalmente el triunfo. Obtuvieron disco de oro tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos. De hecho volverán a América para telonear a bandas como Aerosmith. Allí, por su talento como «contador de historias» constantemente comparan a Phil Lynott con Bruce Springsteen, lo cual cabrea mucho al irlandés (admite que respeta a Bruce, pero recuerda constantemente que «¡no soy el puto Springsteen!»). Por su lado, el propio Springsteen admitirá sin problemas que Lynott escribe mejores letras que él. Incluso Bob Dylan quedará impresionado, como sabremos después cuando Huey Lewis, amigo de Lynott, le pregunta al legendario cantautor por el trabajo del irlandés y Bob Dylan responderá sin vacilar «¡es un genio!».
«The boys are back in town»: La canción más conocida por el público en toda la discografía de Thin Lizzy. Ha aparecido en anuncios y películas, y a mucha gente le suena incluso sin saber exactamente quiénes son los autores. Buena parte de la culpa de esa repercusión se debe a que fue la única canción de Thin Lizzy que fue un gran hit en el mercado estadounidense. La melodía es perfecta, la estructura de acordes es perfecta, el estribillo es perfecto y las guitarras gemelas consiguen crear momentos álgidos una y otra vez. Después de seis años, Thin Lizzy están consiguiendo producir temas literalmente inmejorables.
«Cowboy song»: Una absoluta maravilla. Escalofriante, intensa, casi emocionalmente agotadora. Phil Lynott, como decimos, se encuentra en un momento mágico de inspiración y de repente tiene una asombrosa facilidad para producir de la nada himnos repletos de belleza. Su voz transmite como nunca, y los solos de guitarra de Robertson y Gorham, más rockeros y sencillos, van directos a la médula. Los cuatro músicos manejan la intensidad del tema a su antojo: suben, bajan, vuelven a subir, vuelven a bajar, y siempre arrastran al oyente con ellos. Otra de esas canciones que hacen que algunos coloquemos a Thin Lizzy entre los más grandes.
«Jailbreak»: El tema que abre el disco. Seco, directo, sencillo y sin pretensiones. Una sucesión de riffs potentes y reconocibles al instante, con la voz susurrante de Lynott narrando la fuga de una prisión en otra de sus pequeñas y fascinantes películas, y con ese break intermedio en que suenan sirenas de fondo —el escape de la prisión del que habla del título— que ya es un momento clásico e imitado en varias ocasiones por otras bandas. Aunque en mucha menor medida que «The boys are back in town», esta canción también sonó bastante en los Estados Unidos y por ende tuvo repercusión en muchos otros países.
«Angel from the coast»: Un tema que bien podrían haber grabado Led Zeppelin. La maquinaria sigue funcionando a todo tren, los elementos siguen encajando casi como por arte de magia, no hay nada que falte ni sobre. Una base rítmica demoledora sirve para que Lynott narre otra de sus mágicas historias casi en tono de conversación. Mención especial a los fabulosos entrelazados de guitarras y, como de costumbre, otra mención especial al trabajo de Brian Downey como corazón rítmico del grupo. Perfecta de principio a fin.
«Running Back»: Una extraordinaria canción melódica donde comprobamos de nuevo el enorme salto de calidad que han dado Thin Lizzy desde su transformación en cuarteto. Lynott está descubriendo que, aparte de la potencia de la banda, las melodías son realmente su punto fuerte como compositor.
«Warriors»: Una canción callejera y chulesca que ha calado menos entre el público pero que demuestra la enorme (y no siempre reconocida) influencia que Thin Lizzy tuvieron en la evolución del heavy metal. Nunca fueron exactamente una banda metálica —excepto en su último disco— pero casi no hay grupo heavy de los ochenta que no haya bebido directamente, sabiéndolo o no, de la fuente de Thin Lizzy.
«Emerald»: La nueva especialidad de Lynott —junto a las canciones melódicas— va a ser el hard rock épico. Un tema demoledor que se volvía todavía más demoledor en directo. Combina un sonido grandilocuente con las queridas lreferencias irlandesas de Lynott, así que aquí tenemos una especie de embrión de lo que será el futuro álbum Black Rose. Impecable. Como todo el resto del LP.
Jailbreak ha sido un gran éxito y parece que finalmente todo le va bien a Thin Lizzy. ¿O no? Pues bien: no. La mala suerte sigue cebándose con ellos y se ven obligados a interrumpir la campaña promocional debido a una hepatitis contraída por Phil Lynott, que les obliga a suspender toda una prometedora gira como acompañantes de Rainbow, el nuevo y exitoso grupo de Ritchie Blackmore. No obstante, fiel a su intención de publicar un álbum por año, Phil escribe nuevas canciones durante su convalecencia. El resultado será un buen disco, aunque bastante menos impactante que Jailbreak. Resulta obvio que los Lizzy ya han encontrado su fórmula química perfecta, pero también que carecen de la tranquilidad suficiente como para intentar repetir la hazaña, ya que cada vez que parecen estar en un buen momento sucede algo malo que detiene su progresión. Además de la enfermedad de Lynott, la tensión creciente entre su fuerte personalidad y la no menos fuert personalidad de Brian Robertson empezará a hacer difícil la convivencia en el seno de la banda. Con todo, gracias a este nuevo disco volverán a obtener un gran éxito en el Reino Unido, aunque como contrapartida el fogonazo que habían dado en América comienza a apagarse lentamente, lo que probablemente impidió que Thin Lizzy terminasen estableciéndose en el inconsciente colectivo como sí lo harían Led Zeppelin, Deep Purple, Black Sabbath, AC/DC, Judas Priest y otras grandes bandas de hard rock británico o australiano.
«Don’t believe a word»: Sin duda alguna el tema estrella del disco y tal vez el único que por su enorme calidad no hubiese desentonado en Jailbreak. Lynott encuentar una vez más el perfecto equilibrio entre la melodía y la fuerza guitarrera. Esta canción terminaría convirtiéndose en uno de los puntos fuertes de sus directos. Curiosamente, a Lynott también le apetecía interpretarla en un formato mucho más lento y suave… pero a Brian Robertson no le gustaban demasiado las baladas, así que en el disco quedó registrada la versión más movida (y para mi gusto la mejor).
«Johnny the Fox meets Jimmy the Weed»: Otra de las eternas historias callejeras de Lynott, narrada sobre un ritmo funky y bailable que ofrece un lado muy distinto al hard rock potente o a las baladas melódicas que componen casi todo el resto del repertorio de la banda en aquellos años.
«Massacre»: Una canción oscura en la que Lynott reflexionaba sobre la intolerancia religiosa. De formación católica, se había sorprendido por su propia reacción tensa e incómoda ante la visita de un pastor protestante durante su convalecencia en el hospital. Evidentemente, en aquellos años el tema religioso era muy candente para un irlandés por todas las connotaciones políticas que había detrás, así que en este tema Lynott hacía examen de conciencia sobre la estupidez que supone utilizar la religión para separar a la gente.
Tras la publicación de Johnny the Fox, cómo no, se producen más problemas. Por enésima vez la gira de presentación de un nuevo disco de Thin Lizzy se sumirá en el más completo caos. Brian Robertson estaba verdaderamente fuera de control. La nueva gira les dio la oportunidad de recorrer Estados Unidos nada menos que teloneando a Queen, pero Robertson quedó incapacitado para tocar porque se hirió la mano durante una de sus constantes peleas (eso sí, a cambio de hacer estragos entre sus contrincantes: le rompió la pierna a uno, la clavícula a otro, tumbó de un cabezazo a un tercero… en fin). Thin Lizzy, pues, se quedan otra vez sin un guitarrista en plena gira. Una vez más, recurren al viejo amigo Gary Moore para poder terminar el tour.
Phil Lynott también se metía en muchas peleas —es bien sabido que pelear era una de sus aficiones favoritas— pero al contrario que a Robertson eso no le incapacitaba para seguir tocando. Así que, cansado de las incontrolables explosiones del escocés, decide que va a expulsarlo definitivamente del grupo. Aquella gira, además, cambió la actitud de Phil Lynott frente al negocio. Hasta entonces Thin Lizzy habían sido tipos de la calle que conocían poco más allá de su microcosmos proletario. Pero Lynott quedó deslumbrado por los lujos de los que se rodeaban Queen y por la personalidad de Freddie Mercury. Phil procedía de los barrios más duros de Dublin, pero se dio cuenta de que ahora era una estrella del rock y los aires de divo de Mercury le parecieron la actitud correcta que debía mostrar el líder de una banda. A partir de aquel momento empezó a comportarse también como un divo, imitando el férreo control que Mercury ejercía sobre Queen, lo cual provocaría nuevas tensiones internas en Thin Lizzy. Hasta entonces los Lizzy habían sido más bien una pandilla callejera (Gorham recordaría más tarde que «si alguien se metía con uno de nosotros cuatro, iba a tener serios problemas con el resto»), pero Lynott decidirá que, al igual que Mercury hacía con Queen, él quiere convertir a los Lizzy en su grupo.
Con Robertson fuera de la banda, Lynott, Downey y Gorham comienzan a grabar un nuevo álbum. Phil Lynott estaba dispuesto a sustituir definitivamente a Robertson por Gary Moore, pero una vez más Moore tenía sus propios proyectos y declinó la oferta. Esto hará que Phil cambie de idea. Brian Robertson retornará —en principio con la cabeza gacha— y participará en varias canciones del disco (únicamente tres, si atendemos a los créditos). Además, será «castigado» por Lynott cuando la fotografía de portada del disco muestre a Thin Lizzy como trío, sin rastro alguno del escocés. En cuanto al LP en sí, está en la línea de Johnny the Fox: es bueno, pero tampoco llega al nivel apabullante de Jailbreak… con la excepción de dos buenísimos temas que ayudarán a catapultar el álbum al cuarto puesto de las listas británicas, además de abrirles camino en el mercado europeo.
«Dancing in the moonlight»: Una de las dos grandes joyas del álbum. Aunque bastante alejada del rock duro que generalmente caracteriza a la banda, pone de manifiesto que la inspiración de Lynott sigue alcanzando sus más altas cotas también en los temas más tranquilos. Esta canción fue un gran éxito en las islas británicas y todavía hoy es una de sus composiciones más inolvidables. Maravillosa.
«Bad Reputation»: El tema que da título al disco se transformó en un nuevo éxito, pero muy especialmente sirvió para que Brian Downey se luciese detrás de su batería con una sucesión de espectaculares redobles que lo convierten en el protagonista absoluto de la canción, incluso por encima de la voz de Lynott y de las características guitarras gemelas de Gorham y Downey.
El éxito europeo de Bad Reputation fue seguido por el todavía más resonante éxito del directo Live and Dangerous, testimonio de la triunfal gira que Thin Lizzy realizaron por el continente. En su día Live and Dangerous fue considerado un directo modélico, un ejemplo a seguir en la industria, aunque hoy existen muchas dudas de cuánto tiene de directo y cuánto de retoque posterior en estudio (mejor aparcamos el tema porque nos llevaría a una larga discusión). Con todo, y como ya es casi una maldición inevitable, la nueva gira de los Lizzy vuelve a degenerar en caos. Las habituales tensiones entre Lynott y Robertson siguen creciendo y explotan definitivamente: el guitarrista abandonará el grupo repentinamente justo después de acabar un concierto en España… y esta vez no habrá retorno. Por tercera vez en su corta historia, Thin Lizzy se verán obligados a recurrir a Gary Moore para poder finalizar un tour. Esta vez, sin embargo, Moore accederá a quedarse también para grabar un nuevo álbum, quizá como compensación al hecho de que Phil Lynott colaboró intensamente en su disco de debut en solitario, Back on the streets. El disco de Moore alcanzó gran éxito gracias a algunas canciones escritas y cantadas a medias con Lynott, como «Parisienne Walkaways». Durante esta época, la simbiosis entre los dos viejos colegas irlandeses será muy intensa.Incluso podemos ver a Lynott y Gorham tocando algún tema del disco en solitario de Gary Moore —con el espectacular Cozy Powell a la batería— en alguna aplastante aparición televisiva.
Y con Gary Moore en la banda, llega la segunda obra maestra absoluta de Thin Lizzy. Con este disco vuelven a rayar en los niveles de grandeza de Jailbreak, si acaso no más; de hecho resulta difícil decidirse entre un disco y otro. El nivel de composición de Lynott vuelve a ser apabullante en prácticamente todos los cortes del álbum. La llegada de Moore añade un extra de feeling a las guitarras —Robertson era bueno, pero Moore es mucho mejor— y por si fuera poco ayuda a complementar a Lynott en los coros, ya que las voces de ambos empastan a la perfección. Black Rose destila vitalidad, fuerza, energía, talento… es un trabajo prácticamente perfecto de principio a fin y que contiene algunos de los momentos más espectaculares en toda la trayectoria del grupo. Por otra parte, las letras de Lynott continúan estando entre las más brillantes del negocio musical y por aquel entonces su capacidad lírica estaba llamando la atención de muchos grandes nombres del negocio. En el Reino Unido e Irlanda, Thin Lizzy alcanzaron el momento de mayor popularidad y el mayor índice de ventas de toda su carrera, estando a punto de colocarse en el número uno de las listas británicas (se quedaron en el número dos, porque entonces estaban arrasando bandas como ABBA). También creció su repercusión en el resto de Europa, España incluida —aunque hoy casi nadie los recuerde, llegaron a hacerse notar bastante en nuestro país— y hasta fueron populares en lugares tan lejanos como Australia y Japón, algo muy meritorio teniendo en cuenta que en los Estados Unidos, incomprensiblemente, el público se estaba olvidando de ellos. Es difícil entender que en la América de 1978-79 no triunfase un disco como este, pero así fue. Aunque su influencia está ahí y, sirva como ejemplo esta curiosidad, Axl Rose lleva tatuada la portada de Black Rose en un brazo.
«Do anything you want to»: Primer tema del álbum. Se inicia con una impactante percusión tras lo cual arranca una canción cien por cien Lizzy, con sus guitarras gemelas, con otra de esas inimitables melodías típicamente Lynott y con la sensación general de que el grupo está volviendo a disfrutar con su música como en los tiempos de Jailbreak. En resumen: una canción impresionante que gusta más cuanto uno más la escucha. Hasta podemos oír a Lynott imitando (bastante bien) el tono de voz de su ídolo Elvis Presley en algunas frases habladas. Y qué decir del videoclip: es uno de los más entrañables grabados por el grupo, gracias sobre todo a la factura más bien casera de las caóticas escenas intercaladas.
«Sarah»: Con este tema se produce algo bastante inusual en la historia de una banda y es el haber publicado dos temas completamente diferentes con un mismo título. Lynott vuelve a escribir una canción llamada Sarah, aunque esta vez no se la dedica a su abuela sino a su primera hija. La verdad, no hay comparación entre ambas canciones: la de este disco es probablemente la mejor balada jamás grabada por Thin Lizzy, una auténtica maravilla. En el videoclip tenemos a Lynott bailando románticamente con su mujer (aunque ninguna de las niñas que aparecen es su hija, que aún era muy pequeña) y también tenemos una impagable aparición final del cachondo de Scott Gorham dándole su particular toque americano al asunto (¡lo mejor de todo el video!). Por desgracia, Sarah Lynott tuvo que crecer sin su padre, pero esta canción es uno de los regalos más memorables que un hombre podría haberle hecho a su pequeña. Además, como curiosidad, este tema provocó que una oleada de niñas fuesen bautizadas con el nombre de Sarah en el Reino Unido e Irlanda. Una joya inmortal que jamás he entendido por qué no tiene mucha más repercusión entre todos los públicos. Para mí, personalmente, es una de las canciones más bellas del siglo XX. Así como suena.
«Toughest street of town»: Lynott, con esa pasmosa facilidad para crear poesía de la nada con un lenguaje cotidiano, vuelve a hablarnos de los ambientes que tan bien ha conocido desde la infancia —la «calle más dura de la ciudad»— y lo acompaña con una melodía vitalista en la línea de «Do anything you want to». Mención aparte para el solo de guitarra de Gary Moore, quien como de costumbre parece a punto de prenderle fuego a su instrumento a base de intensidad.
«Get out of here»: Por lo general, las canciones sobre rupturas amorosas suelen ser melancólicas, pero Lynott le da un giro al asunto y escribe un tema repleto de sarcástico desenfado, que canta con desparpajo y chulería. La base musical es igual de vitalista que casi todo el resto del álbum. El tema está coescrito por Midge Ure, más tarde conocido como líder de Ultravox.
«Roisin Dubh (Black Rose), A Rock Legend»: Palabras mayores. Lo de esta canción no tiene nombre, ya lo aviso. Lynott siempre se había caracterizado por su amor a la tradición de su país, pero aquí compone el que será su gran himno irlandés. Las guitarras gemelas de los Lizzy llegan aquí a su punto culminante, especialmente en el largo intermedio instrumental, uno de los momentos más álgidos que haya alcanzado un dueto de guitarras en toda la historia del rock: interpretan varias melodías tradicionales irlandesas en un crescendo continuo que llega a momentos de auténtico paroxismo (y una vez más, ojo también a la batería de Downey). Siempre envidio a quien vaya a escuchar esta canción por primera vez, porque descubrir todo ese interludio instrumental es una experiencia verdaderamente única. Esos minutos, por sí solos, ya bastarían para justificar el estatus de Thin Lizzy como una de las más grandes bandas de rock de todos los tiempos. Y aunque su fantástica versión de «Whiskey in the jar» goza de más fama, incluso ella palidece al lado de lo que hacen en «Roisin Dubh». De hecho, creo que no hay ninguna otra banda que haya conseguido grabar algo parecido, adaptando la música irlandesa al rock con semejante pureza sin renunciar a la potencia y la electricidad. Absolutamente increíble. Si lo va a escuchar usted por primera vez, hágame caso y asegúrese de desconectar el teléfono y que nadie le interrumpa en los próximos minutos. Va a merecer la pena, se lo garantizo.
Pero, como de costumbre, la calidad y éxito del disco tienen que venir acompañados por nuevos problemas. Por enésima vez, la formación se viene abajo durante una gira. En mitad del tour promocional por los Estados Unidos, las tensiones internas vuelven a hervir hasta que Gary Moore termina marchándose súbitamente tras una furiosa discusión con Lynott. Fue una ruptura amarga, que hizo que no se hablaran durante varios años pese a haber sido muy amigos desde mucho tiempo atrás. De nuevo, Lynott se ve obligado a terminar una gira en cuadro, y recurre a Midge Ure como guitarrista de urgencia. Una y otra vez, los tropiezos inesperados sabotean el ascenso del grupo.
Con la relación entre Lynoltt y Moore temporalmente rota, se ven obligados a fichar un nuevo guitarrista y recurren a Snowy White, a quien habían visto tocando con Pink Floyd durante la gira de Animals. Pero la presencia de Snowy White será, cómo no, problemática. No por su carácter, menos fuerte que el de Gary Moore y desde luego mucho más civilizado que el del cafre de Brian Robertson. El problema de White será verse obligado a compatibilizar Thin Lizzy con las exigencias que tiene su lucrativo trabajo como mercenario en Pink Floyd. Además, su estilo a la guitarra —muy técnico pero menos arrollador que el de sus predecesores— será considerado inapropiado por no pocos fans y críticos. De todos modos, dejando aparte este hecho, Thin Lizzy estaban empezando a vivir momentos delicados: los coqueteos de Phil Lynott con las drogas se estaban transformando en un muy serio problema. Scott Gorham, que había abandonado Estados Unidos para huir de sus adicciones, ha recaído en ellas. La banda ya no siempre suena bien en directo (hay algunas interpretaciones de temas durante esa época que es mejor olvidar) y si tenemos en cuenta que además Lynott había estado también escribiendo su debut en solitario, Solo in Soho, resulta comprensible que el nivel de las composiciones baje sensiblemente. Aunque hay que resaltar que el disco recibió críticas quizá demasiado negativas en su día, incluso diría que ha sido siempre maltratado más de la cuenta por la prensa musical y por muchos fans. Quizá se debe a la muy desfavorable comparación con la obra maestra que fue el inmediatamente anterior Black Rose. Sí, la comparación entre ambos es sangrante. Pero Chinatown no es un mal disco. Irregular sí, y no se puede negar que hay algunos temas de relleno y que musicalmente es mucho menos interesante, pero hay algunos cortes que merecen la pena. Eso sí, tuvo bastante éxito en Europa, quizá como consecuencia de la popularidad acumulada durante los años anteriores.
«Chinatown»: La canción que da título al disco es un fantástico tema repleto de efectivos riffs de guitarra. Aunque las típicas historias callejeras de Lynott no tienen aquí la brillantez de otras ocasiones y no pocos críticos hicieron notar que la letra era bastante pobre en comparación con lo que el irlandés era capaz de hacer, no se puede negar que en conjunto es una muy buena canción.
«Sugar Blues»: Otro de los temas más destacados del álbum, también caracterizado por riffs de guitarra muy efectivos y por un ritmo trepidante. Quizá falta la carga melódica del Black Rose, pero es otra de las canciones de Chinatown que fueron injustamente despreciadas por la crítica. Quizá porque seguían un estilo más lineal y directo, menos barroco, que el del trabajo predecesor.
«Killer on the loose»: Seguramente la canción más popular del álbum, otro fantástico hard rock en el que Lynott rememora a Jack el Destripador, y al menos la letra vuelve a tener la viveza casi cinematográfica de los mejores tiempos —no como la sucesión de tópicos de otros temas del disco— y donde además toda la banda cabalga a la perfección. Como curiosidad, la canción fue bastante polémica porque pese a que hablaba de un criminal del siglo XIX, su publicación coincidió con la aparición de un terrorífico asesino en serie en el Reino Unido.
El peor disco de Thin Lizzy según la opinión prácticamente unánime de sus fans. Lo cual no significa que sea un disco absolutamente horrible, pero sí que carece por completo de la magia que habían llegado a alcanzar en el pasado. Este disco es una muestra del momento de confusión que atraviesa el grupo, que está muy cercano a su separación. De hecho, habían empezado a trabajar en esta grabación con la idea de que fuese el segundo disco en solitario de Phil Lynott, quien parece cada vez menos interesado en Thin Lizzy. Al final, ese desinterés se traduce en que ni siquiera se molesta en componer tanto material como antes, por lo que finalmente accederá a que lo grabado se publique bajo el nombre de Thin Lizzy. Todo esto se traduce en un álbum que no tiene mal sonido pero al que le faltan temas memorables, ni siquiera tiene esos tres o cuatro temas con pegada que sí había en Chinatown. Com oconsecuencia, este disco venderá mucho menos que los anteriores. A estas alturas Thin Lizzy ya no significaban nada en los Estados Unidos y buena parte de su fugaz popularidad americana se había desvanecido por completo, aunque en Europa todavía fuesen un nombre a tener en cuenta. Pero el descenso de ventas y el cansancio de sus miembros parece anticipar una pronta separación.
«Hollywood (Down on your luck)»: Un buen ejemplo de la falta de pegada de este disco es que el principal single elegido para su lanzamiento suena correcto —tiene algún buen momento a mitad de tema— pero no desprende un ápice de la magia de las grandes composiciones del pasado. Thin Lizzy suenan ahora a banda del montón, lo que nunca habían sido, ni siquiera en sus comienzos. Quizá el síntoma más evidente del mal momento que atraviesan es que incluso la letra suena a cliché barato, cuando no mucho antes Lynott había sido capaz de convertir casi cada canción en una pequeña y fascinante novela.
A estas alturas, Thin Lizzy sencillamente ya no funcionaban a nivel interno. Snowy White decide finalmente que su estilo no se ajusta a la banda y obtiene una salida amistosa. Una vez más, Thin Lizzy se quedan sin un guitarrista, pero la diferencia con ocasiones anteriores es que ahora a nadie en el seno de la banda le preocupa demasiado. Todos los miembros están cansados de soportar la continua tensión y están más que dispuestos a disolver el grupo. Phil Lynott ya está pensando en formar una nueva banda, Grand Slam, donde le acompañará Brian Downey junto a nuevos músicos. Scott Gorham está sencillamente harto. Thin Lizzy tienen las horas contadas. Eso sí, acuerdan que —con el único fin de recaudar dinero y exprimir un poco más la marca— grabarán un último disco y anunciarán una gran gira de despedida. Pero algo sucederá. Contra todo lo previsto, Thin Lizzy no se despedirán exactamente en horas bajas.
Para grabar su último disco reclutan a un nuevo guitarrista, el joven inglés John Sykes, conocido principalmente por su breve trayectoria en la banda de heavy metal Tygers of Pan Tang (no es un grupo que yo escuche a menudo, aunque por algún motivo siempre he sido fan de su tema «Euthanasia»). En principio, como decíamos, la excusa era grabar un disco para explotar el recurso publicitario de que la gira de presentación serviría como despedida definitiva de Thin Lizzy. Nadie tenía ganas de continuar con el invento. Y Lynott menos que nadie, más preocupado como estaba por intentar edificar una carrera en solitario y seriamente afectado por el desmoronamiento de su matrimonio —por entonces ya tenía dos hijas— a causa de sus continuas infidelidades y de los cambios de carácter producidos por las drogas.
Sin embargo, y por una vez, las cosas salen mejor de lo previsto. La entrada de Sykes, completamente entusiasmado por formar parte de Thin Lizzy, aporta un plus de energía que rejuvenece al grupo, que renueva el ambiente interno de la banda y que incluso cambia la química musical. También el teclista Darren Wharton, que había tenido un papel más discreto desde su entrada en el grupo, empieza a colaborar más intensamente para darle forma al nuevo sonido. Todos los demás se contagian del ímpetu de Sykes y Wharton. Phil LYnott recupera el interés y vuelve a preocuparse por escribir buena música y buenas letras. Aunque el grupo empieza a sonar más heavy metal, curiosamente es un cambio que no parece nada forzado. Así, en el mismo año en que por ejemplo Metallica publicaban su debut, Thin Lizzy produjeron un disco que podía perfectamente competir en energía y frescura con las bandas mucho más jóvenes que estaban llevando el heavy metal a lo más alto. Thunder & Lightning es un disco más que interesante y parecía ser la primera piedra de una nueva etapa de brillantez para Thin Lizzy. El éxito vuelve a sonreírles, y aunque no están en los niveles de popularidad de la etapa de Jailbreak, probablemente solo hubiesen necesitado otro disco más de semejante calidad para terminar de demostrar que los maestros eran muy capaces de plantarles cara a los alumnos metaleros del momento.
«Thunder & Lightning»: Por decirlo en una palabra: tremebunda. Los Lizzy ya no suenan melódicos, pero poco importa porque el resultado es absolutamente fantástico. Cualquiera diría que esto es el debut repleto de energía explosiva de una nueva banda dispuesta a comerse el mundo. Pero no, son los viejos Thin Lizzy entrando de lleno en el metal de los ochenta como una locomotora desbocada. A las voces, Phil Lynott se desgañita como un poseso, más que en ningún otro tema grabado antes por él. Downey le pega a las baquetas como un veinteañero. Gorham vuelve a sonar con fuerza y John Sykes pone de manifiesto su hambre de gloria. Wharton, por su parte, demuestra lo bien que puede encajar un solo de teclados en un tema de heavy metal veloz. Incluso la letra es fascinante: si muchos años atrás Lynott había descrito su vida de macarra en «The Rocker», aquí vuelve a retratar sus andanzas en las calles con esa facilidad suya para elaborar escenas dignas de una película de Scorsese,hablándonos una vez más de su afición a las peleas. Sí, cuesta creer que «Sarah» y «Thunder & Lightning» hayan sido producidas por la misma banda y escritas con tanta sinceridad por un mismo individuo, pero así es. Impresionante.
«Cold Sweat»: El single más exitoso del disco y otra muestra de la perfecta adaptación de Thin Lizzy al heavy metal de la época. No es tan salvaje como «Thunder & Ligthting» (¡un disco con nueve canciones como esa hubiese matado a cualquiera!) pero obtendrá incluso mayor repercusión en las radios del momento.
Tras la publicación del álbum, gozando un éxito de ventas en el Reino Unido y Europa que apuntaba un futuro renovado y brillante, Thin Lizzy vuelven a sonar poderosos en escena tras una etapa de muchos titubeos y de malas actuaciones a causa de las sustancias que consumían a toneladas. En la exitosa gira de despedida invitan ocasionalmente al escenario a antiguos miembros como Eric Bell y Gary Moore, para seguir celebrando la historia del grupo ante los fans que acuden a darles el adiós. Cierto es que conforme avanzaba el tour, Lynott no siempre estará en la mejor forma vocal y que la heroína seguirá circulando generosamente por los camerinos, pero la respuesta del público es muy buena. De repente, el grupo que todos sus miembros querían abandonar vuelve a tener vida. El único que todavía está decidido a retirarse es Scott Gorham, que había huido de América para no continuar en las drogas y que estando en Thin Lizzy se había metido en un atolladero incluso peor, del que ahora tenía que volver a salir. Pero el resto quiere continuar y grabar otro disco. Phil Lynott y Brian Downey recuperan la ilusión por Thin Lizzy. John Sykes está simple y llanamente emocionado de estar allí y trata de conseguir que la banda no se disuelva.
Pero será demasiado tarde. Como ya habían anunciado que aquella gira era la de su despedida, se consideró que continuar en ese momento hubiese significado una especie de estafa al público que había pagado por tener la última oportunidad de ver a los Lizzy en directo. Así, a causa de una jugarreta publicitaria que se les volvió en contra, Thin Lizzy tuvieron que disolverse.
Aquello supuso el inicio del fin para Phil Lynott. Con su matrimonio roto y viendo mucho menos a sus hijas —lo cual, según su entorno, le destrozaba— ya solo le faltaba perder a la banda de su vida justo después de haber recuperado la ilusión por continuar en ella. Para colmo, en su nueva banda Grand Slam no pudo contar ni con su amigo de la infancia Brian Downey (que había decidido echarse atrás, cansado de las giras) ni con John Sykes, que ante las dudas sobre el futuro de Thin Lizzy no pudo declinar la posibilidad de fichar por Whitesnake (con los que viviría una etapa de inmenso éxito mundial poco más adelante). Con una carrera en solitario sumida en la incertidumbre y con su vida personal hecha añicos, el abismo se abrió bajo los pies de Phil Lynott y cayó definitivamente en el más oscuro agujero de su existencia. Murió tres años después, en 1986, tras una imparable decadencia marcada por su incapacidad para abandonar un creciente consumo de drogas y un estilo de vida cada vez más autodestructivo. Pero esta es otra historia.
En cuanto a Thin Lizzy, el grupo fue revivido más adelante por John Sykes, quien arrastró consigo a Brian Downey y Scott Gorham (y a algunos otros antiguos miembros) para reformar la banda o lo que quedaba de ella y retornar a los escenarios. Cada cual opinará lo que quiera de este «retorno»; en opinión de quien suscribe no existen Thin Lizzy sin Phil Lynott, así de simple, por lo que la cosa no pasa de ser una cualificada banda de tributo que haría mejor llamándose de otra manera. Por lo que a mí respecta, Thin Lizzy murieron con Phil y no han resucitado jamás. Lo que sí prometo es escribir un artículo biográfico dedicado exclusivamente a Phil Lynott, porque verdaderamente su historia lo merece y en el presente artículo apenas hemos dado alguna pincelada de todo lo que se puede contar respecto a su novelesca biografía. Pero espero que, de momento, haya sido suficiente con rescatar una parte de toda la maravillosa música que Thin Lizzy grabaron en su día.
Treinta y tres años han pasado desde la muerte del cineasta inglés Alfred Hitchcock pero sus películas siguen resultando sorprendentes y atrayentes para buena parte del público. Prueba de ello es que se encuentran entre las más emitidas por las televisiones de medio mundo y aun así siguen siendo ávidamente consumidas por los espectadores. Alfred Hitchcock no solamente fue uno de los directores británicos más exitosos de su generación —junto al hoy injustamente «olvidado» Carol Reed— sino que su estilo ha marcado a numerosos cineastas de generaciones posteriores. Podría decirse que Hitchcock revolucionó muchos aspectos del séptimo arte, fundamentalmente a través de un vocabulario audiovisual muy definido. Así que como homenaje a su cine, veamos algunas de las características más llamativas de esa tan personal manera de hacer películas y más concretamente de su manera de hacer suspense, el género que más le gustaba, en el que mejor se desenvolvió y por el que ha pasado a la historia. Muchas de estas características las diseccionó él mismo en numerosas entrevistas, así como en aquella legendaria conversación con François Truffaut que en España se publicó con el título de El cine según Hitchcock, y que es una imprescindible lectura no solamente para comprender su trabajo sino para deleitarse sobre una lección magistral sobre el séptimo arte. Aquí desgranaremos quince características de su cine, pero naturalmente son solamente una parte de su amplio y complejo universo.
El cine es un espectáculo y el público es el destinatario: Este fue uno de sus principios básicos. Y aunque ese principio podría parecer una perogrullada lo cierto es que no lo fue tanto entre ciertos sectores de la crítica, quienes no respetaron demasiado a Hitchcock. Al menos no recibió los parabienes generalizados de la crítica hasta prácticamente los últimos años de su vida. Todo ello por su fama de director «comercial», que hizo que —hasta cierto grado— se le tuviera en algo menor consideración como artista. Esta tendencia crítica se agudizó particularmente después de su instalación en Hollywood y es un caso con bastantes paralelismos con el de Spielberg, aunque este sí obtuvo un reconocimiento generalizado más temprano en su carrera. Con todo, Hitchcock fue nominado cinco veces como mejor director en los Oscars (por Rebecca, Náufragos, Recuerda, La ventana indiscreta, y Psicosis) aunque no ganó ninguna estatuilla. Sí la ganó como mejor película Rebecca en 1941, aunque resulta significativo que ninguno de sus films obtuviese una nominación como mejor película más allá de 1946. Sin embargo, el —relativo— desapego de la crítica más intelectual no preocupaba demasiado a Hitchcock (en todo caso le fastidiaba, pero no tanto como para intentar ser «más artístico»). El espectador era finalmente el crítico más exigente, y «Hitch» consideraba que la mejor crítica para una película era que esta atrajese a la gente y que la gente saliese contenta de la sala de cine. Además, la asistencia de público hacía feliz a los estudios. Por eso siempre cuidó su relación directa con el espectador, promocionando su propia figura y convirtiéndose en un chiste más asociado a su cine, apareciendo en los trailers publicitarios (en la foto de abajo, Hitchcock en el trailer de Los pájaros), y relacionando su nombre con publicaciones, series de televisión, etc.
Los argumentos, siempre simples: A Hitchcock no le gustaba filmar argumentos complejos, lo cual fue otro de los motivos de que recibiese no pocos e injustos desprecios de cierta parte de cierta crítica, que requería mayor «profundidad» y «mensaje». Pero Hitchcock amaba el de suspense y pensaba que dicho suspense debe construirse a base de recursos narrativos puramente audiovisuales, no de una mera acumulación de interrogantes argumentales. Una historia simple permite utilizar muchos recursos visuales que explican y subrayan elementos simples y que el espectador podrá entender de manera intuitiva. En cambio, una historia compleja escaparía a la comprensión intuitiva y haría que esos recursos visuales resultaran inútiles, bombardeando al espectador con demasiada información simultánea que tendría que ser resumida artificiosamente en los diálogos.
Los diálogos son generalmente inútiles: Cualquier espectador tiene grabadas en la retina imágenes de sus películas, pero es poco probable que recuerde un diálogo de memoria. No en vano Hitchcock definió una buena película como aquella que puedes ver en la televisión de tu casa con el sonido apagado, pero cuyo argumento puedes entender a grandes rasgos sin necesidad de escuchar a los actores. Sus comienzos en el cine mudo marcaron profundamente su estilo y su manera de dirigir, hasta el punto de que llegaba a despreciar abiertamente los diálogos. Según Hitchcock, los personajes han de expresar su emoción mediante la interpretación facial y gestual de los actores: lo que digan, las palabras que pronuncien, son lo de menos. Es más, en muchas secuencias de sus largometrajes, las líneas de diálogo llegan a contradecir lo que los actores están expresando con su rostro o sus acciones. Los diálogos quedan, pues, como mero ruido de fondo. Y en cualquier caso como último recurso para explicar aquellos elementos argumentales demasiado complejos como para poder ser expresados mediante la simple imagen, pero que aun así resultan necesarios en la trama. Hitchcock detestaba particularmente lo que llamaba «teatro filmado», aquellas películas que lo basan todo en los diálogos y dejan de lado los mecanismos puramente audiovisuales que para él son la esencia misma del cine. Lo que están pensando los personajes debemos poder verlo en sus caras.
El sonido puede ser tan importante como la imagen: Paradójicamente, pese a su formación en el cine mudo y pese a su abierto desprecio de los diálogos, Hitchcock fue uno de los pioneros en utilizar sonidos y música no como mero fondo ambiental sino como recurso para introducir un elemento emocional o incluso informativo en una escena, o para introducir a personajes a los que no vemos en pantalla. Un ejemplo célebre y mil veces imitados sucede en Los pájaros, cuando los protagonistas están encerrados en una casa y sabemos que están rodeados por las aves, pero lo sabemos únicamente porque escuchamos a esas aves haciendo ruido en el exterior. También servía para expresar las emociones de los personajes. Como ejemplo, la impresionante secuencia del desayuno en Chantaje, donde en mitad de una charla supuestamente intrascendente sobre un crimen en el que está involucrada, Anny Ondra termina escuchando obsesivamente la palabra knife! (cuchillo) y nosotros podemos entender perfectamente su estado de ánimo.
A su vez, el silencio más absoluto puede ser tan importante como el sonido, cuando es utilizado en el momento justo:
El peligro sucede en lugares insospechados: Él siempre decía que muchas películas de suspense de otros directores le aburrían porque estaban aferradas a determinados clichés establecidos. Por ejemplo: el malvado tenía siempre un aspecto siniestro, los peligros acechaban siempre en callejones y lugares oscuros, etc. Según él, estos clichés estaban tan asimilados por el espectador que ya sabía de antemano cuándo un escenario oscuro encerraba una amenaza, constituyendo la única sorpresa el momento preciso de la aparición de esa amenaza. Es decir, Hitchcock se quejaba de que muchas películas de suspense no eran realmente de suspense, sino que simplemente se limitaban a «dar sustos» pero no creaban una auténtica sensación de incertidumbre sostenida. Por otra parte, estos antiguos clichés (y no tan antiguos; muchas películas de hoy se siguen aferrando a ellos) dejaban abierto el siempre fácil recurso de que el protagonista se salvara de algún modo porque apareciese un policía de la nada o porque algún vecino oyera gritos y bajara a ayudar a los protagonistas, o mecanismos similares. Para evitar esto, Hitchcock solía situar el peligro en lugares abiertos y bien iluminados, incluso en lugares concurridos y con la presencia de gente que podría ayudar pero que, por un motivo u otro, nunca lo hace. Por ello solía recurrir a argumentos con un elemento conspirativo, donde pedir ayuda policial o ponerse a soltar gritos no era exactamente la mejor idea para salir airoso. Según Hitchcock, en la vida real no hay un horario para las desgracias y la vida no diseña escenarios terroríficos para que a alguien le suceda algo terrorífico: cualquier cosa mala puede sucederle a cualquiera en cualquier momento. Lo importante era que pudiésemos captar el mal, que pudiésemos leer las intenciones de quien ataca al protagonista, como en la famosa secuencia del avión que persigue a Cary Grant sobre los campos de maíz: campo abierto, a pleno sol, y un malvado piloto en cuya mente podemos llegar a situarnos durante la secuencia.
El villano puede parecer perfectamente bueno: El otro cliché que mencionábamos, el del villano con rasgos «característicos de villano», fue también denostado por Hitch. Los malvados de sus películas podían ser los individuos más insospechados, muy a menudo personas de aspecto común e incluso distinguido. Un vecino, el aparentemente inocente dependiente de un motel, un amigo de aspecto inofensivo o incluso el propio marido de la protagonista… cualquiera podía ser el malo de la historia. También recurrió al resorte de introducir individuos peligrosos que no sabían que lo eran, como aquel niño de Sabotaje que portaba una caja desconociendo que dentro había una bomba: aquel niño no era exactamente un villano, pero sí era un instrumento inocente utilizado por los villanos y en la práctica era el portador del peligro (en el vídeo siguiente está la mencionada secuencia, así que es spoiler para quien no haya visto ese film). Hicthcock también recurría a malvados de los que nunca estaremos seguros si eran conscientes o no de su propia maldad, como las mencionadas e inquietantes aves de Los pájaros. Para acentuar la sensación de que el espectador nunca está seguro de quién es malvado y quién no, Hitchcock introducía personajes secundarios o anecdóticos que, en algún momento del film, despiertan las sospechas del protagonista y del propio público, incrementando así la sensación de indefensión. El malvado podría ser cualquiera que está de pie en una esquina o que lanza una mirada repentina al protagonista, aunque sea de manera casual.
No existen los héroes por naturaleza: Al igual que los villanos, tampoco los héroes son quienes deberían ser. Una premisa argumental habitual en su cine es la de que el protagonista sea una persona inocente y frecuentemente desvalida —al menos en apariencia—, que se ve implicada en una peligrosa trama ajena a ellos. En su cine apenas existen los héroes que luchan motu proprio por amor a la justicia, sino sencillamente individuos normales y corrientes que intentan salir de una situación peligrosa donde se han visto metidos sin saber muy bien cómo ni por qué. Paralelamente, en uno de tantos giros irónicos del cine de Hitchcock, aquellos que deberían comportarse como héroes nunca lo hacen: los policías y las autoridades de cualquier tipo suelen ser inútiles y de nula ayuda cuando se trata de combatir el mal que acecha a los protagonistas (unido a esto, Hitchcock siempre confesó sentir una curiosa fobia hacia los agentes de la ley). Así que sus héroes pueden ser pueden ser delincuentes que son culpables de sus propios delitos pero inocentes en la trama principal del film, como en Psicosis, o sencillamente individuos que se ven involucrados a causa de un pecado menor, como el de la excesiva curiosidad.
Una película es como un videojuego: Y eso que cuando Hitchcock murió los videojuegos modernos ni siquiera existían. Pero su uso de la cámara es muy similar al que podemos ver en diversos videojuegos, donde el jugador ve la acción en primera persona y a través de los ojos de su personaje. De manera similar, Hitchcock usaba la cámara para situar al espectador en la primera persona de la acción y fue uno de los principales desarrolladores de las técnicas de cámara subjetiva. En ocasiones la cámara escrutaba los espacios casi como si estuviese implantada en los ojos de algún curioso que husmease por el escenario, y así hacía partícipe al espectador de esa especie de curiosidad por comprobar qué hay en una habitación, en una calle, o en un vecindario. En multitud de ocasiones la cámara vuela libremente como representación directa de esa curiosidad innata del espectador. Muchas otras veces, en cambio, la cámara se convierte en los ojos del personaje principal y el espectador ve directamente lo que el protagonista está contemplando, normalmente mediante un plano-contraplano que bascula entre el objeto observado y la reacción del protagonista. En este caso, claro, no se trata de contagiar al espectador de una curiosidad abstracta sino de los muy concretos miedos del protagonista ante la situación.
Los encuadres tienen un significado emocional: Hitchcock, por lo general, no componía las secuencias anteponiendo una intención estética (por eso llaman tanto la atención en su cine, por lo inusuales, escenas como la muerte de una mujer en Topaz, cuando su vestido se derrama en poética metáfora de la sangre). Su intención solía ser primero y ante todo narrativa. Pensaba en afectar al público pulsando sus emociones primarias —miedo, curiosidad, etc.— y no recurriendo a la emoción estética. Y para pulsar esas emociones básicas creía ciegamente en que se necesitaba utilizar un tipo de plano para cada situación emocional concreta. Así, los momentos de clímax emocional están caracterizados por encuadres inusuales (verticales, oblicuos, deformados, etc.) planeados para causar la desazón visual del espectador, o bien por planos muy cercanos para involucrar al espectador en la acción. En cambio, los momentos tranquilos se caracterizan por planos mucho más horizontales y «bien» encuadrados, donde la cámara toma más distancia de la acción y donde la imagen es mucho más convencional, permitiendo que el espectador se relaje en su butaca al no percibir nada anormal.
El color también es un lenguaje: Hitchcock fue uno de los pioneros en utilizar el color como un lenguaje en sí mismo, algo que ha sido imitado por multitud de otros directores y que de hecho ese ha convertido en algo muy común en el cine posterior, hasta el punto de que existen estudios sobre tonalidades concretas asociadas incluso a géneros concretos. Hitchcock usaba los colores para establecer el tono emocional de una secuencia, principalmente. Pero también para otros fines diversos, particularmente el centrar la atención sobre determinados objetos o personajes. El ejemplo más famoso —él mismo lo utilizaba para ilustrar y explicar esta técnica— sucede en Vértigo: durante la primera parte de la película están completamente ausentes de la pantalla dos colores básicos como el rojo y el verde. Aunque el espectador no lo sabe, su percepción subconsciente sí nota una falta de equilibrio cromático y eso crea una cierta desazón visual en el público, en consonancia con la desazón que siente el protagonista a causa de su soledad. El espectador, aunque inconscientemente y sin darse cuenta, busca los colores que están ausentes y no los encuentra. Sin embargo, cuando aparece por primera vez Kim Novak —objeto de la obsesión de James Stewart— lo hace vestida de verde y sentada junto a una pared de intenso color rojo. Esa repentina visión satisface tanto al protagonista, que encuentra el objeto de su obsesión, como al propio público, que se siente aliviado al ver por fin esos colores en pantalla. Así, no importa que cada espectador concreto sienta hacia la actriz la misma atracción que siente el protagonista porque, mediante un proceso paralelo el espectador sentirá lo mismo que él cuando ve a aquella mujer en un restaurante. En su etapa de blanco y negro Hitchcock recurría a los contrastes de luz de manera parecida a como usaba el color, aunque lógicamente la paleta de posibilidades era más reducida.
Dios no juega a los dados: En muchos de los momentos climáticos de su cine, cuando el protagonista está a punto de hacer avanzar la historia, aparece alguien de la nada que desconoce la trama principal o los apuros del protagonista y que, sin darse cuenta, amenaza con arruinar la situación con su sola presencia. Hitchcock utiliza la casualidad o la mala suerte para poner al espectador al borde de su butaca, ya que vemos al protagonista en peligro pero sumido en una inoportuna situación cotidiana —que nada tiene que ver con la amenaza principal— de la que resulta difícil salir y que le está impidiendo conseguir aquello que necesita. En las películas de Hitchcock hay casi siempre una especie de dios malicioso que se encarga de gastarles bromas a los personajes, y cuanto más delicada la situación del personaje, más bromas de este tipo le gasta.
La importancia del contraste emocional: Otra de las grandes críticas que el director inglés hacía al cine de suspense tradicional era la falta de ligereza y de sentido del humor. Para acentuar los momentos de clímax, afirmaba, se necesitaban secuencias que ejercieran como contraste humorístico. Algunas de sus películas comenzaban con un registro ligero y esa ligereza podía aparecer después en cualquier momento del metraje, de la manera más inesperada, y en ocasiones incluso introduciendo detalles irónicos en mitad de los momentos de acción más intensa. Aunque a veces sus detalles ligeros se le volvían en contra, como la costumbre de aparecer medio camuflado en sus propias películas: al final tuvo que restringir esos cameos a la parte inicial de los films y hacerlos muy evidentes, para que el público no se distrajese del argumento principal, más pendiente de tratar de localizar al director. Una curiosa recopilación de sus cameos:
El montaje es el principal arma del director: Todos recordamos escenas célebres de sus películas, como aquella de la ducha en Psicosis, que se basan en el llamado «montaje acelerado». Esto es, una multitud de planos muy breves tomados desde diversos ángulos, que se suceden rápidamente en la pantalla para componer la acción. Esto, además de responder al intento hitchcockiano de crear desazón emocional en el espectador mediante enfoques inusuales, le servía para dejar su impronta personal en la película, era demás una manera de garantizarse que los jerifaltes del estudio no iban a retocar sus escenas… porque, ¡sencillamente no sabrían cómo montarlas! El director, decía Hitchcock, debe haber visualizado en su cabeza todo el largometraje ya antes de comenzar a rodar, y muy particularmente debe tener perfectamente memorizadas aquellas escenas clave que desea que aparezcan sin retocar en el film estrenado. De este modo, entregando en la sala de montaje un montón de planos aparentemente caóticos e inconexos, los ejecutivos se convencerían de que únicamente Hitchcock sabría cómo sacar algo con sentido de semejante caos de material. Y acertaba.
El espectador debe tener más respuestas que preguntas: Para Hitchcock el suspense no consistía en mantener al público en la ignorancia y rodeado de misterios, o dejando que las amenazas los sorprendiesen, sino todo lo contrario. La gente que miraba la pantalla debía tener mucha información, debía conocer aquello que podía sucederles a los protagonistas del film y debía saber dónde, cuándo y cómo acechaba el peligro. De lo contrario, lo que se obtiene es el efecto «susto», que dura apenas unos segundos, y no el efecto suspense, que puede prolongarse casi tanto como el director quiera. Es por esto que Hitchcock hizo siempre una auténtica campaña contra los Whodunit, las típicas historias detectivescas donde todo son preguntas y los misterios se van destapando poco a poco. Hitchcock, al contrario, mantenía únicamente un misterio o unas pocas preguntas sin responder, los mínimos para que la historia funcionase, pero el resto de respuestas se las entregaba al espectador de antemano. Los personajes del film, en cambio, recibían la información única y exclusivamente en un momento clave, cuando los espectadores ya habían procesado lo que estaba sucediendo en pantalla.
Los objetos no son muy distintos de los actores: No hablamos aquí del famoso desprecio de Hitchcock hacia los intérpretes, como en aquella célebre ocasión en que le preguntaron «¿Es verdad que usted ha dicho que los actores son ganado?» y él respondió tranquilamente «No he dicho que sean ganado, sino que hay que tratarlos como a ganado». Mucha gente ha tomado esta actitud como un signo de soberbia, aunque lo cierto es que podía resultar igualmente tajante con respecto a su propio trabajo como director. Pero más allá de este cinismo tan típico de él («no hagas películas con niños, ni con perros, ni con Charles Laughton») hay otro aspecto completamente distinto en su relación con los actores, pero ya a nivel puramente técnico. Hitchock no primaba a los actores por encima de los objetos. Objetos inanimados e intérpretes humanos eran ambos material de idéntico valor narrativo para la cámara. Esto hoy puede resultar menos sorprendente, ya que otros muchos directores han tomado ese camino, pero durante el auge de Hitchcock no resultaba tan común ese despego hacia el actor como casi exclusivo hilo conductor de la acción.
La mujer ha de responder a un patrón determinado: Hitchcock, como Billy Wilder, era frecuentemente acusado de misoginia, y como Wilder, lo negaba tajantemente. Es posible que ninguno de los dos se considerase realmente misógino en su vida personal —eran hombres felizmente casados y, al menos por lo que sabemos, con sendas mujeres de fuerte personalidad— pero como creadores hay algo que tienen en común: en sus películas los principales papeles femeninos muy a menudo se prestan a una interpretación bastante retorcida. Lo cual no significa que esa interpretación sea necesariamente cierta, pero sí que ha llamado suficientemente la atención como para que incluso en épocas pasadas, donde el feminismo no era precisamente una corriente de pensamiento dominante, se hablase bastante de ello. En el caso de Wilder, muchos personajes femeninos eran tratados con un cinismo rayano en el abierto desprecio, si bien es verdad que los personajes masculinos no salían mucho mejor parados. Pero no pocas veces la balanza parecía inclinarse en disfavor de las mujeres o así lo interpretaban los observadores. En el caso de Hitchcock se percibía una mezcla de profunda fascinación con una vena sádica que al parecer también mostraba en la vida real, al menos en lo referente a su retorcido sentido del humor. Si en el cine de Wilder muchas mujeres eran superficiales y volubles, en el de Hitchcock solían ser extremadamente pasivas y vulnerables. Eso sí, estas interpretaciones se hacen sobre el conjunto de toda su obra —porque como en todo hay excepciones o matices— y lo cierto es que a menudo se han exagerado ciertos rasgos o se ha pretendido psicoanalizar al director, señalando su obsesión con las mujeres de cabello rubio y con un físico refinado y elegante. O el que su cine contuviese altas dosis de sexualidad —que no de sexo— transmitidas con maestría; solamente un hombre muy fascinado por el atractivo sexual de la mujer podía conseguir que la bellísima pero habitualmente gélida Grace Kelly tuviese momentos de auténtica sensualidad calenturienta ante la cámara (y sin necesidad de hacer nada particularmente provocativo), sensualidad que no resaltaba prácticamente nunca bajo la batuta de otros directores. Según Hitchcock, mujeres como las de sus películas —refinadas, altivas— escondían su sexualidad bajo un velo de sofisticación, y él quería que el espectador descubriese esa sexualidad durante la película y que no la diese por hecho antes como sí sucedía con actrices con fama de ser más «carnales». O, dicho en sus propias palabras, «quería mujeres con aspecto de maniquí, auténticas damas, que se convierten en verdaderas putas cuando ya están en la alcoba». Esta explotación de una fantasía masculina bastante básica —conquistar la sexualidad oculta de una mujer aparentemente inaccesible— hizo que muchos quisieran trazar paralelismos entre las películas de Hitchcock y su propia sexualidad, aunque esto, claro está, ya es terreno especulativo.
El rey Midas del séptimo arte, posiblemente el hombre que más espectadores ha llevado a las salas de cine, y al mismo tiempo un director que ha tenido una relación ambivalente con la crítica y las academias. Adorado por los críticos en sus inicios, un tanto despreciado más adelante cuando ya se había convertido en el favorito del público, y universalmente reconocido cuando —paradójicamente— cuando casi todas sus obras maestras habían quedado ya atrás. Para algunos de nosotros es uno de los grandes directores de la historia del cine por derecho propio; otros quizá lo vean solamente un hábil pulsador de las teclas del espectador. En todo caso, creo que nadie puede negar que ha dirigido un puñado de largometrajes memorables que en algunos casos resisten perfectamente las comparaciones con lo mejor que se haya producido nunca en sus respectivos géneros. Y eso constituye una auténtica hazaña. También, como todo el mundo, Spielberg ha tenido sus trabajos imperfectos e incluso mediocres… pero cuando uno ve de tirón las que son consideradas sus mejores películas, difícilmente puede resistirse a la idea de que nos hallamos ante un cineasta con mayúsculas de los que ha habido muy pocos a lo largo de la historia del medio.
Steven Spielberg empezó a llamar la atención de la industria muy, muy pronto: nada menos que a los veintidós años de edad y gracias a un cortometraje hippie llamado Amblin’ donde narraba sin palabras la historia de amistad y amor de una joven pareja de autoestopistas. Pese a contar con pocos medios y un argumento más bien difuso —hablamos de una filmación con vocación bastante «arty»—, el corto obtuvo bastante repercusión en el circuito de festivales. Y lo que es más importante: llamó la atención de los directivos de televisión que buscaban a nuevos valores.
Más allá del tono vanguardista del cortometraje resultaba evidente que aquel jovenzuelo sabía dónde colocar la cámara y poseía un innato sentido de lo cinematográfico, así que los directivos de la emisora ABC lo ficharon de inmediato, convirtiéndolo en el director más joven que había firmado un contrato a largo plazo con una gran cadena televisiva estadounidense. En la televisión se curtió filmando algún que otro largometraje de terror modesto pero efectivo (Something evil) y diversos capítulos de series, el más notable de ellos el episodio inaugural nada menos que de la celebérrima serie Columbo. Pero la gran explosión de su talento llegaría con otro largometraje para televisión, el impresionante Duel.
Duel (El diablo sobre ruedas, 1971)
El maléfico camión de Duel: uno de los más logrados personajes “inanimados” de todos los tiempos.
La historia de un inofensivo agente comercial perseguido por un malvado camionero (¿humano?) por la desolación de las carreteras estadounidenses era en principio un modesto ejercicio de género para la ABC. Un producto perecedero cuya vida difícilmente hubiese sobrevivido a la franja horaria en que se emitió si hubiera sido facturado por otro director joven. Sin embargo, en manos de Spielberg, este proyecto se convirtió en un auténtico hito. Con una marcada influencia del maestro Hitchcock y una pasmosa habilidad para manejar los tiempos del suspense, Duel dejó atónitos a críticos y espectadores. Considerado con justicia uno de los mejores largometrajes jamás realizados para la televisión, ganó premios como el Globo de Oro o el Emmy y situó inmediatamente al cineasta de veinticinco años en la línea de salida de una prometedora carrera cinematográfica. Duel conoció también pases en salas de cine pero realmente no constituye su debut cinematográfico propiamente dicho. Eso sí, debido a su extraordinaria calidad, debemos incluirlo entre lo más logrado y destacable de todo su trabajo. Una obra maestra rodada con escasos medios por un jovencísimo cineasta decidido a asombrar al mundo.
The sugarland express (1974)
Goldie Hawn en el largometraje más olvidado de toda la carrera cinematográfica de Steven Spielberg. Película menor aunque, como de costumbre por entonces, no faltaban las secuencias más que interesantes.
Tras el impacto de Duel, Spielberg abandona la televisión al ser contratado por un estudio cinematográfico de los de verdad. Su primer largometraje en formato celuloide fue una película de acción basada en una historia real, cuyo reparto contaba con una jovencísima Goldie Hawn y el hoy olvidado William Atherton, interpretando a una pareja que secuestra a su propio bebé —entregado por la ley una familia adoptiva— y después es perseguida por la policía (la película Raising Arizona de los hermanos Coen tendría muchos paralelismos con este debut cinematográfico casi olvidado de Spielberg y cuesta creer que no esté, al menos en parte, inspirada en ella). El film intentaba explotar el formato road movie de la impactante Duel con trepidantes persecuciones en automóvil y secuencias de acción en la carretera. Aunque también mostraba muchos detalles de virtuosismo técnico y generalmente gustó a quienes la vieron en su día, The Sugarland Express era netamente inferior a Duel y no atrajo público a la taquilla. Esa falta de éxito, paradójicamente, puede explicat la gran simpatía que la crítica tenía por entonces hacia Spielberg, simpatía que terminaría esfumándose más adelante. Por cierto: hoy en día el propio Spielberg ignora este film y trata de hacernos creer que Duel fue su verdadero debut en la industria del cine. Pero no. Con todo, podemos considerarlo un debut aceptable, que flojea en bastantes aspectos pero que contiene no pocos retazos de la brillantez de su autor y hace ancitipar cosas positivas. Aunque en su siguiente trabajo Spielberg iba a exceder con mucho las expectatovas más alocadas que pudiera haber generado su evidente talento.
Jaws (Tiburón, 1975)
Niños en el agua, un balón y lo que parece sangre… uno de tantos ejemplos de los medios mínimos que usaba para crear una tensión máxima, la esencia de esa obra maestra llamada Tiburón.
Su segundo largometraje en celuloide fue un salto no de gigantes, sino de colosos. Planteaba un argumento técnica y conceptualmente difícil de llevar a la pantalla: la aparición de un tiburón asesino en una zona de vacaciones, argumento que bien podía haber hecho encallar su prometedora carrera con un mediocre flick de género como terminarían siéndolotantas secuelas e imitaciones. Pero Spielberg agitó la varita mágica que ya había empleado en El diablo sobre ruedas. Todo encajó en este film, podría decirse que milagrosamente. Incluso las dificultades técnicas redundaron en su favor, como el célebre hecho de que el tiburón mecánico construido para la ocasión no funcionase bien y Spielberg se viera forzado a usar más la imaginación que los efectos especiales para asustar a los espectadores, algo que como él mismo reconoce hizo mejorar muchísimo el resultado final de la película. Eso sí, para conseguir suplir los fallos técnicos por genialidades se necesitaba un enorme talento y Spielberg lo tenía de sobra, así que el joven cineasta asombró a propios y extraños con esta película de vocación de clásico instantáneo. Tiburón le valió los parabienes de la crítica y los elogios entusiastas de muchos otros directores ya consagrados: no pocos lo consideraban un genio emergente. Además se convirtió en un éxito de taquilla verdaderamente tremebundo que ponía al director en primera fila de la industria, al haber parido uno de los mayores hits de todos los tiempos. Steven Spielberg, rondando la treintena, se convertía de la noche a la mañana en un gigante de Hollywood.
Close Encounters of the Third Kind (Encuentros en la tercera fase, 1977)
Richard Dreyfuss, actor fetiche de Spielberg, estaba anodadado por las visitas extraordinarias que venían del cielo. Los espectadores también.
El taquillazo de Tiburón le otorgó a Spielberg no solamente grandes medios económicos para su siguiente film, sino un grado de libertad artística de la que no hubiese gozado de otra manera (libertad relativa, porque como sabemos tuvo sus peleas con el estudio a la hora de incluir algunas secuencias sorprendentes, como aquella de un barco aparecido en mitad del desierto). Usó la abundancia de medios para facturar otro film casi perfecto en su género, en el que nos hablaba de uno de sus asuntos favoritos —los extraterrestres— mediante una apabullante combinación de cinematografía clásica y unos efectos especiales de primera generación que incluso hoy resultan impactantes. El film fue otro enorme éxito de taquilla (no llegó a las cifras de Tiburón, pero pocas películas en la historia lo han hecho) y es considerada con justicia una de las mejores películas de ciencia-ficción de todos los tiempos. Tercera obra maestra de su joven autor, que por entonces las estaba produciendo a un ritmo sencillamente diabólico.
1941 (1979)
El cafre de John Belushi interpretándose a sí mismo en 1941, lo que no bastó para salvar una película mal planteada desde el inicio.
Spielberg cambia de registro… y se equivoca de lleno. Pretende dirigir una comedia pero le pierde la grandilocuencia por un lado, y sobre todo el hecho palpable de que entre su apoteósico ramillete de talentos cinematográficos no está el de poseer el pulso necesario para hacer caminar una película cómica de principio a fin. Spielberg siempre ha sido hábil añadiendo notas de humor a sus largometrajes serios, pero no es un buen director de comedia. La crítica y el público se lo hicieron saber despreciando su nueva y costosa película. Ni la presencia de la por entonces infalible pareja John Belushi y Dan Aykroyd, provenientes del famosísimo programa cómico Saturday Night Live, pudo salvar el invento. Spielberg aprendió la lección: si quería salirse de los géneros con los que ya se lo asociaba (acción, fantasía, terror) debía esperar a conseguir todavía más independencia de la que ya había acumulado con sus dos grandes éxitos anteriores, y sobre todo no volverlo a intentar con un género cuyos secretos no dominaba: la comedia pura.
Raiders of the Lost Ark (En busca del arca perdida, 1981)
El debut de Indiana Jones, homenaje de Spielberg al viejo cine de aventuras, significó para Harrison Ford el paso de gran estrella marca Star Wars a leyenda viviente.
Una vez aprendida esa dura lección, Spielberg retorna a lo que mejor conoce: la acción y el suspense. Imitando los viejos clásicos de aventuras de décadas pasadas y recurriendo a un Harrison Ford que estaba en la cumbre gracias a Star Wars, el director consiguió regalar al mundo —¡por cuarta vez en menos de diez años!— una obra maestra en su correspondiente género. Tras la debacle comercial de 1941, esta película lo consagró definitivamente como mago de la taquilla: En busca del arca perdida fue un éxito comercial apabullante prácticamente a la altura de Tiburón. La industria se lo reconoció: recibió nueve nominaciones a los Oscars, incluida mejor película y mejor director, aunque finalmente obtuvo cinco estatuillas en el apartado técnico pero ninguna de las dos importantes. Aunque por entonces aún no se notaba tanto, visto hoy parece el primer desplante de la Academia hacia Spielberg (baste decir que aquel año Warren Beatty ganó como mejor director por Reds y Carros de fuego ganó como mejor película). Eso sí, el apellido Spielberg se estaba convirtiendo en sinónimo de gran espectáculo cinematográfico y los espectadores de medio mundo aguardaban su trabajo con un ansia que ningún otro cineasta del momento despertaba.
E.T. the Extra-Terrestrial (E.T. el extraterrestre, 1982)
Yo era niño cuando la estrenaron pero jamás he vuelto a ver a tantos adultos llorando al final de una proyección. Nunca. Aquello parecía un funeral.
Sabiéndose ya maestro en el sutil arte de manipular las emociones del público, Spielberg entrega una película para toda la familia en la que había de todo: retazos de ciencia ficción, toques de humor, aventuras infantiles y sobre todo mucho, mucho sentimentalismo. Combinó aquellos ingredientes en un momento dulce e inspirado, y así produjo su quinta obra maestra en menos de una década. La película era tan entretenida a tantos niveles que atrajo a toda clase de públicos, convirtiéndose en un fenómeno comercial sin precedentes, llegando incluso a empequeñecer lo obtenido con Tiburón, En busca del arca perdida y Encuentros en la tercera fase. La gente iba a ver este film una y varias veces, y se lo pasaban en grande tanto los niños como los padres. Por entonces ya no existía ninguna duda: Spielberg era el director favorito de las masas y se consagraba definitivamente como el rey Midas de Hollywood. No obstante, cierta parte de la crítica empezaba a mirarlo ya por encima del hombro, cuando algunos años antes nadie en su sano juicio hubiese dudado de que Steven Spielberg poseía un talento a la altura como mínimo de los más grandes de su generación. Nominada a nueve Oscars, solamente obtuvo cuatro en el apartado técnico y se quedó sin el premio a mejor película, que fue a parar a su más dura competencia, Gandhi (aunque el director de esta última, Richard Attenborough, llegó a decir sin tapujos que ¡E.T. debería haber ganado!).
Twilight Zone: The Movie (En los límites de la realidad, 1983)
En realidad no es un largometraje de Spielberg propiamente dicho, ya que fue dividida en cuatro episodios dirigidos por cuatro cineastas, incluyendo a John Landis. Era como una adaptación actualiazada de The Twilight Zone, la famosa serie de ciencia ficción de Rod Serling que Spielberg adoraba desde niño. El resultado fue francamente irregular y no funcionó excesivamente bien en taquilla. Aunque Spielberg puso mucho cariño en el intento podemos considerarlo un experimento de entretiempo mientras llegaba su siguiente gran proyecto.
Indiana Jones and the Temple of Doom (Indiana Jones y el templo maldito, 1984)
Miedo y asco en el templo maldito, o cuando Spielberg nos mostró su vena más socarrona y sádica para disgusto —especialmente— de su actriz protagonista y futura esposa, Kate Capshaw. Eso sí, supimos por anécdotas del rodaje que el propio Spielberg también tenía su punto débil: el pánico a las alturas (tomaba largos atajos para no tener que atravesar puentes elevados).
Consciente de que el éxito comercial lo estaba alejando de la crítica pero también deseoso de ganarse la autosuficiencia que le permitiese escapar de los clichés sin temer una reacción tibia del público, Spielberg retomó al personaje de Indiana Jones y facturó una secuela pensada especialmente para recaudar mucho dinero y asegurarse su siguiente jugada artística. Esta vez se tomó las aventuras de Indiana Jones algo menos en serio: sensiblemente inferior a la primera parte, era no obstante muy entretenida y consiguió el doble objetivo de divertir al público y llenar las salas de cine de medio mundo. Aun con sus defectos cumplía bien el papel de una secuela: no cargarse la credibilidad de la saga.
The color purple (El color púrpura, 1985)
De cara a la crítica, Whoopi Goldberg fue la gran triunfadora en una película que dejó un sabor agridulce a Spielberg, especialmente tras un sonado desplante de la Academia en sus premios anuales.
Decidido a sacudirse el sambenito de director comercial para las masas y económicamente respaldado por los sucesivos taquillazos, Spielberg adapta una novela dramática sobre el duro tratamiento que diversas mujeres negras reciben en su entorno. El resultado fue una buena película, muy sentimental, que recibió buenas críticas y funcionó bien en taquilla teniendo en cuenta lo mucho que se salía de lo esperado. La buena noticia: recibió once nominaciones a los Oscars, entre ellas la de mejor película (no la de mejor director, aunque la competencia ese año era muy dura: Akira Kurosawa, John Huston, Sydney Pollack, Peter Weir… eso lo dice todo). Pero lo más sonado fue que al final no recibió ninguna estatuilla de las once posibles y la verdad es que mucha gente lo interpretó como una verdadera bofetada de la Academia hacia Spielberg, un gesto que parecía querer decir «muy bien, hemos apreciado tu buen intento de ser un director más serio, pero mejor vuelve a las películas de género porque por mucho que te empeñes no perteneces al gremio de los grandes artistas». Fuese o no ese el mensaje que la Academia pretendía transmitir, sí fue lo que quedó en la memoria de todos, incluido él mismo.
Empire of the sun (El imperio del sol, 1987)
El pequeño Christian Bale alcanzó la celebridad con El imperio del sol, cuando todavía pensábamos que podría convertirse en actor.
Todavía decidido a impresionar a la crítica, Spielberg retornó al drama con una historia ambientada en la Segunda Guerra Mundial vista a través de los ojos de un niño. Con un enfoque más épico que El color púrpura, tratando de combinar sus nuevas intenciones «más artísticas» con el enfoque del espectáculo grandilocuente, el film funcionó bien en el apartado artístico. La crítica, por lo general, recibió este nuevo intento con buenas palabras aunque también con un entusiasmo bastante moderado. El público, sin embargo, mostró menos interés y El imperio del sol obtuvo la menor recaudación de un film de Spielberg desde su debut, incluyendo la que en su día había sido considerado un batacazo, 1941. Aunque finalmente no perdió dinero gracias a una segunda vida en el mercado internacional, teniendo en cuenta que venía firmada por un hombre cuyo apellido garantizaba por sí solo la venta de entradas en casi cualquier producto que se estrenase (incluyendo algunos en los que únicamente ejercía como productor y como reclamo) fue considerada otro tropezón comercial. En los Oscars, El imperio del sol recibió seis nominaciones exclusivamente técnicas, de las que no ganó ninguna, reforzando la impresión ya muy aparente, de que en la Academia gustaban de sacudirle una colleja a Spielberg cada vez que tenían oportunidad.
Always (1989)
Richard Dreyfuss y John Goodman fueron parte de los buenos mimbres con los que contaba una película cuyo resultado final, sin embargo, convenció a poca gente.
A la tercera no fue la vencida. El director volvió a intentar salirse de los estereotipos con un melodrama romántico de tintes fantásticos (un poco en la línea de la inminente Ghost) pero la crítica fue bastante despectiva con el resultado y el público tampoco mostró demasiado interés. La película, ciertamente, no estaba entre lo mejor de su trabajo: era considerablemente peor que las dos anteriores. En el plano artístico muchos la comparaban con el fiasco de 1941 y algunos se preguntaban si los mejores años de Spielberg habían quedado definitivamente atrás. La sensación general era que el empeño de Spielberg por consagrarse como cineasta más «adulto» estaba fracasando y que debía centrarse en los grandes espectáculos de acción, terror y ciencia ficción, géneros en los que sí había demostrado una maestría más allá de toda duda. Espectáculos que, por otra parte, todo el mundo esperaba ansiosamente de él. Una de las acusaciones que se le hacía a Spielberg quizá sí tenía base: la tendencia a excederse con el sentimentalismo en algunos momentos, pero sin lograr la fuerza de un Frank Capra ni tampoco la afortunada combinación de sentimentalismo con otros ingredientes más ligeros cuyo contraste había hecho de E.T. el extraterrestre un largometraje memorable.
Indiana Jones and the last crusade (Indiana Jones y la última cruzada, 1989)
La inclusión de Sean Connery como padre de Indiana Jones fue una afortunada ocurrencia que benefició mucho a la tercera parte de la saga.
Consciente ya de que si quería seguir su propio camino como creador tenía que dar una de cal y otra de arena —táctica que por ejemplo Clint Eastwood llevaba un tiempo utilizando con éxito—, Spielberg resucitaba la saga Indiana Jones con una muy divertida película que dividió a los críticos pero no decepcionó a la audiencia. La química entre Harrison Ford y Sean Connery, así como el humor y la acción constantes, ayudaron a que esta tercera entrega se convirtiese en un enorme éxito de taquilla. Spielberg buscaba atraer de nuevo a las masas y lo consiguió: el rey Midas volvía a las andadas. Ciertamente no se trataba de una obra maestra, pero tampoco pretendía serlo y mucha gente la situaba por encima de Indiana Jones y el templo maldito en cuanto a calidad.
Hook (1991)
El infalible Dustin Hoffmann terminó convirtiéndose —cómo no— en lo mejor de la fallida revisión del mito de Peter Pan que fue Hook.
La muy anunciada adaptación del personaje de Peter Pan que se quedó en un ejercicio de barroquismo escasamente convincente. Fue bien en taquilla —era un film ideal para ver en familia— pero la crítica la defenestró casi por unanimidad. La idea de un Peter Pan adulto interpretado por el Hombre Que Lo Tranforma Todo En Azúcar, Robin Williams, no terminó de funcionar. Se llegó a alcanzar cierto consenso en la idea de que Steven Spielberg nunca podría ser otra cosa que un mero artesano de exitosos blockbusters, y que ahora que por fin se había dado cuenta de que sus ínfulas artísticas no iban a llegar a ningún lado se había resignado a hacer lo que mejor sabía: arrastrar al público palomitero a los cines, olvidándose de la loca idea de facturar Arte Adulto. Como para subrayar este veredicto, la Academia nominó al filmen cinco apartados técnicos… y nuevamente no ganó en ninguno. Lo de Spielberg y los Oscars era ya como una vieja broma en el mundillo. Aunque por lo menos pudimos ver al gran Dustin Hoffmann haciendo una interpretación muy inusual en el conjunto de su carrera, lo que al menos constituía un curioso detalle digno de contemplar en mitad de todo el fiasco.
Jurassic Park (Parque jurásico, 1993)
Eran los años noventa, época de grunge y escepticismo. No creíamos que los FX nos podían hacer sentir de nuevo como niños… hasta que empezamos a contemplar aquel festival de dinosaurios en acción, reflejados con un realismo por entonces inimaginable y que borró todo escepticismo de un jurásico plumazo.
Siguiendo con su táctica de recaudar a lo grande pensando en financiar otro tipo de filmes, Spielberg se descolgó con un espectáculo ligero pero visualmente impresionante donde aplicaba lo mejorcito de la tecnología de la época, y sin reparar en gastos. La película, pese a su superficialidad argumental, contenía no pocos momentos que nos devolvían la brillantez del mejor Spielberg, especialmente en secuencias de tenso suspense. El logro técnico era tan apabullante que muchos críticos, asombrados por lo que veían en pantalla, fueron incluso excesivamente bondadosos con el film. Pero bueno, visualmente fue un hito técnico de los que marcan época. El público acudió en verdaderas oleadas a ver esta apoteosis de dinosaurios que literalmente cobraban vida —realmente lo nunca visto— convirtiendo Jurassic Park en un fenómeno mundial que por muy poco no llegó a los niveles de locura que había desatado E.T. el extraterrestre. No fue una de sus mejores películas, pero como espectáculo visual y montaña rusa de secuencias impactantes no tuvo ningún tipo de rival en aquellos años y hoy en día sigue siendo muy, muy divertida de revisitar.
Schindler’s List (La lista de Schlinder, 1993)
La famosa niña del abrigo rojo, toque expresionista que fue uno de los muchos detalles sorprendentes en La lista de Schindler, con la que Spielberg se metió a la crítica en el bolsillo.
La película que cambió el lugar de Steven Spielberg en la historia del cine, aunque hubiese rodado otras en sus primeros años que hubiesen justificado ese lugar tanto o más que esta. Después de exprimir las taquillas, Spielberg decidió rodar otro film genuinamente personal. El enfoque «arty» (blanco y negro, algún toque vanguardista inusual en su cine) y la elección de un asunto tan peliagudo como el holocausto judío —asunto que Spielberg logró tratar con crudeza pero sin excederse con los tics melodramáticos habituales — convencieron finalmente a los críticos de todo el mundo: Spielberg era un artista. La lista de Schindler recibió una avalancha de elogios. Para ilustrar el cambio de percepción: de doce nominaciones al Oscar ganó siete, incluyendo los premios ¡a mejor película y mejor director! Por fin Spielberg era tratado como un peso pesado del cine también en el aspecto artístico, no solamente en el comercial. De repente, algunos que habían menospreciado su talento se daban cuenta de que realmente se hallaban ante un director de primerísimo nivel. Incluso se puso de moda volver a alabar sus primeras y fabulosas películas, que con los años habían perdido parte del reconocimiento que merecían como obras maestras que habían sido (algunas de las cuales, al menos en mi modesta opinión, me parecen tan buenas o incluso mejores que La lista de Schindler). Por fin mucha gente se explicaba el motivo de que el mismísimo Akira Kurosawa se hubiese levantado pasmado tras asistir a un pase de Tiburón, o que Attemborough se hubiese atrevido a empequeñecer públicamente su Gandhi frente a E.T. el extraterrestre, o que Stanley Kubrick hubiese mostrado siempre tanto respeto y admiración por su compatriota. Por fin había quedado claro que Steven Spielberg era un grande. Fue para Spielberg lo que Sin perdón para Clint Eastwood: el premio a la perseverancia en intentar salir de los clichés.
The lost world: Jurassic Park II(El mundo perdido: Parque Jurásico II, 1997)
Quién no ha soñado con hacer una carrera en moto con un puñado de dinosaurios. En esta segunda entrega Spielberg se tomó las cosas bastante menos en serio.
Siguiendo con la táctica Eastwood de recaudar con películas enfocadas a lo comercial por un lado para tener más libertad por el otro, Spielberg ofrecía un nuevo sacrificio al público palomitero con la ansiosamente esperada secuela de Parque Jurásico. Aunque visualmente espectacular, cómo no, era mucho más plana y carecía de tantos instantes puramente spielbergianos que habían despertado nuestro asombro en la primera parte. Su nuevo film era mucho más fácil de olvidar, pero a estas alturas todo el mundo tenía claro que estábamos ante un producto meramente comercial y ni siquiera los críticos que lo defenestraron se ensañaron con demasiado ímpetu con Spielberg, sabiendo que aquello no pasaba de ser un ejercicio económico bien calculado. El film cumplió su principal propósito: aprovechar el tirón de la saga para recaudar una barbaridad de dinero. Por fin Spielberg se había ganado el prestigio suficiente como para que todos le perdonasen el querer explotar la gallina de los huevos de oro. Quién mejor que el rey Midas de Hollywood para permitirse estas maniobras.
Amistad(1997)
Más bien intencionada que realmente conseguida, Amistad tenía algunas bonitas secuencias pero no caló excesivamente entre el público y la verdad es que no pasará a la historia precisamente.
Distinto fue lo de Amistad. E, ahora sí, esperado retorno al cine más adulto se materializaba en una historia sobre la esclavitud que recibió muchas buenas críticas pero que no obtuvo consenso crítico. Algunos, arrastrados por el «síndrome Schindler», alabaron excesivamente el film. Otros se mostraron más escépticos. El tiempo quizá la haya puesto en su lugar como la película bienintencionada pero no del todo conseguida que es. Y ni siquiera el prestigio de su autor o el recuerdo de la intensa La lista de Schindler garantizaron el taquillazo: tras un inicio fuerte en su estreno, la carrera comercial de Amistad se desinfló al correr la voz de que no estábamos ante una nueva Schindler, así que terminó obteniendo una recaudación modesta similar a la de Always o 1941. Lo cual —y siempre en términos de Spielberg, porque para otro director estas mismas cifras hubiesen sido un logro— puede considerarse un fracaso comercial.
Saving private Ryan(Salvar al soldado Ryan, 1998)
Salvar al soldado Ryan terminó de confirmar el ascenso de Spielberg al Olimpo.
Segundo hito en su trayectoria de los años noventa y la superconsagración después de aquella primera consagración como gran artista que había supuesto La lista de Shincdler. Un film bélico que recibió innumerables elogios y que impactaba desde el minuto uno con la espectacular secuencia del desembarco de Normandía. Atrajo a muchísimos espectadores, se ganó el entusiasmo generalizado de la crítica y fue nominada a once Oscars, de los que ganó cinco (incluyendo el segundo como director para el propio Spielberg). En este caso he de admitir que quizá soy yo quien no termina de verlo igual y que tal vez me pierdo algo, y aunque me pareció una buena película, muy impactante en muchos aspectos y desde luego muy entretenida, no la vi como una obra maestra. En su momento creí que estaba siendo sobrevalorada, pero bueno… puedo estar perfectamente equivocado y seguramente así sea. No podemos acertar siempre ni coincidir siempre con el criterio de los demás. Mea culpa.
Brian W. Aldiss, autor del relato original en que se basaba A.I., afirmó que Spielberg se había pasado con el azúcar y que seguramente Kubrick hubiese rodado algo más sobrio y efectivo.
Uno de los films más anticipados de toda su carrera fue la adaptación de un guión que su amigo Stanley Kubrick, entonces ya fallecido, siempre había querido filmar pero había dejado aparcado por diversos motivos (no solamente, aunque también, por la cacareada falta de medios tecnológicos que Kubrick encontró en su momento). Kubrick hubiese estado encantado de que la rodase precisamente Spielberg, que además de amigo suyo era un conocido amante de la ciencia ficción y alguien que había tratado muy seriamente el género en Encuentros en la tercera fase. Pero el resultado fue, como poco, digno de discusión. Algunos críticos la alabaron. Pero otros se sintieron muy decepcionados. El autor de la historia original, un peso superpesado de la ciencia ficción literaria como lo era Brian W. Aldiss, habló bastante bien de la película aunque además de admitir que como autor de la historia siempre iba a encontrar fallos y que no pretendía ponerse tiquismiquis, dejó entrever que Spielberg había edulcorado demasiado el argumento en comparación a lo que Kubrick hubiese hecho. A mí, particularmente, me dio la misma impresión. Esta película me dejó un tanto frío y solo me llamaron la atención algunos momentos de la interpretación del pequeño Haley Joel Osment y, cómo no, el habitual despliegue tecnológico y visual. Quizá es que no pude evitar pensar más en lo que Kubrick habría hecho que en apreciar lo que Spielberg nos había entregado, pero esta película nunca me ha fascinado particularmente. No supuso el taquillazo que se esperaba de antemano.
Minority Report (2002)
La asociación con Tom Cruise estaba más destinada a reventar las taquillas que a ofrecer una lectura profunda de la obra de Philip K. Dick. Aunque con Blade Runner sucedía exactamente igual y cinematográficamente fue una maravilla, no era este el caso.
Regreso a la ciencia ficción, esta vez con una adaptación del siempre complicado trabajo del novelista Philip K. Dick. Una película no descollante pero sí efectiva que recibió buenas críticas y mejoró bastante la taquilla de Inteligencia Artificial. A priori, la asociación con el histriónico Tom Cruise podía no sonar demasiado bien, pero en el resultado final no costaba demasiado trabajo tolerar al gurú cienciólogo y lo cierto es que se nos entregó un buen espectáculo, visualmente esplendoroso y con buenos momentos de acción. Se trataba de un film superficial teniendo en cuenta la habitual densidad paranoide de la obra de Philip K. Dick, pero esta es una crítica que podría hacerse a multitud de adaptaciones de obras literarias.
Catch me if you can (Atrápame si puedes, 2002)
La agitada biografía de un legendario con man estadounidense resultó ser muy entretenida.
Las curiosas peripecias de un joven estafador, basadas en un personaje real, no solamente supusieron otro éxito de público sino que permitieron a Spielberg lucirse en un registro diferente al acostumbrado en él. Si bien no estaba a la misma altura de sus obras maestras del pasado —hay listones difíciles de alcanzar— al menos fue percibida como una de sus mejores películas posteriores a La lista de Schindler. Vibrante, muy entretenida, relativamente poco ambiciosa pero muy conseguida en casi todos los aspectos, encandiló a la audiencia, recaudó mucho dinero y dejó satisfecho a casi todo el mundo. Suponía, por cierto, la tercera colaboración de Spielberg con Tom Hanks, su nuevo Richard Dreyfuss. Eso sí, Leonardo DiCaprio no llegaba a ser el nuevo Harrison Ford pero garantizaba su cuota de taquilla.
The Terminal (La terminal, 2004)
Momento de Oscar: Tom Hanks demostrando su pasión por las hamburguesas.
La fórmula de argumentos inspirados en la realidad (y con base aeroportuaria) parecía haber seducido al cineasta y aquí nos contaba, en tono de melodrama amable, la historia de un hombre que por extraños motivos legales se ve obligado a vivir en un aeropuerto. Entretenida, con un Tom Hanks efectivo como de costumbre, era claramente un trabajo menor en su filmografía y ciertamente un film flojo para lo que podía esperarse de Sipelberg después de Catch me if you can. Probablemente pesó en el resultado final la incapacidad para decidirse entre un enfoque realista y un cuento a lo Frank Capra. Sea como fuere, tanto crítica como público captaron la inconsistencia del film, que pasó sin pena ni gloria por las pantallas. Recibió algunos buenos comentarios —sobre todo en torno a la interpretación de Hanks— pero también algunas críticas bastante despectivas. No aburre, como casi ninguna de su autor, pero se ve y al poco se olvida.
War of the worlds(La guerra de los mundos, 2005)
La guerra de los mundos era un gran espectáculo visual con buenos momentos de suspense, aunque irregular por otra parte y plagada con las consabidas manías del Spielberg moralizante.
Spielberg regresa a su querida ciencia ficción con la readaptación de uno de los mayores clásicos del género. La guerra de los mundos funcionaba muy bien como show grandilocuente y por momentos nos devolvía al mejor Spielberg, como de costumbre en las secuencias más basadas en el suspense y la acción. En conjunto, sin embargo, la adaptación flojeaba por varios motivos, entre ellos la perenne fijación de Spielberg por la temática familiar —algo que minaba considerablemente la visión de conjunto pretendida por H.G. Wells en su novela— y también por un Tom Cruise que se nos mostraba aquí en su faceta más innecesariamente histérica. Muy eficaz como entretenimiento instantáneo, tremebunda en algunos instantes, pero hubiese resultado mucho más brillante si Spielberg la hubiese dirigido en los años setenta, con mayor fidelidad a la novela de base y con menos concesiones a sus obsesiones. Muy entretenida pero en conjunto irregular.
Munich(2005)
Munich era la inesperada aproximación de Spielberg al asunto del terrorismo internacional, además de un festival de Eric Bana poniendo cara de Eric Bana o de tener unas décimas de fiebre, no las distingo bien.
La sorpresa llegó con una película inusualmente sombría y política en torno a las consecuencias del terrorismo internacional. Se trataba de un trabajo muy distinto a todo su anterior trabajo, teniendo únicamente algunas conexiones —no muchas— con la también oscura pero más sentimental La lista de Schindler. Bien construida, apropiadamente tensa y con varios momentos de esos que nos recuerdan la auténtica medida del talento de Spielberg (una vez más, los de suspense), no llegaba sin embargo a explotar del todo. Era un buen film y despertó más críticas por su contenido argumental y por sus implicaciones políticas y morales que por la propia factura cinematográfica, pero le faltaba algo para terminar de ser una obra redonda. El público no demostró especial interés: muchos la encontraron aburrida o difusa y la recaudación fue relativamente modesta, al nivel de Amistad o Always. Spielberg no obtuvo el gran impacto que sin duda planeaba producir.
Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull(Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, 2008)
Los años no perdonan; la presencia de George Lucas tampoco.
Spielberg se asocia con el entonces ya infame George Lucas y entrega la cuarta entrega de su más célebre franquicia. Prometía espectáculo y dio espectáculo, pero en mi opinión hay demasiadas cosas que no encajan en la película y no me refiero únicamente a la edad de Harrison Ford. Frenética y estúpida a partes iguales, era sin duda la peor de toda la saga. Si bien a muchos satisfizo con sus indisimuladas pretensiones de película de acción primaria, a otros les sirvió para desmitificar toda una saga. Sin embargo, el poder de atracción de la franquicia y su indiscutible valor de entretenimiento bastaron para garantizar un monumental taquillazo. La crítica fue sosprendentemente benévola, al menos para mi gusto, aunque quienes la defenestraron lo hicieron muy a conciencia. Es posible que en la memoria de muchos vaya devaluándose conforme avanza el tiempo (y también es posible que incluso ahora haya otros que la consideren infravalorada, para gustos colores). En todo caso, detalles como lo del frigorífico y la explosión nueclear quedarán como hitos perennes en la historia de la comedia involuntaria. Una secuela infinitamente rentable, divertida a su manera, desde luego innecesaria y también, por qué no decirlo, ridícula y por momentos embarazosamente hilarante. Además contaba con su propio Jar Jar Binks —o si lo prefieren su propio perro Poochie—, hablamos del más que prescindible personaje interpretado por Shia Labeouf.
The adventures of Tintin(Las aventuras de Tintin, 2011)
El apabullante realismo visual de la animación era lo más destacado de Las aventuras de Tintin.
Proyecto sorprendente por varios motivos. Especialmente porque íbamos a ver un largometraje animado dirigido por Spielberg, y además en 3D. El resultado fue técnicamente impecable hasta niveles de auténtico asombro: una vez más, el director demostraba sentirse como pez en el agua haciendo uso de las herramientas tecnológicas más punteras. Con un ritmo endiablado y poco o nada de la parsimonia novelesca de los cómics del famoso autor belga, es la clase de film que puede dividir a los espectadores. Quienes buscasen al Spielberg más clásico no lo iban a encontrar —y mucho menos quienes confiasen en una adaptación fiel al tono del tebeo original— pero en su lugar tenían un trepidante circense tiovivo para toda la familia. Ni mucho menos recaudó tanto como la cuarte entrega de Indiana Jones, y tampoco pasará a la historia como una de las cúspides de su autor, pero visualmente es impecable.
War Horse(2011)
War Horse satisfacía una de las pulsiones básicas de Spielberg: reventar el mercado de los pañuelos de papel.
Retorno de Spielberg al drama grandilocuente, con una impecable factura técnica y la ya conocida mezcla entre épica bélica y el azúcar lacrimógeno que tan bien sabe explotar. Este film dividió bastante a la crítica. Para algunos fue una de las grandes películas del año. Para otros un trabajo menor —aunque de nuevo espectacular— en la filmografía del estadounidense. Con todo, constituía una nueva demostración de la sabiduría de Spielberg a la hora de tocar las teclas sentimentales de muchos espectadores. Además funcionó bien en taquilla. Obtuvo seis nominaciones a los Oscars incluyendo la de mejor película, pero no obtuvo ninguna de ellas, recordándonos una vez más los viejos tiempos en que la Academia le gastaba estas bromas al cineasta. No creo que nadie vaya a contarla entre sus grandes obras, aunque tampoco entre las peores.
Lincoln(2012)
Lincoln convirtió a Daniel Day-Lewis en el Leo Messi de los premios a la interpretación.
Por el momento, a la hora de escribir estas líneas —inicios del 2014, amigos del futuro— se trata del último largometraje estrenado por Steven Spielberg. Se trata de la recreación de la lucha parlamentaria de Abraham Lincoln por aprobar la enmienda constitucional que abolía la esclavitud en los Estados Unidos. Sí, es una película política y no, no hay acción en ella. Priman los diálogos (como dicen en EE. UU., es una película de «gente hablando en habitaciones») y supuso un ejercicio de cine clásico en toda regla donde Spielberg consiguió esconder sus tics, manías y su personalidad tan a menudo innecesariamente visible en sus películas. El director se centró no en sus mensajes moralizantes sino en lo que realmente importa: lo que aparece filmado en pantalla, que debe ser lo que mande. Así, la película fascinó a la crítica y sorprendió a quienes de antemano habíamos temido encontrarnos ante una especie de hagiografía lacrimógena del presidente Lincoln. Nada más lejos. Deudora o al menos muy similar en estilo a la serie de TV John Adams que narraba el proceso de declaración de independencia estadounidense, Lincoln brillaba en muchos aspectos: contaba con fabulosas interpretaciones a todos los niveles, cuidados diálogos, un ritmo moderado pero muy meritorio teniendo en cuenta el poco trepidante material argumental, y la sensación general de que Steven Spielberg tal vez había rodado su mejor película desde hacía bastantes años. A mí desde luego me lo parece, aunque entiendo que a algunas personas pueda aburrirles la temática tan política y la lentitud del film (no es mi caso, siempre me han gustado películas como Cromwell y similares, y también me gustó mucho la mencionada serie John Adams). Lincoln fue un gran éxito de público; de hecho, si descontamos las películas de acción, fantasía o bélicas, ha sido el drama de mayor éxito comercial en toda la carrera de Spielberg. Eso sí, para seguir con aquella antigua tradición pocas veces rota, fue nominada a doce Oscars y solamente obtuvo dos, entre ellos el tercero de su carrera para un apoteósico Daniel Day Lewis que arrasó en todas las entregas de premios concebibles en el universo y que compuso lo que será sin duda recordado como una de las grandes interpretaciones de esta década. En resumen, un film que se ganará un lugar en la vitrina de sus mejores películas y que nos dejó muy buen sabor de boca, confiando en que el rey Midas de Hollywood todavía será capaz de entregarnos algunos títulos más que rayen a esta altura. Los fans del director nunca perdemos la fe en él; no esperamos una nueva Tiburón, desde luego, pero sabemos que mientras viva será capaz de realizar grandes cosas de vez en cuando. Pidámoslo mirando al cielo con aquellas emotivas palabras: teléfono, mi casa, Spielberg.
Es extraño pensar que Iggy Pop es una figura bastante famosa hoy en día, cuando no hace tantos años interesaba únicamente a una minoría. De la cual, además, una buena parte estaba compuesta por nostálgicos de su primera banda, The Stooges. En todo caso, el que esté en boga —incluso apareciendo en anuncios de refrescos, ¡este mundo nunca deja de deparar sorpresas!— es una oportunidad como cualquier otra para bucear en su discografía. Una discografía irregular, hay que decir, y con muchos altibajos: algunos discos fantásticos, otros horribles, y más de alguna joya oculta en forma de canciones poco conocidas que deberían haberse convertido en clásicos. Como hay muchas cosas que contar, dividiremos el artículo en dos partes. Que lo disfruten.
The Stooges (con The Stooges, 1969)
El homónimo debut de The Stooges resultó ser bastante menospreciado en su día, aunque en los años siguientes fue adquiriendo la categoría de clásico absoluto. Pero entonces ni el público ni la crítica prestaron demasiada atención a un disco de sonido primitivo y descarnado. Es cierto que The Stooges no eran grandes instrumentistas que digamos, pero tenían gracia para escribir canciones muy directas y reconocibles, de esas que se te clavan instantáneamente en el cerebro. Precisamente la sencillez y efectividad de esos temas provocó que muchas futuras bandas recurrieran a tocarlos durante sus comienzos, como ejercicio y como diversión fácil de ejecutar, lo que contribuyó bastante a generar el enorme culto que ahora existe en torno a este álbum. Culto que se consolidó muy especialmente a raíz de la explosión del punk. Un disco troglodita y fascinante a partes iguales. No es para todos los paladares, desde luego, pero sin duda se ha inoculado en el ADN de la música rock para siempre.
No fun: Una de las canciones más célebres del disco y también una de las que más versiones ha conocido. Un riff absolutamente reconocible al instante, un ritmo obstinado y absorbente… todo ello adornado con una de las características melodías vocales de Iggy, con la que nos habla sobre uno de sus temas preferidos por entonces: el aburrimiento existencial. Una canción extremadamente sencilla pero que no cualquier banda hubiera sido capaz de producir. Un clásico inmortal. Primitivo, sí, pero inmortal.
I wanna be your dog: El otro gran clásico del álbum, que también ha sido interpretado por muchas otras bandas, es esta canción oscura y retorcida, igualmente reconocible al instante. Tiene esa atmósfera tan extraña y especial de este primer álbum, y resulta hipnótica con esas obsesivas notas agudas y esos cascabeles de fondo que le dan un aire definitivamente ultramundano. Otro clásico inmortal.
1969: Muy en la onda de «No fun», es la canción que abre el disco y que marca el estilo predominante en este primer álbum. Una vez más, canción de una simpleza casi selvática pero que a la vez resulta difícil de imitar. La letra de Iggy sirve para ilustrar la relación entre los Stooges y la oleada hippy que los rodeaba: es decir, una relación más bien tenue. Ellos estaban en otra onda, más desencantada y oscura, muy alejada de la felicidad del Verano del Amor. El propio Iggy idolatraba a Jim Morrison, pero llevaba las facetas más afiladas de Morrison al extremo, al menos en lo tocante a su mensaje y su actitud escénica, inusualmente nihilista en aquellos tiempos.
We will fall: Una curiosidad del primer disco es este extraño desvarío de diez minutos construido sobre un conocido mantra oriental («Om sri ram jai ram jai jai ram») que muestra bastante influencia de la Velvet Underground —no en vano John Cale fue productor de este disco— y que una vez más muestra cómo los Stooges adoptaban a su manera los tics de la Era de Acuario, en este caso unas influencias orientales que poco tenían que ver con los sitares y melodías etéreas de los Beatles. Ideal para escuchar por la noche, dejando llevar la mente a otros lugares. Desde luego le da otro significado al concepto «psicodelia». Toda una experiencia de canción.
Fun House (1970, con The Stooges)
El segundo disco fue un intento de reflejar con mayor fidelidad en el estudio la energía que el grupo solía desplegar en directo, ya que los escenarios eran el medio donde mejor se captaba su naturaleza salvaje. Sigue un estilo similar al disco de debut, aunque más punzante y enérgico. Hay de nuevo algunas canciones memorables (y algún experimento inaudible como esa esquizoide «L. A. Blues» en la que grabaron ruido por separado sin haber escuchado lo que hacían los demás). Otro puntal en el legado de la banda —para muchos su mejor disco— y otro LP que con los años terminaría rodeado de una aureola de culto, aunque en su momento también fue ignorado por prensa y público.
TV Eye: El inconfundible grito inicial de Iggy da paso a uno de los temas más conocidos de The Stooges, que podría haber encajado perfectamente en el primer disco porque tiene un riff de guitarra muy en la onda de aquel. Existe una actuación de la época donde tocaban esta canción y podemos comprobar que hasta qué punto The Stooges eran una rareza en mitad de la confusa escena hippy, con un Iggy que parecía haber viajado en el tiempo desde la futura explosión punk. De esa actuación (en la que también tocan «1970» de este mismo disco) proceden las famosas e impactantes imágenes de Iggy caminando sobre el público mientras se untaba de mantequilla de cacahuete.
Down on the street: Otro de los puntos fuertes de Fun House es este cadencioso tema, puntuado por el arrebato de agresividad y caos domesticado en el estribillo, donde los Stooges demuestran la intensidad salvaje que eran capaces de alcanzar.
1970: Canción en la onda del primer álbum, primitiva, sencilla y directa a la médula. Otro de los cortes más célebres del disco, y una nueva demostración que la etiqueta de «padres del punk» no es gratuita.
Pese al escaso éxito de estos dos primeros álbumes, el grupo trataba de salir adelante como podía e incluso ficharon a un segundo guitarrista, James Williamson, para sus directos. Pero no era el único problema de la banda, que ya por entonces estaba minada por el caos interno. El alcoholismo del bajista Dave Alexander, los devaneos de Iggy con la heroína y la falta de repercusión comercial provocan finalmente la primera disolución de The Stooges. Aun así, todavía habría tiempo para un inesperado tercer álbum.
Raw power (con The Stooges, 1973)
Iggy se traslada a Inglaterra y comienza a grabar un nuevo álbum con la ayuda de su amigo David Bowie a la producción. Cuenta con James Williamson a la guitarra, el mismo que había ayudado a los Stooges en su última etapa. En principio pensaban grabar con un nuevo grupo de acompañamiento, pero la desconexión de Iggy y Williamson con la escena británica les hace difícil encontrar compañeros de viaje entre los músicos ingleses. Así, por sugerencia de Williamson, Iggy llama de nuevo a los hermanos Asheton para reformar The Stooges, aunque ahora se harán llamar Iggy and the Stooges. El guitarrista original, Ron Asheton, se ocupará ahora del bajo (porque Williamson, sin ser tampoco un virtuoso, era mejor guitarristaque él). Esta nueva formación de The Stooges grabará un tercer y último disco en mitad de un ambiente de gran tensión, por lo que la reunificación se transformará rápidamente en un nuevo proceso de descomposición interna. Toda esa tensión, no obstante, es bien canalizada hacia una música furiosa y agresiva. Algunas canciones se convierten en nuevos clásicos en la breve discografía del grupo. Aunque su característico sonido crudo y salvaje se combina aquí con alguna canción más sofisticada e incluso suave, este es otro disco que contribuirá a la construcción de su futura leyenda como padres del punk. Por primera vez los críticos hablan bien de un álbum de The Stooges, pese a las polémicas mezclas finales hechas por Bowie, que según Iggy dinamitaron la energía de la banda. Esas mezclas han dado mucho que hablar entre los fans a lo largo de los años. No es difícil percibir que efectivamente se pierde energía por el camino: las guitarras y la voz están en demasiado primer plano mientras que la sección rítmica queda muy atrás (incluso hay momentos en que apenas se oye la batería). Eso sí, pese a sus quejas, el remix que el propio Iggy Pop hizo en 1997 y que se suponía iba a mostrar al mundo cómo debía haber sonado este disco… ¡era incluso peor! Así pues, nos quedamos con la mezcla de Bowie, imperfecta, pero que es la que hemos escuchado toda la vida. Aunque por su parte Bowie se excusa diciendo que se limitó a intentar arreglar —con poco tiempo y escasos medios— una primera mezcla hecha por Iggy que sonaba todavía más deslavazada, por lo que no había mucho que hacer. En fin: esto es lo que pasa cuando ninguno de los dos es ingeniero de sonido ni está por ahí Mick Ronson para arreglar las cosas. Buenos músicos, pésimos ingenieros de sonido. Pero aun con sus problemas de sonido, este será el tercer disco clásico de una banda maldita.
Search and destroy: Sin duda una de las mejores canciones de The Stooges, rock & roll agresivo —aunque menos oscuro que lo habitual— que Iggy canta magníficamente bien con un inesperado tono de voz susurrante, tono que contrasta con la cruda base instrumental. Una vez más, el tipo de tema que infinidad de bandas han tocado en sus comienzos. Y otro clásico absoluto.
Raw power: En la misma onda rockera de «Search and destroy», este es el otro gran clásico del disco. Una canción sencilla y de cadencia bailable, aunque también una de las que resultó más arruinada por las polémicas mezclas de Bowie. «Raw power» es tan poderosa como afirma su título, aunque para comprobarlo es mejor acudir a las diversas interpretaciones en directo que Iggy ha hecho a lo largo de los años.
Gimme danger: Con un inicio inesperadamente acústico —influencia de Williamson— recuerda mucho a futuros discos de Iggy en solitario (es más; algún fragmento de melodía de «Gimme danger» volverá a aparecer muchos años después en un tema como «I wanna live», grabado por Iggy en 1996), esta canción es una de las novedades respecto al antiguo sonido troglodita de The Stooges y que apunta la nueva dirección a seguir junto a James Williamson.
Kill City (1975, con James Williamson)
Iggy y James Williamson habían estado trabajando en nuevo material para un hipotético cuarto disco de The Stooges, pero la situación interna en la banda resulta insostenible y se separan antes de empezar la grabación. Así pues, el cantante y el guitarrista siguen elaborando esas canciones por su cuenta y deciden publicarlas a nombre de ambos. Un disco más que apreciable donde quizá lo peor es el sonido en sí, un tanto irregular, pero donde las canciones son buenas e incluso hay alguna que podemos considerar un clásico por derecho propio. Eso sí, vemos cambios: el estilo primitivo de The Stooges empieza a quedar atrás y nos encontramos con influencias del glam rock, de los Rolling Stones… un rock & roll más propio de los primeros años setenta, por así decir. Este disco fue bastante infravalorado en su día, pasó completamente desapercibido y casi nadie se molestó en comprarlo, pero merece mucho la pena redescubrirlo porque encierra alguna que otra sorpresa.
I got nothin’: Probablemente mi canción favorita del disco. Melancólica y rabiosa a partes iguales, con una fantástica atmósfera etérea y decadente. Creo que es un clásico infravalorado en la discografía de Iggy, una maravilla que ha sido ensombrecida por algunos de sus otros éxitos de los años setenta, pero que en mi opinión debería figurar siempre en cualquier lista de sus mejores canciones. Fantástica.
Kill city: El corte que da título al disco es una buena muestra del giro hacia un rock más convencional, cambiando la vieja furia de los Stooges por un mayor groove y por estribillos más pegadizos. Otra muy buena canción que combina la onda Raw Power con un estribillo más hard rock, e inconfundiblemente setentero.
No sense of crime: Un tranquilo medio tiempo que muestra otra faceta del álbum, la más reposada. Las melodía vocal puede incluso llegar a recordar a The Who en algunos momentos (concretamente a «My wife», escrita y cantada por John Entwistle). Todo lo que The Stooges se habían alejado de los convencionalismos de final de los años sesenta, es un camino que Iggy y Williamson recorren de vuelta para volver a sonar relativamente convencionales y más en consonancia con los tiempos en temas como este.
The Idiot (1977)
Iggy se separa de james Williamson y recurre de nuevo a David Bowie para que le ayude con la composición y la producción del que será su primer verdadero disco en solitario, pero con Bowie, cómo no, retorna la controversia. La sombra del británico planea por todas partes e incluso participan algunos de los músicos de su banda de entonces, como el guitarrista Carlos Alomar, que también dejará su huella. El propio Bowie terminaría reconociendo que en este disco usó a Iggy como conejillo de indias para experimentar con el nuevo estilo que planeaba para su propia carrera, influido por nuevos sonidos que estaban llegando desde el continente europeo, el anticipo de la new wave. Sonidos que rozan con lo electrónico, con un tono más sombrío que se anticipa a los ochenta y con prácticamente nada que recuerde a The Stooges o al trabajo grabado con Williamson. Un disco que divide a los críticos y a los fans. A mí, particularmente, no me gusta. Lo considero un más que notable bajón respecto a Kill City. Eso sí, le fue relativamente bien a nivel de ventas: se coló en el Top 30 británico y en el Top 11 estadounidense, siendo la primera vez que Iggy conseguía asomarse por las partes altas de las listas.
China girl: Este es el tema más conocido del disco entre otras cosas porque el propio Bowie lo grabaría más adelante, durante su exitosa etapa de los ochenta, para que Iggy cobrase algunos cheques en concepto de derechos de autor. No es una mala canción, pero como casi todo en este disco suena plano e impersonal, con un sonido y una producción definitivamente mejorables. Al menos en mi opinión.
Sister midnight: Como veremos, esto sigue sonando más al Bowie de «Fame» que a lo que podría esperarse de Iggy Pop (y de hecho no sería raro que un oyente despistado confundiese a ambos al escuchar esto). No en vano está compuesta por Carlos Alomar, quien también aportó el riff de la susodicha «Fame». Interesante como experimento, aunque interesante a nivel anecdótico como casi todo en este álbum.
Lust for life (1977)
Editado solo unos meses más tarde que The Idiot y también grabado bajo el ala protectora de Bowie, nos hallamos sin embargo ante una cosa muy distinta. También es un disco más Bowie que Iggy en muchos aspectos, pero el resultado es mucho mejor porque Bowie se dejó de experimentos. Aquí grabaron una música que pegaba bastante más con la personalidad de Iggy. De hecho contiene dos de las mejores canciones nunca grabadas por la Iguana y que además son las más famosas de su carrera en solitario (curiosamente, ninguna de ellas está compuesta por él). El resto del disco es apreciable, aunque en mi opinión irregular. Sé que no todo el mundo comparte esta opinión, pero al menos yo veo cierta desigualdad entre algunos cortes geniales y otros más olvidables. En todo caso, los dos mayores clásicos que contiene ya justificaban por sí mismos la compra del disco.
Lust for life: El tema título es probablemente el más famoso en toda la carrera de Iggy. Escrito por Bowie en estado de gracia como compositor, el inglés tuvo muy en cuenta que tenía que crear un tema adaptado a la idiosincrasia de Iggy, no a la suya propia, y donde hubiese algún guiño al viejo estilo de los Stooges. El resultado es una auténtica joya. Sencilla pero hipnótica, y completamente irresistible. Un clásico inmortal. No creo que haya mucha gente que no la reconozca ya desde los compases iniciales, incluso gente que no esté familiarizada con la carrera de Iggy. Un nuevo clásico inmortal a sumar a los que ya hemos citado antes de The Stooges. Absolutamente maravillosa.
The passenger: La otra gran joya del disco, compuesta por el guitarrista escocés Ricky Gardiner, que se destapó con un himno destinado a pasar a la historia. Qué decir, es otra canción fantástica.
New values (1979)
Iggy rompe temporalmente su asociación con Bowie y vuelve a juntarse con su compatriota James Williamson. El guitarrista tejano toma el timón de la composición y juntos graban lo que para mí es uno de los discos más personales e interesantes en la carrera de Iggy. Es verdad que aquí no hay una «Lust for life» o una «The passenger», y quizá por ello New values tuvo mucho menos éxito que su predecesor y es conocido por mucha menos gente. Pero creo que demasiadas personas lo pasan por alto, que ha sido injustamente ensombrecido por la alargada sombra de la popularidad del mencionado Lust for life. Aunque New values es un álbum decididamente inconexo y con una producción un tanto seca, contiene varios temas verdaderamente memorables que ya en su día justificaban por sí mismos la adquisición del vinilo. Las ventas bajaron mucho, pero ojo: tenemos aquí unas cuantas joyas ocultas que merece mucho la pena redescubrir. Gran disco.
Five foot one: Directa y descarnada, es una canción que va ganando con las sucesivas escuchas (y que he de decir, siempre ha sido una de mis favoritas de la carrera de Iggy). En la letra, nuestro protagonista se queja con sarcasmo de su baja estatura. Efectivos riffs de guitarra, una energía que —como casi siempre en este álbum— está contenida pero pugna constantemente por explotar y un fantástico tramo final en el que Iggy repite obsesivamente una de las mejores frases que ha escrito nunca («I wish life could be sweet as magazines») junto con el cachondo lamento «¡ya no voy a crecer más!». Fantástica. Para mí, un nuevo clásico que hubiese merecido mejor suerte en la memoria de los fans.
I’m bored: Otra gran canción. Iggy retorna a una de sus temáticas favoritas, el aburrimiento, con este tema de ritmo sincopado y guitarras cortantes como cuchillas (un signo reconocible de Williamson en la producción). Una vez más, grandes riffs, un solo de guitarra muy sencillo pero verdaderamente arrollador, una sección de viento discreta pero que acentúa el tema en los momentos adecuados y un Iggy que canta con mayor seguridad en sí mismo que nunca antes, adoptando un tono chulesco y grave que le va muy bien y que empleará muy a menudo en el futuro.
Girls: En la misma tónica que las anteriores (casualmente estas tres, con un sonido similar entre sí, me parecen las mejores del álbum). Una vez más las guitarras mandan pero sin excederse, e Iggy vuelve a adoptar ese tono de voz grave y teatral, casi de narración hablada, que tan bien domina. Muy buena.
Soldier (1980)
Los Stooges habían sido uno de los referentes básicos para la oleada punk que por entonces acababa de sacudir la industria musical, así que no resulta extraño que para este nuevo disco Iggy se asociase con Glen Matlock, el primer bajista de los Sex Pistols y según dicen cerebro musical de la fugaz banda punk británica. En principio, la intención de Iggy era la de reunir a sus dos amigos y principales colaboradores: James Williamson y David Bowie, para que entre ambos le diesen forma al álbum. El guitarrista estadounidense iba a hacerse cargo del timón como productor al igual que en New Values, y David Bowie iba a aportar también su granito de arena… pero se produjo un más que significativo choque entre ambos. Antes, Williamson y Bowie no habían tenido que competir por imponer su criterio en un disco de Iggy, y finalmente se vieron incapaces de trabajar juntos. Todo un síntoma de lo diferentes que eran las dos vertientes de la carrera de la Iguana hasta entonces: el lado más rockero alentado por James Williamson, y el lado más pop-moderno alentado por Bowie. ¿Cuál fue resultado de este choque? Williamson sencillamente terminó marchándose y aunque Bowie impuso su huella en varios temas, en mitad del conflicto fue finalmente Glen Matlock quien tomó las riendas y ejerció un mayor peso e influencia en la grabación. La huella de Matlock se nota considerablemente en varias canciones, por lo que no resulta extraño que Soldier fuese el disco más «gamberro» y cachondo de Iggy hasta la fecha. El insólito tándem Matlock-Bowie desgaja el disco en dos mitades: por un lado la faceta rockera —aunque no particularmente agresiva y bastante menos afilada que en New Values— de Matlock, y por otro lado los toques modernos y las influencias de la new wave que estaba muy de moda y que a Bowie (y a Iggy) tanto les gustaba. Al final, Soldier es un trabajo muy entretenido al que quizá le faltaron un par de singles de impacto —fue un fracaso comercial— pero que no es un mal disco.
Dog food: El single más conocido del álbum, una hilarante canción en la que, por así decir, Iggy glosa las bondades de la comida para perros, la comida de los más míseros. Musicalmente combina una estructura propia de los Stooges con los característicos arreglos Bowie de aquella época, así que nos encontramos con un híbrido bastante extraño que anuncia (una vez más) un inminente giro en la carrera de la Iguana.
I snub you: Otro divertido tema en donde Iggy se apropia de la chulería bufonesca característica de sus discípulos punkis. Fue escrito a medias con Barry Andrews, de la banda XTC, lo que muestra el interés que Iggy tenía por la new wave melódica de la que XTC eran unos más que dignos representantes.
I’m a conservative: Uno de los mejores temas del disco, una canción punki en la que Iggy se burla de la hipocresía y proselitismo de los ciudadanos biempensantes de derecha. Eso sí, las visiones políticas de Iggy no son fáciles de resumir y pese al mensaje de esta canción, en los ochenta apoyó a Reagan, por ejemplo. Más adelante, sin embargo, ha atacado a presidentes de ambos partidos (Clinton o Bush) y ha mostrado bastante escepticismo con respecto al sistema de su país, así que resulta difícil ubicarlo políticamente.
Party (1981)
El peor álbum de Iggy hasta la fecha. Cambia de colaboradores y también cambia una vez más de sonido. Se asoció con Ivan Kral —guitarrista conocido por su trabajo para Patty Smith y John Cale—, pero este nuevo tándem creativo no funciona. En absoluto. No encontramos aquí ni la agresividad de los Stooges, ni el filo rockero de James Williamson, ni el desenfado punki de Matlock, ni la variedad que Bowie imprimió a Lust for life. Es un álbum carente de personalidad, que fue grabado por Iggy como podría haber grabado cualquier otro artista de la época. También fue un disco completamente ignorado, como el anterior, pero esta vez con mucho mayor motivo.
Sea of love: Lo mejor el disco es esta vieja balada que había sido un hit verdaderamente enorme en la América de finales de los cincuenta y que también han interpretado otros famosos artistas estadounidenses. Una buena versión que destaca en mitad de un álbum más bien olvidable.
Happy man: Una muestra como otra cualquiera de lo perdido que empezaba a estar Iggy en esta época es esta incursión en el ska al estilo Madness, pero sin la gracia de estos. Una cancioncita indigna de él, que podría haber sido compuesta en la verbena de cualquier fiesta fallera. La pongo para destacar esa falta de dirección, pero descuiden: el resto del disco no es mucho mejor.
Zombie birdhouse (1982)
Iggy parece empeñado en querer subirse al carro de los ochenta, de encajar con lo que está de moda (de «venderse», vamos) y edita otro álbum en la misma línea de Party. Esta vez recurre como escudero al guitarrista de Blondie y su sonido va desplazándose de la new wave al techno-pop, pero el resultado es incluso más desastroso que en el álbum anterior. En aquellos años el rock guitarrero no estaba de moda —excepto en el mundillo heavy metal, mundillo por otra parte denostado por la crítica contemporánea—, nadie se acordaba de The Stooges excepto un puñado de nostálgicos y el empeño de la Iguana por alejarse de sus inicios para adentrarse en estilos comerciales —pero que no domina— sigue sin dejar a nadie contento. Un disco muy flojo, con supuestos experimentos pseudoelectrónicos que pretendían ser modernos pero que hoy suenan desfasados e incluso por momentos ridículos.
The horse song: Una muestra de lo que podemos escuchar en este álbum. No es que la canción esté mal del todo, pero todo un disco entero repleto de este tipo de material puede explicar que los antiguos fans de Iggy no se molestasen ya en prestarle atención. Por otra parte, los potenciales nuevos fans tenían a otros artistas haciendo este mismo sonido pero de manera más convincente, así que tampoco sentían el deseo de empezar a interesarse por Iggy a estas alturas de su carrera.
Blah Blah Blah (1986)
Tercer intento de encajar en los sonidos que están de moda. Ante la falta de repercusión de los dos anteriores, Iggy recurre a la ayuda de su viejo amigo Bowie, cuya presencia podría garantizar por sí misma el éxito. Dicho y hecho, por fin obtiene el éxito comercial que lleva media década de los ochenta buscando ansiosamente. Eso sí, lo logra con un disco que —aunque parecía difícil— escandaliza todavía más a sus viejos seguidores. Vendió bien y fue su mayor éxito desde Lust for life, pero no, no se parece en nada a Lust for life. La verdad es que esto es como un subproducto barato de lo que Bowie hacía en aquella misma época. Personalmente, ya no es que no me guste el estilo del disco (que no es mi estilo favorito) sino que en este mismo estilo podían hacerse las cosas de manera más convincente, como demuestran sin ir más lejos diversas canciones de los discos del propio Bowie en aquellos años y que me gusta bastante más, en general. En fin, seguramente sea este el peor disco en la carrera de Iggy, o uno de los peores. Completamente prescindible.
Real wild child (Wild one): La principal responsable del éxito del horrendo Blah Blah Blah es esta versión de un viejo y oscuro clásico del rock & roll australiano. Una versión lograda, a su manera, pero si decimos que esto es con mucho lo mejor del disco creo que damos una buena idea de que lo demás no es precisamente descollante.
Instinct (1988)
El éxito de Blah Blah Blah hace que Iggy no quiera despegarse del todo del sonido más comercial de los ochenta, pero en por otra parte empieza a echar de menos las guitarras, que —particularmente en los Estados Unidos— han seguido pegando fuerte. Así que una vez más cambia de colaborador principal: esta vez une esfuerzos con otro antiguo miembro de Sex Pistols, el guitarrista Steve Jones. El resultado de la nueva asociación es bastante irregular. Sí, vuelven las guitarras, pero lo hacen en una especie de pop-rock endurecido un poco en la onda Billy Idol. Con todo, tiene sus buenos momentos. Sin ser un gran disco, que no lo es, resulta bastante menos embarazoso de escuchar que el flácido Blah Blah Blah. Iggy empieza a retornar al reino de donde nunca debió haber salido: el del rock más directo aunque Instinct supone un paso todavía tibio en esa dirección. Pero es un paso adelante al fin y al cabo. Comercialmente no funcionó mal y aunque probablemente es un disco prescindible en conjunto, desde luego no resultaba difícil hacer algo más digno que Blah Blah Blah.
Cold metal: La canción más efectiva del disco, su single principal y quizá la única que destacaría. En cierto modo marca el camino que habrá de seguir Iggy en lo venidero. Esto es: rock, riffs de guitarra… una música con más sangre, en definitiva. O al menos una música que se le adapta mejor, porque en directo seguía siendo el Iggy de costumbre, salvaje y enérgico (eso sí que no cambiaba nunca). En el videoclip vemos a Steve Jones con su flamante melena de la época, con la que se dedicaba a intentar llevarse a la cama a medio Los Ángeles (el vídeo, por momentos, es involuntariamente hilarante, al menos visto desde hoy, tan repleto como está de tópicos horteras del hard rock ochentero). El mejor detalle de ese clip —y cómo no, el más elegante— es la presencia de Andy McCoy, el de los Hanoi Rocks, que por aquellos tiempos militó en la banda de directo de Iggy aunque no participó en la grabación del disco. McCoy era capaz de quedar bien incluso en un vídeo tan hortera como este. Por lo demás, una fantástica canción que para mi gusto es lo mejor del álbum, con diferencia. Una canción que, por qué no, merece la categoría de nuevo clásico en el repertorio de Iggy.
En el siguiente episodio veremos cómo suceden varias cosas importantes: el retorno definitivo de Iggy al sonido más rockero, lo cual se traducirá en varios fantásticos discos que le devolvieron su reputación durante los noventa. También veremos la inesperada resurrección de The Stooges… en fin, una nueva época dorada para la Iguana después de los numerosos tropezones de los ochenta.
Las series que llegan del frío siguen captando nuestra atención, y la maquinaria productiva de las televisiones nórdicas parece no tener ganas de detenerse. Hay muchas series del norte de Europa sobre las que podríamos hablar, y varias de las más importantes pertenecen al género policíaco o al thriller. Aquí ya escribí sobre las que posiblemente hayan sido los dos buques insignias del género negro escandinavo: la apabullante Forbrydelsen(Dinamarca), que sencillamente ha sido una de las obras cumbre de la televisión mundial en tiempos recientes, o la también imprescindible Bron/Broen (coproducción entre Dinamarca y Suecia). Últimamente me dio por echarle un vistazo a lo último que ha salido del país vecino de ambos, Noruega. Hablo de Mammon, un thriller que de momento cuenta únicamente con una breve temporada de seis episodios y que ha sido producido por la televisión pública noruega.
Los productos del susodicho género que proceden de estos tres países se parecen bastante entre sí, al menos a nuestros ojos mediterráneos: una cinematografía similar, localizaciones que casi se podrían confundir y una idiosincrasia relativamente común en los gestos, actitudes y costumbres que se nos muestran en pantalla. Probablemente, un danés, un sueco o un noruego nos harían notar rápidamente las diferencias. Pero sí puede decirse que existen unas características muy marcadas, y que podemos seguir hablando de «thriller escandinavo» o «thriller nórdico» sin miedo a caer en una generalización demasiado grosera. Y Mammon continúa en esa misma línea.
Eso sí, lo primero que cabría decir es que no estamos ante una serie de la misma magnitud. Y que tampoco lo esperábamos: que alcanzara el nivel de Bron/Broen ya era mucho pedir. Pero que aparezca otra Forbrydelsen es algo que, como sabemos bien, difícilmente sucederá por lo menos en unos cuantos años. Mammon está a un escalón inferior a estas dos series de bandera. Pero, con todo, proporciona muy buenos ratos de entretenimiento. Podemos considerarlo un producto algo inferior, pero que todavía contiene bastantes elementos de esos que nos gustan del thriller escandinavo como para mantenernos pegados a la pantalla. Mammon narra la historia de un periodista que investiga un caso de fraude en el que está implicado su propio hermano. Así pues, la serie no empieza con un crimen, sino más bien con una trama empresarial. Esa trama comenzará a complicarse hasta que en el transcurso de los seis episodios la historia llega a extremos que difícilmente podíamos haber imaginado al principio.
Decíamos que es una serie inferior a Forbrydelsen o Bron/Broen. ¿En qué lo es? En primer lugar, los personajes son algo más estereotipados y mucho menos profundos. Aunque eso no significa que los de Mammon sean malos personajes o que carezcan de interés. Al contrario: son buenos personajes y cumplen perfectamente su función. Pero no tenemos una Sarah Lund (vuelvo a decirlo: quizá el mejor personaje femenino que la televisión ha dado en varios años), ni una Saga Norén, ni un Martin Rohde, etc. Es decir, no hay grandes estudios de carácter; los personajes en Mammon se parecen más al estereotipo genérico que a la construcción tridimensional de aquellas otras series. Eso sí, es justo decir que con solo seis episodios estos personajes disponen de menos oportunidades para desarrollarse. Las interpretaciones son buenas, aunque una vez más, no hay aquí una Sofie Grabøl que cargue con todo el peso de la serie a sus espaldas. El protagonista, Jon Øigarden, lo hace muy bien, aunque su personaje no está pensado para impactar. Tampoco lo está el de la bonita Lena Kristin Ellingsen, que se deja entrever como una buena actriz pero cuyo personaje tampoco llega a ser memorable. Lo mismo puede decirse del resto del reparto: todos los actores son buenos casi sin excepción, pero no es intención de la serie apabullarnos con el peso sus personajes.
Otro punto inferior es su ambición relativamente limitada. Forbrydelsen, especialmente en su primera y tercera temporadas, era casi como una radiografía oscurantista de diversos aspectos de la sociedad danesa. Mammon hace lo propio con la sociedad noruega, pero en vez de una radiografía nos presenta algo más modesto, un rápido retrato al carboncillo. Esta menor ambición narrativa, sin embargo, no es criticable. Es bastante posible que las comparaciones que estamos haciendo con otras series nórdicas sean tan inevitables como injustas, ya que Mammon pretende primera y principalmente entretener de manera tan rápida como directa, como puede desprenderse de su breve duración. La serie ha sido un gran éxito en su país y también ha alcanzado cierta repercusión en el Reino Unido, donde la fiebre Forbrydelsen creó un público ansioso de productos nórdicos (que allí se emiten con subtítulos: hola, señores programadores de la televisión española). Es más: parece ser que una productora estadounidense compró los derechos de adaptación del argumento de Mammon prácticamente desde su misma gestación, buena muestra de la fe que los americanos tienen en el thriller escandinavo (sin ir más lejos, la serie estadounidense de moda, True detective, es una imitación muy consciente del estilo de las series escandinavas). No me extraña: la historia que narra Mammon tiene pinta de funcionar bien en una adaptación americana.
Porque vayamos a las virtudes de esta serie. Quizá durante buena parte del primer capítulo tengamos cierta sensación de perplejidad, de que la trama resulta algo simplista y de que no estamos muy seguros de hacia dónde se nos quiere llevar… hasta que hacia el final del episodio suceden ciertas cosas que no esperábamos y que nos hacen pensar que nos hallamos ante una trama más compleja y extensa de lo que habíamos estado suponiendo. Esta es la gran virtud de Mammon: la habilidad con la que recurre a giros efectistas (muy efectistas y muy efectivos) para captar súbitamente la atención del espectador con momentos-sorpresa muy dosificados pero increíblemente conseguidos. Momentos de sorpresa que a menudo resultan sobrecogedores. Veremos a diferentes personajes haciendo cosas que no entendemos en los contextos más inimaginables, provocando con ello preguntas que se sobreponen a otras preguntas anteriores. Desde ese punto de vista, la intriga argumental es impecable y podemos estar seguros de que en cada uno de los seis capítulos tendremos algunas secuencias de esas que nos dejan con la boca abierta. Decíamos que la calidad de esta serie es buena, aunque no superior. De este juicio deberíamos quizá elevar los cliffhangers y la manera en que se nos presentan nuevos enigmas con escenas de lo más impactante. Hay algunas secuencias-sorpresa que son antológicas: no por rebuscadas, ni por extravagantes, ni por originales… sino porque los guionistas nos disparan con ellas cuando menos lo estábamos esperando. Mammon tiene un fabuloso sentido del ritmo que compensa el que en otros aspectos no llegue a las cotas de los mejores productos escandinavos. De este modo, sorpresa tras sorpresa, tanto los protagonistas como los espectadores son arrastrados hacia un escenario repleto de misterios cuyo alcance no habían podido suponer. Así pues, Mammon es una serie efectista basada en los juegos de prestidigitación y no tanto en otras profundidades narrativas. Pero esos juegos de prestidigitación están ejecutados a las mil maravillas y con todo, la profundidad es más que suficiente dado el formato de la historia.
Otro punto a favor de Mammon es que trata al espectador como ente inteligente. La serie no es demasiado explícita, es más: a menudo vemos cosas (reacciones de personajes, por ejemplo) cuyas causas no se nos han explicado de antemano y que se nos explican más adelante en el instante menos previsto: esto es algo que pocas series se atreven a hacer con frecuencia porque crea en el espectador una sensación de perplejidad y de falta de información. Acostumbrados como estamos a las series estadounidenses en donde todo se nos da bien machacado y explicado, en Mammon tenemos que ejercitar muy mucho nuestra atención y memoria selectiva, porque hay numerosos detalles en cuyo significado no caemos hasta que se nos desvelan ciertos secretos sobre los personajes. Estos secretos se nos ocultan durante uno o varios capítulos y al descubrirlos finalmente, revelan el sentido de muchos pequeños detalles que habíamos considerado superfluos o incomprensibles. Dicho de otra manera: estos seis episodios bien merecen un segundo visionado en el que analicemos la acción sabiendo ya qué se esconde detrás de cada personaje y de cada acción. Los guionistas parecen haber disfrutado dosificando la información con cuentagotas y jugando continuamente con las percepciones del espectador. También han desmenuzado concienzudamente nuestra costumbre de intentar localizar rápidamente a buenos y malos, pero no lo han hecho mediante la ambigüedad moral de los personajes —como suele— sino mediante un juego de espejos en el que, al menos en lo referente a algunos de esos personajes, vamos a estar siempre en la duda acerca de quién es bueno y quién es un villano. Al menos hasta el final. Todo ello aderezado, por cierto, con constantes referencias bíblicas de lo más interesante (el propio título de la serie es la personificación bíblica de la codicia), que le confieren al argumento un plus añadido de capacidad para inquietar.
En definitiva, Mammon es un producto que probablemente no vaya a tener demasiada repercusión en España, pero que es otro buen ejemplo de cómo las televisiones europeas (Escandinavia, Francia, Bélgica, etc.) están echándole un pulso a los Estados Unidos en el género negro y policíaco. Cierto es que Europa no ha producido una The Wire y es que los estadounidenses tienen un bagaje técnico y profesional demasiado amplio en el mundo de la ficción audiovisual. Pero también es cierto que no todo en América es The Wire y que, más allá de un pequeño puñado de series-estrella, los thrillers europeos tienen una calidad media que nada tiene que envidiar a sus homólogos americanos. Mammon es una buena prueba de ello: seis episodios de una obra que no es perfecta ni lo pretende, pero que contiene suficientes buenos momentos como para no dejar indiferente a nadie.
La historia es bien conocida: hace algo más de una década, en el 2002, la cadena estadounidense Fox estrenó una serie de ciencia ficción llamada Firefly. Y la estrenó de mala manera, hay que decir. Resumiendo muy básicamente la situación, Fox hizo todo lo posible para que su propio producto no funcionase. Por ejemplo: los directivos de la cadena consideraron que el episodio piloto de doble duración que servía como presentación de los personajes —y aquí los personajes eran el alma del programa, lo más importante— no eran un comienzo adecuado para aquella primera temporada. Así que, ni cortos ni perezosos, decidieron inaugurar la serie emitiendo en su lugar otro capítulo escrito a las prisas, un episodio simple que era bastante inferior y en el que se perdía el impacto inicial de esas presentaciones de personajes. Después, durante los cuatro meses que duró la serie en pantalla, los programadores fueron cambiando de horario su emisión para ajustarse a diversas retransmisiones deportivas. Finalmente, Firefly fue cancelada debido a las bajas cifras de audiencia sin haber completado siquiera la primera temporada: solamente fueron emitidos once de los catorce episodios ya filmados. Nunca hubo una segunda temporada. Ni la habrá. Por desgracia.
Con los años, aquella serie abortada después de once episodios empezó a generar un estatus de culto a su alrededor. No era un culto masivo, pero sí suficiente como para acumular una fiel y ruidosa legión de fans que, especialmente a través de internet, emprendieron varias campañas para —ingenuamente— intentar que su serie favorita regresara a las pantallas. Una legión de seguidores que se ve habitualmente incrementada por aquellas personas que ven Firefly por primera vez y no llegan a comprender cómo pudo ser cancelada después de únicamente once episodios, justo en el momento en que cualquier espectador se ha familiarizado ya con su particular universo, tomando consciencia de las numerosas virtudes «ocultas» de la serie. Pero así son las cosas; Firefly había desaparecido y ya nunca iba a regresar. Hecho tan triste como irónico, porque sus modestos índices de audiencia sí la hubiesen permitido sobrevivir en la TV de hoy en día, cuando existe una mayor competencia y sus números hubiesen sido considerados más aceptables. En pleno 2014 los ejecutivos de las cadenas comprenden mucho mejor que determinadas series necesitan construir su audiencia mediante el boca a boca, lentamente, y que no siempre es buena idea cancelar rápidamente un programa. Así pues, la historia de Firefly es la historia de una serie que, desgraciadamente, quizá hubiese subsistido en la actualidad pero que por haber fracasado en el 2002 jamás pudimos ver en todo su esplendor. Hoy solamente existen los catorce episodios que se rodaron en su día y un largometraje rodado con posterioridad, Serenity, del que hablaremos algo más adelante.
Firefly era una combinación entre western y aventura espacial, una serie sin grandes ínfulas ni vocación de obra maestra. Porque seguramente no es una obra maestra, pero sí es una gran serie. Narraba el día a día de la tripulación de la nave «Serenity», en la que se dedican al contrabando, el robo, la recogida de chatarra y demás chapuzas características de cualquier historia clásica de bandidos siderales. Por un lado veíamos planetas y tecnología propias de la ciencia ficción más tradicional, pero por el otro veíamos vacas, caballos y sombreros de cowboy. El tono de la serie era, de hecho, perfectamente propio de cualquier western televisivo clásico: en cada episodio una aventura distinta, que iba variando de lo más ligero a lo más melodramático, siempre sin excederse, con desenfado y con una más que notable falta de pretensiones que no fuesen el puro entretenimiento. Nunca faltaban los tiroteos o las peleas, ni la aparición de personajes curiosos y estrafalarios que podrían habitar indistintamente tanto el lejano Oeste como cualquier planeta del borde de la galaxia. Aunque lo más importante era el elenco de personajes principales, cada uno con sus características bien definidas: desde el rudo pero noble capitán (muy eficazmente interpretado por el canadiense Nathan Fillion) hasta una prostituta de lujo (la convincente y arrebatadoramente bella Morena Baccarin), pasando por una adolescente de capacidades intelectuales increíbles pero que ha enloquecido después de ser víctima de crueles experimentos del gobierno (interpretada por la inquietante Summer Glau), etc. Estos y otros personajes iban más allá de los estereotipos, con una profundidad sorprendente en una serie de aventuras en apariencia tan escasamente ambiciosa.
Como decimos, la emisión de Firefly rápidamente generó un pequeño pero fiel núcleo de seguidores pero el grueso de la audiencia no se interesó o quedó confundida por el descuido con el que Fox trataba a su nuevo programa. Por otra parte, la crítica se mostró dividida después del estreno. Aunque bastantes críticos supieron apreciar las virtudes del producto, hubo muchos otros que —incomprensiblemente— se centraron más en despellejar lo que consideraban una combinación «artificiosa» de dos géneros aparentemente incompatibles. Que eran incompatibles, claro, en su desconocimiento, ya que el western espacial tenía una larga tradición.
Si hay que ser justos, lo cierto es que los argumentos de la serie no eran particularmente originales y en bastantes momentos rayaban lo pueril. Pero se trataba de una puerilidad inherente al típico producto de diversión en el que cada episodio era una aventura diferente. Existían, sin embargo, algunas líneas argumentales más de fondo que la primera temporada apenas llegó a trazar y que prometían una muy interesante evolución de la serie. Pero esa evolución nunca se produjo. De todos modos, nadie debería esperar algo como The Sopranos porque Firefly nunca tuvo intención de sentar cátedra ni de apabullar al espectador con una obra maestra del drama. Como decíamos, su principal objetivo era entretener. Y eso lo hacía a la perfección y de manera muy inteligente.
Pero dentro de esa falta de pretensiones, Firefly acumulaba una considerable cantidad de virtudes. Quienes la hicieron se preocuparon muy mucho de adornarla con cantidad de detalles que individualmente apenas son perceptibles, pero que en conjunto le confieren un tono muy, muy especial. El que haya mucha gente que adore el universo de Firefly no es producto de unas historias de magnitud shakesperiana, sino de esa multitud de matices que aparecen en cada episodio, enriqueciendo la acción. Los personajes y en la herramienta principal con la que estos personajes se comunican, los diálogos, son su principal patrimonio. Incluso en el transcurso de los pocos episodios que llegaron a rodarse, la relación que existe entre los diversos personajes progresó rápidamente desde lo que parecían estereotipos genéricos hasta configurar retratos con un sorprendente grado de tridimensionalidad. En pocas series de ciencia ficción aventurera —salvando casos excepcionales como el de la magnífica Battlestar Galactica, que merece comentario aparte y lo tendrá— se encuentra uno con personajes tan bien cuidados, que en otras manos perfectamente podrían haber sido estandarizados y previsibles. Además los diálogos son siempre ágiles, ejecutados con ritmo por un buen elenco de actores fantásticamente dirigidos y tanto en las interpretaciones como en el texto hay un montón de perlas que no estamos habituados a ver en programas de este estilo.
Pero en mi opinión, el gran arma de Firefly es su maravilloso sentido del humor. Aunque durante los episodios hay espacio para la seriedad e incluso para el melodrama, nos encontramos con numerosas situaciones que son matizadas de manera hilarante por inesperados giros intencionada y deliciosamente estúpidos del guión o por aportaciones cómicas de los propios actores. Es un humor sencillo y directo pero distribuido de manera hábil en los momentos justos, algo que le confiere a Firefly un aire de desenfado que la distingue de muchísimas otras series de género. Este humor recurrente ayuda a que nos encariñemos rápidamente con los personajes, ayudando a perfilarlos más rápidamente, mostrándolos en diversas actitudes que generalmente no aparecen en programas que no sean estrictamente de humor. Estas continuas situaciones chistosas y hasta ridículas sirven para dejar entrever sus virtudes, defectos y debilidades. Al menos en mi caso, esa fue la característica que me enganchó a la serie y que a mis ojos la hizo muy diferente de series similares. Es imposible no sentirse maravillado por la vertiente cómica de Firefly, que aparece en las secuencias más inesperadas.
Pese a estas y otras virtudes, la cancelación nos dejó con una única temporada y la sensación de que Firefly apenas estaba mostrando una fracción de lo que realmente podía haber llegado a ser. Esto es algo que nunca comprobaremos, claro, pero dado el ritmo con el que los personajes iban creciendo y la manera en que iba funcionando la química entre ellos, así como el desarrollo de algunas subtramas en segundo plano, siempre imaginé que Firefly hubiese funcionado a la perfección como mínimo durante un par de temporadas más. Es más: lo suyo sería poder disfrutar ahora de cuatro o cinco temporadas, por lo menos.
Decíamos que tras la cancelación el culto no tardó en extenderse, hasta el punto de que un par de años más tarde se rodó un largometraje, Serenity, con el mismo reparto de la serie. El creador de Firefly, Joss Whedon, convenció a la Fox para que financiase su debut como director cinematográfico. Que pudiera conseguirlo es algo prácticamente milagroso después del batacazo que se había pegado el formato televisivo. La película fue bastante fiel al espíritu de la serie original, aunque en mi opinión la química estaba mucho menos lograda y me provocó la sensación de que hubiera sido mejor continuar con el formato televisivo, en donde realmente funcionaban aquellos personajes y sus pequeñas historias. No es que Serenity sea una mala película: de hecho es muy entretenida, pero provoca más nostalgia de una segunda temporada inexistente que satisfacción por haber visto a esos personajes de nuevo. Es como un episodio extra donde todo está contado demasiado deprisa para condensarlo en el formato de largometraje, y donde paradójicamente tenemos la sensación de que se nos cuentan muchas menos cosas que en los mismos minutos de un episodio convencional. Pero bueno, la película era divertida, aunque la reducida legión de fieles de Firefly no bastó para que Serenity fuese un gran éxito y pudiera dar lugar a una nueva saga, ya fuese cinematográfica o televisiva. La modesta repercusión de Serenity terminó de poner los clavos en la tapa del ataúd de Firefly.
Aun así, el recuerdo de Firefly nunca se ha extinguido y esa legión de seguidores ha ido creciendo. Más de diez años después sus fans continúan soñando con un más que improbable retorno. Incluso su antiguo productor, Tim Minear, está fantaseando con la idea en pleno 2014… aunque no quiere darles demasiadas esperanzas a los seguidores del capitán Malcolm Reynolds y su estrafalaria pandilla. Todo parece indicar que la serie no volverá. Ha habido rumores, eso sí. En 2013, cuando a través de Kickstarter y en poquísimo tiempo se recaudó una buena cantidad de dinero para rodar un retorno de Veronica Mars, muchos se preguntaron si podía suceder algo parecido con una campaña similar para financiar un retorno. Los ojos de esos fans e incluso de la prensa se volvieron inmediatamente hacia Joss Whedon… pero el padre del invento fue terminante: mientras lo mantenga comprometido su contrato con Marvel para dirigir lucrativas películas de superhéroes, no habrá retorno al fascinante universo de Firefly. Además, Whedon no está seguro de que mediante Kickstarter pueda recaudar suficiente dinero dadas las demandas técnicas y visuales de esa aventura espacial. La idea de una nueva temporada de la serie se antoja todavía más improbable a causa de los compromisos de algunos de los principales actores protagonistas: por ejemplo, Nathan Fillion, que interpretaba al capitán Mal Reynolds, trabaja actualmente en la exitosa serie Castle y mientras dicho programa continúe no hay visos de que vuelva a enfundarse el atuendo espacial. Lo mismo sucede con Morena Baccarin, que actualmente forma parte del reparto de la incluso más exitosa Homeland.Firefly fue una buena cantera de talentos pero existen muy pocas posibilidades de que volvamos a verlos juntos. Incluso la voluptuosa Christina Hendricks, que apareció solamente en un par de episodios de la serie original pero cuyo (magnífico) personaje tenía pinta de terminar convirtiéndose en recurrente, se ha hecho célebre gracias a Mad Men. Interpretando, irónicamente, a un personaje que tiene algunas características comunes con aquella inolvidable Saffron que encarnó en un par de episodios de Firefly.
Mientras rogamos —casi con seguridad infructuosamente— por el cada vez más improbable retorno de Firefly y dedicamos este modesto artículo a rendirle homenaje, qué mejor para terminar que una de las mejores canciones originales que haya tenido una serie de televisión como sintonía en bastantes años. Hablamos de Ballad of Serenity, un breve y bellísimo poema sonoro magníficamente interpretado por el bluesman Sonny Rhodes pero que, sorprendentemente, fue escrito por el propio Joss Whedon. La melancólica frase principal de la canción se ha convertido casi en el lamento oficial de los seguidores de Firefly: «you can’t take the sky from me». Lo que viene a decir que, aun entristecidos por saber que Firefly no volverá, al menos ya no pueden quitarnos esos catorce episodios por los que cada vez más espectadores sienten algo parecido a la adoración.
En la primera parte habíamos dejado a Iggy jugueteando con sonidos pop de los ochenta y consiguiendo un modesto éxito de ventas, aunque con muy decepcionantes resultados artísticos. Al final de la década, sin embargo, el hard rock estalló comercialmente en América gracias al ascenso de bandas como los Guns N’Roses. De repente, Iggy se sintió lo bastante seguro como para retornar por fin a su viejo estilo.
Brick by brick (1990)
El trabajo que supone la resurrección de Iggy Pop para muchos de sus viejos fans y su trabajo más sólido desde los días de New values. El rock directo es lo que mejor sabe hacer y eso se nota mucho. Para este álbum, además, contó con una corte de artistas invitados que ayudaron a elevar el nivel. Se percibe una atmósfera de entusiasmo que no proyectaba ninguno de sus discos desde hacía mucho tiempo. Brick by brick no solamente recibió muy buenas críticas —para casi todo el mundo era uno de los puntos álgidos de su carrera— sino que fue un éxito comercial similar a Blah Blah Blah o Instinct, demostrando que el público estaba dispuesto a recibir con los brazos abiertos este retorno a las raíces. Bien es verdad que la moda del hard rock que se estaba produciendo por entonces así como la mencionada presencia de célebres artistas invitados ayudaron bastante a que este disco funcionara comercialmente, pero toda repercusión era merecida.
Home: Uno de los más grandes temas del disco. Recuerdo la sensación de sorpresa al escuchar a Iggy haciendo de nuevo el estilo que había dejado aparcado durante tanto tiempo. Colaboraron en el tema nada menos que dos miembros de Guns N’Roses: Slash, que deja su firma con algunos fantásticos solos, y Duff Mckagan. Ambos aparecieron en el videoclip, lo cual ayudaba a atraer la atención de muchos oyentes jóvenes que no estaban familiarizados con la carrera de Iggy pero que descubrieron que la Iguana, bien pasados los cuarenta, no tenía nada que envidiar en cuanto energía a las nuevas estrellas del momento.
Butt town: Otro gran tema de hard rock directo y enérgico que ayudaba a confirmar la recuperación. Pone de manifiesto la frescura de miras que se apoderó de la industria musical en los noventa, tras la caída de la censura cristiana de la era Reagan, porque incluso en nuestros días es poco probable que una canción llamada «ciudad del culo» fuese emitida en cadenas televisivas mainstream, salvo quizá si se tratase de algún tema hip hop. Ah, la inocencia de los noventa.
Candy: El single de mayor éxito de Brick by brick, sin embargo, no fue un rock repleto de testosterona sino una canción más bien melosa cantada a dúo con la preciosa Kate Pierson, de los B 52’s. Este tema despistó a mucha gente y era divertido contemplar la gira de presentación de este disco —Iggy era bastante menos conocido entre el público general que ahora— y hubo algunos incautos que se acercaron a sus conciertos atraídos por la difusión de «Candy», esperando escuchar más temas en la misma onda melódica. Y también, probablemente, confundidos por el «Pop» de Iggy Pop. Lógicamente no entendieron absolutamente nada cuando vieron aparecer a Iggy sobre el escenario, dando saltos como un maníaco y berreando «Raw power» o «I wanna be your dog». Algunos aún recordarán las caras de horror de quienes habían comprado la entrada equivocada. Lo dicho, la inocencia de los noventa.
Starry night: Este álbum estaba tan inspirado que hasta las incursiones en otros géneros que habían resultado decepcionantes en los ochenta le salían bien. Tal es el caso de «Starry night», una muy bonita canción de aires tropicales que ni siquiera admite comparación, por ejemplo, con aquella sonrojante «Happy Man» del álbum Party.
American Caesar (1993)
Tras el impacto que supuso Brick by brick para muchos viejos seguidores, Iggy no bajó la guardia. Las guitarras seguían de moda con el grunge y el entonces llamado «rock alternativo» , así que Iggy no dudó en entregar otro disco en la misma línea: algunos temas muy rockeros combinados con otros más melódicos. Eso sí, American Caesar tenía una faceta experimental bastante más marcada que Brick by brick: aunque casi todos sus temas estaban concebidos en formato de canción tradicional, había algunos caprichos extraños como aquella curiosa pero excesivamente larga «Caesar». El disco, una vez más, recibió muy buenas críticas y fue muy apreciado, especialmente en Europa. Porque en los Estados Unidos, por algún motivo, no se le prestó la debida atención y obtuvo bastante menos éxito que su predecesor.
Wild America: El gran single del álbum y una de las mejores canciones de Iggy en muchos años. Inspirada, poderosa, cruda, cabalgando como una locomotora sobre un fantástico riff de guitarra. Probablemente no sea el tipo de canción que atrae a las multitudes, pero poco importa: es un clásico de los noventa por derecho propio. El feroz Henry Rollins aparece como invitado y hace una intervención hablada que improvisó en el mismo estudio: le pusieron el micrófono delante y pese a lo precipitado del momento encajó una frase perfecta al final del solo de guitarra. El videoclip fue editado con fragmentos de voces para hacerlo más «moderno» de cara a su emisión por la MTV. Quien quiera escuchar la canción tal y como aparece en el disco, sin añadidos, la tiene en este otro enlace.
Plastic and concrete: Un tema que podría haber encajado en algunos de sus álbumes de los setenta, basado en un potente riff de guitarra y con un desenfadado estribillo punki. Mención especial para el caótico solo de guitarra de Eric Schermerhorn, que aquí suena casi como una versión mejorada de James Williamson. Fantástico tema, repleto de energía.
Beside you: Un corte melódico escrito a medias con su colega Steve Jones, el antiguo guitarra de los Sex Pistols. Quizá pretendía complacer a una audiencia más amplia, tal y como había sucedido con «Candy». De hecho también aquí hay una voz femenina —en este caso Lisa Germano— aunque «Beside you» obtuvo menos repercusión que el dueto con Kate Pierson. Con todo, es una muy buena canción que añadía nuevos matices al álbum.
Boogie Boy: Como deja entrever el título, un guiño al rock más clásico que había marcado las mejores etapas de su carrera y que también recuerda mucho a sus discos con James Williamson.
Naughty Little Doogie (1996)
Continúa la buena racha. Iggy aparca el eclecticismo experimental de American Caesar y graba un álbum más directo, breve y sencillo. El estilo sigue orbitando en torno a las guitarras, aunque en conjunto hay que reconocer que no es tan brillante como los dos anteriores. Eso sí, podemos decir que contiene dos o tres temas que no hubiesen desentonado en cualquiera de sus mejores obras y a los que, por desgracia, el público no prestó la debida atención. A estas alturas Iggy había vuelto a perder el gancho comercial con el público estadounidense, aunque en los mercados europeos seguía funcionando ayudado por sus giras, porque a mitad de la década de los noventa a nadie le cabía ya duda de que tener la suerte de asistir a un concierto de Iggy, especialmente cuando tenía una buena noche, equivalía a presenciar un tremebundo espectáculo difícil de comparar con el que pudiera ofrecer cualquier otro individuo en la industria por entonces. Eso le valía un público fiel en Europa, Australia y otros lugares. Por aquel entonces, además, Iggy gozó de una inesperada repercusión gracias a la inclusión de «Lust for life» en la exitosa película Trainspotting —incluso llegó a rodar un videoclip a propósito para aquella canción que tenía ya veinte años de antigüedad— pero en los Estados Unidos los medios empezaban a dejar de lado el rock, ahora que la fiebre guitarrera de primera mitad de los noventa empezaba a enfriarse. Un buen disco, no tan bueno como los previos, pero con algunos grandes momentos.
I wanna live: Fácilmente uno de los mejores singles grabados por Iggy en años y en mi opinión lo mejor de este álbum, con diferencia. Un tema poderoso y rotundo que quizá hubiese tenido mejor suerte comercial en el periodo 1991-94. Simple, efectivo, con un estribillo memorable y esa agresividad que los fans de Iggy esperan encontrar por lo menos en algunas canciones de cada disco. Impresionante.
Pussy walk: Una divertida gamberrada en la que Iggy nos habla de uno de sus temas preferidos, las mujeres que se encuentra por la ciudad, en los institutos o en sus actuaciones. Una declaración de amor al sexo femenino en conjunto, aunque probablemente su lenguaje más bien descarnado crearía un cruce de cables a las oyentes más feministas, si es que a estas alturas de su carrera no estaban ya familiarizadas con los himnos heterosexuales de la Iguana, claro.
Innocent world: Aunque la melodía puede traer a la memoria algunas épocas pasadas junto a Bowie, la base rockera de la canción evita que el tema pueda convertirse en un corte insulso como tantos de los que registró en los ochenta. El que un estribillo dulzón esté precedido por un riff seco y cortante que le aporte fuerza nunca es una idea demasiado mala, y aquí la combinación funciona a la perfección.
Avenue B (1999)
Después de una era de aciertos, llega la confusión. La vida de Iggy da un giro y entra en una especie de crisis existencial. Ha pasado de los cincuenta, se ha divorciado y decide ponerse sentimental. Después de tres álbumes consecutivos dominados por las guitarras, cambia completamente de dirección: elige como productor a Don Was y graba un disco tranquilo, melódico y por momentos atmosférico. Hay muchas guitarras acústicas y también fragmentos hablados. La temática principal es la introspección, quizá inspirada por uno de los discos favoritos de Iggy, el Nebraska de Bruce Springsteen. ¿El problema? Que esto no es Nebraska. Las referencias autobiográficas y los desvaríos personales de Iggy en plan consulta de psicoanalista pueden llegar a resultar bastante embarazosos. Pero las letras no serían un problema si hubiese una música convincente detrás. El problema es que no la hay. Pocas melodías reconocibles y sí mucho relleno. Es evidente que nuestro protagonista había perdido el norte haciéndose el Leonard Cohen y la crítica recibió el disco con desdén. El público se interesó mucho menos por esta especie de diario sonoro de un cincuentón que por los álbumes tan entretenidos que había estado grabando durante el resto de los noventa.
Avenue B: El tema que da título al álbum es de lo mejor que tiene por ofrecer y eso dice bien poco en cuanto a la calidad global del disco. Un tema muy easy listening, muy genérico, sin una melodía memorable ni ningún rasgo digno de recuerdo. Cualquier artista podría haberlo grabado, ya que es una canción de lo más estándar, y no hay un ápice de energía, que siempre ha sido una de las grandes bazas de Iggy. Como casi todo en este disco, el colchón instrumental suena bien, pero como puede sonar bien el hilo musical de un hotel. Sin alma.
Shakin’ all over: En un disco mayoritariamente flácido y aburrido hay alguna concesión al rock más crudo y directo, pero ni esta concesión despierta demasiado interés. Esta versión del viejo superclásico de Johnny Kidd and the Pirates no está mal, pero no deja de ser una mera recreación de la versión que en su día hicieron The Who en su directo Live at Leeds, y sin añadir prácticamente nada al trabajo de los británicos. Incluso para hacer versiones da la sensación de que Iggy ha perdido la inspiración, cuando no mucho antes podía recrear viejos clásicos con mucha más originalidad (véase la «Louie Louie» del American Caesar). Una interpretación correcta, pero no memorable.
Beat Em Up (2001)
Ese fallido intento de psicoanalizarse artísticamente que era Avenue B resultó tan fallido desde todos los puntos de vista, y tan mal recibido, que Iggy pega un nuevo volantazo de ciento ochenta grados y se va al extremo opuesto. Se olvida de las guitarras acústicas y vuelve a encender los amplificadores: de hecho suena más duro que nunca, incluso bordeando el heavy metal en muchos momentos —algo inédito en él— o imitando el sonido de algunas bandas del rock alternativo de los noventa, como las entonces llamadas de «fusión» o «rap metal». Aunque sonar más duro no necesariamente significa sonar más intenso. El resultado tampoco es satisfactorio. De nuevo falta lo principal: la inspiración. Una de las críticas más feroces que leí en su momento decía que Beat Em Up estaba compuesto por canciones propias de «grupo de tercera tocando en un bar». Sin pretender llegar tan lejos en la crítica —aunque por momentos el álbum lo merezca— sí es cierto que estas canciones suenan a descartes de otros grupos de la época. Iggy se había convertido como en la marca blanca de bandas que hacían esto mismo pero muchísimo mejor. Un nuevo tropezón artístico, aunque al menos no es tan aburrido como el anterior.
L.O.S.T: Una buena muestra de lo que predomina en este disco, esto es, guitarras metálicas sin particular gracia, ritmos cortantes que parecen una pálida imitación de otros muchos temas grabados por otras muchas bandas… para colmo, el estribillo trae a la mente aquella «Low self opinion» que la Rollins Band habían grabado una década antes, lo cual no hacía más que acentuar las enorme diferencia de calidad entre alguien que interpreta un estilo que domina y alguien que no. El intento de Iggy por introducirse en el estilo no resistía la comparación con el fantástico tema de Rollins. Pero bueno, la Iguana lo intentó.
Drink new blood: Otro corte en donde la distorsión de las guitarras pretende ocultar sin éxito el que no hay verdadera energía ni se percibe entusiasmo en la grabación. Es una canción sin un ápice de personalidad propia y lo malo es que prácticamente todo el disco está compuesto de temas así.
Skull ring (2003)
Después de navegar sin éxito por la introspección existencial o por el metal de serie B, Iggy vuelve a terrenos donde se mueve con mayor facilidad, esto es, el rock agresivo pero con una factura más clásica. Retorna el sonido familiar de Brick by brick, American Caesar o Naughty little doogie y como era de esperar el resultado supera con mucho a las dos anteriores entregas. Se rodea de colaboradores como en Brick by Brick, aunque Green Day o Peaches no son Slash o Duff McKagan, desde luego. Pero el resultado final, sin acercarse a los discos mencionados, es bueno. Aunque todo palidece ante la gran noticia: la presencia en el álbum de los hermanos Asheton: el guitarra y batería originales de The Stooges aque participan en cuatro canciones —de las cuales al menos tres están entre lo mejor del álbum— y hacen soñar con un posible retorno de la legendaria banda.
Little electric chair: El primer single del álbum era también la canción que reunía a Iggy con los Asheton. ¿El resultado? Prometedor. Especialmente teniendo en cuenta que esta reencarnación de The Stooges interpretó el tema en algún prograna televisivo de la época y sonaba igual de enérgico que en el álbum. Esto significaba que el regreso de la mítica banda de Detroit no solamente parecía factible, sino incluso deseable.
Loser: Una vez más, la combinación entre Iggy y los hermanos Asheton parece funcionar bien. Han pasado muchísimos años desde la disolución de The Stooges, pero junto a sus viejos compañeros la Iguana recupera su antigua forma de cantar y se percibe algo muy parecido a la antigua vibración del cuarteto de Michigan.
Little know it all: No todo en el disco iba a ser positivo y aquí tenemos a Iggy coqueteando con el pop-punk tan de moda entonces en América, en colaboración con Sum 41. Supongo que habrá a quien le guste esa banda y ese estilo, pero lo cierto es que esto encaja bastante poco con Iggy. Incluso podía resultar algo embarazoso verlo intentando hacerse oír en la nueva escena adolescente. Por fortuna estos coqueteos se limitan a poco más que un par de canciones del disco… y todo sea dicho, la que hace con Billy Joe Armstrong de Green Day está bastante mejor.
Tras la edición del álbum, las cuatro canciones que Iggy y los hermanos Asheton han grabado juntos les convence de que deberían reunirse definitivamente. Y así es, finalmente se hace oficial: vuelven a tocar juntos bajo el nombre de The Stooges. Esto enciende la llama nostálgica de muchos viejos fans y de otros nuevos que de repente se sienten atraídos por el aura de leyenda de la banda de Detroit, por esa reputación de haber sido algo lo suficientemente original y primitivo como para ser considerado verdaderamente histórico. El grupo original (obviamente sin el fallecido bajista Dave Alexander, sustituido aquí por Mike Watt) se echa a la carretera y no decepciona: pese a su edad, suenan como tienen que sonar: crudos, enérgicos, sin adornos ni necesidad de añadidos. Una buena muestra fue el concierto que dieron en su propia ciudad natal —un orgulloso Iggy grita «Detroit!» y «Michigan!» en diversos momentos del show— y que quedaría inmortalizado en un DVD. A muchos nos costaba creer que The Stooges estuviesen de nuevo en la carretera pero ellos se encargaron de convencer a los escépticos y que tanto crítica como público aplaudiesen sus nuevas giras.
The Weirdness (con The Stooges, 2007)
Tras el extraño sueño que fue ver de nuevo a los Stooges sobre un escenario, llegaba el momento de grabar un nuevo disco… treinta y cuatro años después. Lo que pudiera salir de esta sesión resultaba intrigante: no era lo mismo reinterpretar sus viejos clásicos, aunque los pudiesen hacer sonar vibrantes y enérgicos, que proponer nuevo material. Se hicieron con la ayuda del superingeniero de sonido Steve Albini (cuyo currículum resulta demasiado extenso e impresionante como para desgranarlo aquí). ¿El resultado? Hubo opiniones para todos los gustos. En mi opinión es un buen disco. No un gran disco, pero tampoco el fiasco que algunos pretendían que fue. Es decir: en The Weirdness no tenemos canciones a la altura de su repertorio originario, ni de lejos, eso está claro. No hay nuevos hitos con vocación de clásico. Pero tampoco tenemos a una banda de viejas glorias poniéndose en evidencia. Suenan compactos, con el entusiasmo y energía de una formación joven, y esto es algo muy a tener en cuenta cuando hablamos de una banda de sexagenarios. Lejos de dormirse en los laureles o dejarse llevar por su adquirida condición de iconos venerables, van directos al grano: no hay apenas baladas ni descansos, ni pretenden grabar un disco «maduro», sino que regresan al estilo de siempre. Pero la crítica no fue particularmente benévola. Cierto es que The weirdness no resiste la comparación con aquellos antiguos álbumes de otra era, aunque este retorno podría haber sido mucho, mucho peor y merecía ser apreciado por ello.
Trollin’: Lo mejor que se puede decir de la reencarnación de The Stooges es que, sin necesidad de imitarse a sí mismos, siguieron teniendo un sonido característico, propio y muy creíble. El tema que abre el álbum lo demuestra: son una banda con personalidad propia y casi cuatro décadas después sigue existiendo una química particular entre ellos. El que la canción no sea ya un nuevo clásico es otra cosa, pero hacían lo que podían y pocas bandas que sobrevivan tantos años son capaces de grabar discos convincentes.
I’m fried: Una canción tan Stooges que, lógicamente, solo los Stooges podían haberla grabado. Parece una perogrullada, pero en los momentos en que recuperaban su viejo sonido uno casi se olvidaba de que los temas no eran ya tan impactantes. Especialmente por ese maravillosamente caótico fragmento instrumental donde, por cierto, participa Steve Mackay, el mismo que tocaba el saxofón en Fun House. Otra muestra de que al menos hay instantes en los que consiguen capturar una parte de las viejas atmósferas.
Por desgracia, esta encarnación de The Stooges no duraría mucho más, ya que Ron Asheton fallecía un par de años después de un ataque al corazón. Cuando la policía lo encontró, llevaba ya dos días muerto.
Préliminaires (2009)
Tras la entrañable aventura con los Stooges, llega nuevo álbum en solitario de Iggy, que supone un giro estilístico francamente inesperado que es buen motivo para que sus fans se sientan descolocados. Queda prendado por las lecturas de Michel Houellebecq, viaja a Francia… y de repente decide que va a convertirse en un crooner mediterráneo. Ya no tenemos un disco de rock, ni siquiera de pop, sino temas con sonidos elegantes y sofisticados que basculan entre la música de raíces y el hilo musical de garito moderno, la bossa nova, e incluso algunas letras en francés. Contiene algunos temas interesantes y la verdad es que no puede decirse que sea exactamente un desastre de disco, de hecho supera con mucho a fiascos como Avenue B. Pero los críticos ni siquiera supieron cómo calificar el invento. Hubo algunas voces muy entusiastas: en The Guardian, por ejemplo, escribieron que esto era su mejor disco desde Lust for life (¡ni en broma!) pero más allá de la extraña satisfacción de algunos críticos de corte más indie-pop, el resto acogió el experimento con una respetuosa perplejidad, alabando la buena intención de Iggy pero poniendo de manifiesto los múltiples defectos del álbum (una producción discutible, por ejemplo, y un más que considerable aire de artificiosidad). El álbum suena bien pero personalmente me deja muy frío. Los temas modernos parecen demasiado estándar y reglamentarios, y las pocas canciones de raíces (country blues, jazz) no terminan de captar la esencia que pretendían captar. No es la clase de disco que uno desearía escuchar a menudo en casa salvo como música de fondo para limpiar las ventanas o algo así.
Les feuilles mortes: Versión moderno-ambiental de una vieja canción francesa, que es una de las últimas cosas que los fans hubiesen esperado escuchar en la voz de Iggy. No es que suene mal, pero hay que reconocer que por momentos raya la parodia. Como casi todo en este disco, es respetable, pero respetablemente aburrido. Es una buena muestra de por dónde van la mayoría de los cortes.
He’s dead / she’s alive: Un tema acústico con aires del delta del Mississipi que está entre lo mejor del disco, pero que como todo lo demás sufre de una producción artificiosa. Y también sufre el hecho de que Iggy no sabe cantar este estilo. Es noble que quiera adentrarse en nuevos terrenos, pero su voz no está hecha para este tipo de canciones ni sabe exactamente cómo interpretarlas.
King of the dogs: Más de lo mismo. Iggy adapta un anticuado jazz de Lil Armstrong y una vez más demuestra que este estilo no es lo que más se ajusta a su voz o su forma de interpretar. Suena más a desangelada recreación de banda de crucero más que a la versión sentida que supongo Iggy pretendía registrar.
Après (2012)
Si no querías caldo, dos tazas. A Iggy le ha gustado eso de cantar en francés y —básicamente saltándose el trámite de las discográficas— se descuelga con un disco online compuesto por versiones de canciones galas y algunos estándares anglosajones. Al menos esta vez los temas son más conocidos, lo cual hace un poco menos aburrido el invento. Pero no tiene demasiado interés escuchar a Iggy cantando cosas que otros han cantado mucho mejor antes que él, y sin añadir nada especialmente sorprendente o digno de consideración. Aunque se haya convencido a sí mismo de que es un crooner, y aunque resulte comprensible que con la edad vaya buscando tocar nuevos palos o hacer otras cosas más tranquilas, su enfoque no es el adecuado. Probablemente le falta alguien que haga por él lo que Rick Rubin hizo por Johnny Cash: adaptar su voz y su experiencia a nuevos sonidos, pero con un instinto más afilado para que no termine todo sonando a karaoke de martes noche en algún club de divorciados de mediana edad. Un disco-capricho sin mayor interés, con versiones que no aportan nada y que por momentos pueden llegar a sonrojar un tanto.
La vie en rose: La idea de escuchar a Iggy cantando el clásico de Edith Piaf descoloca al principio, aunque el resultado es menos sorprendente de lo esperado. Si uno cierra los ojos casi puede ver a parejas de ancianos bailando agarrados en la discoteca de un crucero, o al menos esa es la impresión que me produce a mí. Aunque admito que el enfoque instrumental es interesante, y como todo el resto del disco se deja oír pero es completamente prescindible.
Everybody’s talkin’: Bastante peor marchan las cosas en otras versiones, como esta del famosísimo himno melancólico de Fred Neil y popularizado por Harry Nilsson. Aquí entramos ya definitivamente en el terreno del karaoke y casi, casi de la comedia involuntaria. Se pueden hacer una idea de por dónde va el resto de Après. Me parece muy bien que Iggy grabe lo que le apetezca, faltaría más, pero también somos libres los demás de sonreírnos un poco al escuchar estas cosas. Tal vez una aproximación más experimental a canciones que todos hemos escuchado una y mil veces hubiese sido interesante —vuelvo a recordar el caso de Johnny Cash— pero estas versiones en plan karaoke no le hacen ningún favor al disco.
Ready to die (con The Stooges, 2013)
Después del extraño paréntesis francófono en plan moderno, nueva noticia discográfica: los Stooges vuelven a meterse en el estudio, con Iggy, Scott Asheton y, sorpresa, James Williamson, que vuelve a hacerse cargo de las guitarras y la producción. Es decir, que menos el difunto Ron Asheton nos encontramos con una reencarnación de los Stooges de Raw Power y por segunda vez en su historia los Stooges resucitan de la mano de Williamson. ¿El resultado? En The Weirdness los Stooges sonaban a sí mismos pero sin las canciones memorables. Pues aquí todo suena a los Stooges de Williamson (aunque con mezclas mucho más digeribles que aquellas de David Bowie) pero también sin los temas memorables. Probablemente esto es lo mejor que podía esperarse y pretender que sorprendiesen a estas alturas era demasiado. Con todo, el álbum es bueno, y mucha gente lo consideró superior a The Weirdness. Está el sonido, está una buena dosis de energía, y supongo que eso es más que suficiente para el segundo retorno de un grupo que lleva ya bastantes años peinando canas. Muy digno trabajo.
Ready to die: Lo dicho; esto suena a los Stooges de Raw Power aunque más en cuestión de texturas que en la calidad de los temas. Tampoco era cuestión de pedir más, porque como decimos prácticamente ninguna banda es capaz de repetir sus viejas glorias tantos años después.
Gun: Si la tónica del disco es el intento de emular el sonido de Raw Power y Kill City, esta «Gun» recuerda más al segundo, con las guitarras y melodías típicas de Williamson. Después de tantos años resulta fácil detectar cuánto hay de Iggy y cuánto de Williamson en cada tema, y muchas otras canciones del disco nos traen a la memoria aquellos discos grabados en los setenta.
Ahora solo nos queda esperar nuevas entregas discográficas. Si algo puede decirse de Iggy es que uno nunca sabe exactamente qué esperar de él cuando entra en un estudio, así que crucemos los dedos. Confiemos en que los anuncios de tónica no le afecten más de la cuenta y se deje de versiones en francés en su próximo trabajo. Veremos.
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La década de los sesenta fue la más revolucionaria en lo que entonces era todavía un fenómeno bastante nuevo, la música rock. En apenas diez años el estilo creció y se diversificó de manera imparable, produciéndose además la explosión de la era de las bandas. Lo que ya no resulta tan sencillo es decidir cuál fue la mejor banda de la época, porque más allá de los logros de cada una de ellas, lo cierto es que no faltaron grupos de calidad precisamente. Naturalmente, estos nombres son únicamente una sugerencia: una lista que incluyese a todos los posibles candidatos se haría demasiado larga, así que los lectores pueden proponer sus propias opciones.
The Beatles
Quizá el nombre más obvio; no solamente hablamos de la banda más popular de la década sino que su influencia fue enorme a muchos niveles. Propiciaron una revolución cultural de grandes proporciones y además son el grupo —con bastante diferencia— cuya música ha sido más versionada por intérpretes ajenos al rock, ya sea del jazz, la música clásica, etc. Desde sus inicios más inocentes hasta la experimentación de sus últimos años, prácticamente no editaron un álbum que no sea de gran calidad y en el que no haya canciones memorables. Cualquier podría convenir que en cuestión de repertorio probablemente no haya existido otro grupo que resista la comparación. Seleccionamos como muestra «Yesterday», que suele encabezar las listas de canciones con un mayor número de versiones ajenas.
The Rolling Stones
Uno de los pocos grupos que ha sobrevivido hasta nuestros días y cuya popularidad es hoy mucho más universal de lo que fue nunca. Aunque para no pocos críticos los mejores discos de los Rolling Stones fueron editados ya en los setenta, no es menos cierto que antes de finalizar la década anterior ya habían conseguido desarrollar una fuerte personalidad propia, perfilando un estilo que daría pie a toda una escuela bien diferenciada dentro de la música rock, convirtiéndose en una de las principales referencias para un sinnúmero de bandas posteriores. Seleccionamos como muestra «Jumpin’ Jack Flash», para muchos el tema que marcó su cambio de estilo a finales de los sesenta y uno de sus singles más conocidos.
The Jimi Hendrix Experience
Si la guitarra eléctrica es el Excalibur del rock, el hombre que cambió la forma de tocar el instrumento estaba destinado a ejercer una influencia perenne y universal dentro del estilo. Su debut en 1967 hizo que los demás guitarristas rockeros llegasen a considerar seriamente la retirada, porque nadie más era capaz de hacer sonar así las seis cuerdas por aquel entonces. Su carrera discográfica, sin embargo, fue brevísima: se extendió solamente a lo largo de cuatro años y se reduce a tres álbumes oficiales en estudio, más uno que dejó a medio terminar cuando murió, un directo y una recopilación. Su imagen y su temprana desaparición lo convirtieron en un mito, pero su importancia en lo estrictamente musical seguramente trasciende incluso la magnitud de su figura en tanto que icono. Seleccionamos como muestra «Little Wing», una de las mejores evidencias de la originalidad revolucionaria de su forma de tocar en 1967.
The Doors
Una de las bandas sesenteras favoritas del público actual, probablemente tenga mucho que ver con ello el estatus icónico que alcanzó su cantante Jim Morrison después de su muerte y las sucesivas reivindicaciones de su figura, por ejemplo en la gran pantalla. Poseedores de un repertorio envidiable, de un sonido muy particular e instantáneamente reconocible, The Doors son automáticamente asociados por mucha gente a toda una época. Seleccionamos como muestra «L.A. Woman», una de sus canciones más reproducidas y que ha conocido diversas interpretaciones ajenas a lo largo de los años.
The Who
Otra banda que alcanzó el verdadero culmen de su popularidad en la década siguiente, pero que ya en los sesenta se convirtieron en uno de los grandes nombres del negocio. Sus armas eran un repertorio muy característico, unas aplastantes actuaciones en directo —en esto apenas tenían competencia— y el haber contribuido a convertir la música rock en materia de estudio sociológico, conceptual y literario gracias a sus letras repletas de inquietudes existenciales y crípticas simbologías. Seleccionamos como muestra «Pinball Wizard», probablemente su canción más representativa de aquellos años.
Cream
El primer gran prototipo de power trio —que entre otras cosas sirvió de inspiración directa para el mencionado Jimi Hendrix—, con el que Eric Clapton terminó de consagrarse como superestrella (aunque su compañero Jack Bruce tuviese tanta o más importancia en la banda). Únicamente publicaron cuatro álbumes, pero fueron más que suficientes para marcar una senda a seguir, dejándonos de paso un buen puñado de fantásticas canciones. Seleccionamos como muestra «Sunshine of your love», son seguridad su canción más famosa.
The Kinks
Aunque mucha gente solamente conoce un pequeño puñado de himnos grabados por esta banda al principio de su carrera, lo cierto es que su discografía durante los años sesenta encierra un buen número de sorpresas para quien se decida a bucear en ella. Seleccionamos como muestra «Sunny Afternoon», uno de sus mayores éxitos, que llegó a destronar en las listas a un single de los mismísimos Beatles.
Creedence Clearwater Revival
Otra banda de muy corta vida —apenas un lustro, aunque bien aprovechado con siete discos en estudio— pero que dejó una huella imborrable. Pese a su origen californiano, trabajaron los sonidos del sur de los Estados Unidos y en su repertorio se incluyen un buen puñado de joyas que han conocido muchas reinterpretaciones memorables en manos de otros artistas. Seleccionamos como muestra «Proud Mary», probablemente su canción más famosa y la que más versiones ajenas ha inspirado.
Led Zeppelin
Otro grupo que alcanzó sus máximos niveles de popularidad en los setenta, pero que ya en los últimos años de la década anterior dieron muchísimo que hablar. Como los Rolling Stones, originaron toda una corriente de discípulos, imitadores y tributarios de toda índole. Seleccionamos como muestra «Whole lotta love», uno de sus temas más conocidos y el que catapultó su explosión comercial a finales de los sesenta.
Allman Brothers Band
Aunque solo sus primeros dos álbumes fueron grabados durante los sesenta, constituyen la semilla de un movimiento tan importante en la década siguiente como lo fue el llamado southern rock, y también la inspiración para corrientes como las jam bands estadounidenses surgidas en décadas más recientes. Quizá es un grupo que al haber tenido repercusión fundamentalmente en Norteamérica, no suele ser muy tenido en cuenta por los críticos europeos a la hora de proponer grandes nombres de aquella década. Seleccionamos como muestra «Whipping post», una de sus canciones más célebres, interpretada cuando el guitarrista original Duane Allman aún estaba vivo.
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Los malvados en la pantalla a menudo dan la sensación de ser más libres, de poder satisfacer sus deseos sin trabas éticas o legales y de ser, en definitiva, una compañía más amena que los buenos. Al menos mientras no te interpongas en su camino. Quizá si los tomáramos como ejemplo nos irían mejor las cosas, seguro que cada uno de ellos tiene alguna enseñanza que aportarnos. Así que hemos convocado a nuestros expertos en villanos para elaborar una lista en la que no sobra ninguno, aunque puede ser ampliada e invitamos para ello a los lectores a que incluyan los suyos. Y a que voten, claro, para que podamos determinar cuál es el malo más bueno.
Lex Luthor, de Superman
En un mundo en el que la gente se define como dinamizador rural, personal shopper o community manager, alguien que se describe como «La mayor mente criminal del siglo XX» merece nuestro respeto. Eso es una tarjeta de presentación. La lucha de Lex Luthor contra Superman es la confrontación del ingenio ante la fuerza bruta, del mérito y el esfuerzo frente a los dones recibidos de nacimiento, del ser humano contra el invasor alienígena. Naturalmente nos quedamos con el que fue interpretado por Gene Hackman, uno de los más grandes actores que ha dado Hollywood.
Regina/La Reina Malvada, de Érase una vez
Frente al aspecto de mosquita muerta de Blancanieves, una chica que parece entender los chistes un minuto más tarde que el resto, Regina demuestra tener sangre en las venas dándole así un poco de vida a la localidad de Storybrooke. Con ese gesto perenne de «pero qué mala soy» conspira y malmete todo lo que puede, demostrando estar a la altura de los cargos que ostenta, el de alcaldesa y el de reina malvada. Solo le falta ser presidenta de la CAM, condesa de Bornos y Grande de España. Siempre da la impresión de que todo le sale según lo planeado, o al menos es la cara que le gusta poner. Serena y contenida, es además muy elegante en el vestir, no como la otra, que va por los bosques como una desarrapada.
Gus Fring, de Breaking Bad
Aunque en España el término «emprendedor» es casi indistinguible de «abrir un bar», en realidad alude a la creación de cualquier empresa que genere riqueza, empleo y prosperidad para el conjunto de la sociedad. Que es ni más ni menos lo que Gus lleva a cabo, un negocio diversificado entre la hostelería y la química recreativa. Nuestro protagonista es un hombre hecho a sí mismo que además contribuye con generosas donaciones al departamento de narcóticos, siempre preocupado por el bienestar de la comunidad, queriendo devolver a la sociedad lo que esta le ha dado. Mírenle, qué porte, qué elegancia, qué saber estar, nunca se le oirá una palabra más alta que otra. Incluso cuando tiene que provocarse el vómito ante un retrete para no morir envenenado se lo toma con parsimonia, extendiendo antes una toalla en el suelo para no ensuciarse el pantalón. Lamentablemente al final vemos cómo termina perdiendo la cabeza, o parte de ella, pero merece ser recordado en sus mejores momentos.
Hans Landa, de Malditos Bastardos
Sin duda el papel de este oficial de las SS destinado en Francia es lo mejor de la película. Junto a Mélanie Laurent, claro, que es mirarla y quedarse uno aturdido. Exquisitamente educado, Hans goza además de un notable sentido del humor, sabe idiomas y como buen alemán se toma muy en serio su trabajo. Es tenaz pero no fanático y quienes hemos leído ¿Quién se ha llevado mi queso? conocemos la importancia de la flexibilidad y de la capacidad de adaptación que todo trabajador debe tener. De manera que si el contexto requiere de uno ser Standartenführer pues a ello hasta que el viento cambie de dirección.
Hannibal Lecter, de El silencio de los corderos
Una de las películas que marcarían los años noventa. Dejó la impronta del psicópata de hablar pausado, culto, refinado, tan extremadamente inteligente como cruel. Desde entonces todos los malvados del cine policíaco se ven en la obligación de dejar algún enigma en el escenario del crimen que requiera para interpretarlo a un exégeta de la Biblia, un antropólogo de la Sorbona y un matemático-ajedrecista. De él aprendimos que si te quedas mirando a alguien fijamente en silencio le darás la impresión de estar leyéndole el pensamiento y diseccionando su infancia, aunque en realidad estés intentando recordar cómo se llamaba.
Al Swearengen, de Deadwood
Parecía llamado a ejercer de gran villano en la serie. Su fuerte carácter, falta de escrúpulos y obsesión por controlar hasta la mayor nimiedad que acontece en Deadwood dan a entender que actúa movido por el lucro y el beneficio personal, a costa de emborrachar pioneros, traficar con drogas, prostituir mujeres y llevarse una mordida de cualquier negocio legal o ilegal que se cierre en su territorio. Un proto capo mafioso de rotundo bigote, majestuosas patillas y elegante calzoncillo de cuerpo entero. Poco a poco, y frente a la obtusa actitud de los «buenos», su inteligencia nos conquistó. No se puede sino admirar esos larguísimos monólogos casi shakespereanos dirigiéndose a la cabeza de un indio muerto, con los que mediante unas retorcidas líneas de pensamiento imposibles de seguir por sus empleados adivinaba los planes de sus rivales y llegaba a la mejor solución para solucionar un problema. Todo encaminado no solo a su beneficio, sino a la protección del pueblo. Porque nadie es perfecto, claro, y mostraba una ambigüedad moral que tendía hacia el bien: el rudo cariño que trataba de ocultar por la prostituta Trixie o Jewel, la barrendera coja; la misercordiosa eutanasia al reverendo Smith o su disposición a normalizar el entendimiento interracial. Y se convirtió en la única defensa frente a la verdadera bestia del mal, George Hearst. Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.
Angela Channing, de Falcon Crest
Una de las series que más dio que hablar en los ochenta y que como ocurre a menudo el título que le pusieron en Latinoamérica resulta más expresivo: Viñas de odio. Angela Channing era su gran protagonista, una viticultora tremendamente ambiciosa y maquiavélica que nos enseñó que para triunfar en los negocios no hay que tener piedad y que tenía un criado llamado Chu-Lí, que es un nombre muy gracioso. A lo largo de doscientos veintisiete episodios sus sinuosas tramas incluyeron amoríos, crímenes, traiciones, nazis, tesoros escondidos, infidelidades y, en fin, otras muchas cosas que ya no recordamos. Pero sí que se nos quedó marcada la sonrisa perversa de esta señora, como activada por alguna clase de engranaje mecánico interno.
Harry Lime, en El tercer hombre
Ya hemos hablado en otras ocasiones de qué hace de El tercer hombre un clásico del cine, ahora es el momento de centrarnos en ese personaje interpretado por Orson Welles que centra la trama. Un traficante del mercado negro en la Viena de posguerra, que finge su muerte y que suelta un memorable monólogo que hace del cinismo todo un arte. No es un simple villano más recreándose en su maldad entre carcajadas, cuando lo escuchamos sabemos que eso que dice no es moralmente correcto, pero…
Darth Vader, de La guerra de las galaxias
Un hombre con las ideas claras. Su aspecto es decididamente inhumano: una máscara inexpresiva con la mirada de plástico perdida en el vacío, respiración mecánica… y sin embargo sus ambiciones son tan puramente humanas que difícilmente podríamos confundirlo con un robot. Quiere gobernar, quiere poner orden, quiere transformar la galaxia en un lugar unido, cohesionado y fuerte. Quiere extender unos valores. No soporta la incompetencia, ni la dejadez, ni la deslealtad. Las cosas tienen que hacerse bien, y tienen que hacerse a tiempo. Además sabe cuándo debe obedecer en vez de mandar. Y, aunque ellos le rechacen, quiere gobernar junto a sus hijos: cree en la familia, en los lazos de sangre, en la dinastía. Es realmente la clase de hombre que puede sacar un imperio adelante. Y en fin, para ello ha de hacer estallar algún planeta de vez en cuando… pero porque los rebeldes se empeñan en no considerar los aspectos positivos de su gestión. ¿Qué otra manera puede haber de controlar el caos de miles de planetas donde cada cual tira para su terruño? En cierto modo, Darth Vader es nuestro padre, el padre de todos, el que nos recuerda que la vida no se compone solamente de bonitos sueños sino también de feas pero ineludibles obligaciones.
El señor Burns, de Los Simpson
El señor Burns mezcla como nadie modernidad y tradición, energía nuclear y valores decimonónicos. De él podemos aprender el valor de la ambición, del ahorro y del trabajo duro (de tus empleados, se entiende), cosas que le han llevado a ser el hombre más rico y poderoso de Springfield. Aunque en ocasiones se le nota algo necesitado de cariño, en general podríamos decir que es feliz, miren si no esa radiante sonrisa que muestra.
Amélie Poulain, de Amélie
Amélie es una mujer de aspecto de angelical, pero su costumbre de saltarse todas las normas sanitarias metiendo la mano en comida de venta al público, secuestrar enanos de jardín, vandalizar la vía pública con pintadas ñoñas, inmiscuirse en la vida del prójimo y, sobre todo, ese empeño en supurar dulzura hasta garrapiñar las hemorroides del espectador incauto que no tuvo la fortuna de caer dormido en el minuto cinco de metraje la convierten en el enviado del mal de cara más amable que el mundo ha visto. Por si esto fuera poco es de origen francés, cosa que ya debiera despertar cierto recelo en el español de bien. Pese a todo esto, el hecho de que se haya convertido en modelo a seguir u objeto de pasión de la comunidad hipster indica que algo admirable ha de tener aunque nos cueste captarlo.
El Joker, de Batman
El Joker interpretado por Jack Nicholson y el de Heath Ledger tienen una cosa en común: son mucho más interesantes que su antagonista. Porque Batman es un personaje bastante sieso, y el hecho de que haya sido considerado por algunos como una especie de héroe anarcocapitalista hace que caiga aún peor. Por el contrario ambos Joker son divertidos, extravagantes y anhelan sembrar el caos y, si pueden, destruir el mundo, así que es difícil no sentir cierta simpatía por ellos.
Alex, de La naranja mecánica
El duodécimo peor villano de todos los tiempos según el American Film Institute, y no es para menos. Alex viola, asesina y practica la ultraviolencia en general, como si la violencia a secas no fuese suficiente. Y si es con Beethoven de fondo, mejor. Eso sí: esta creación de Anthony Burgess acabará pasando por la cárcel y reciclándose en un ciudadano decente. O, al menos, nadie podrá decir que no lo intentó.
Tony, de Los Soprano
Seremos pesados, pero comprendan que en una lista así no podía faltar. Ciertamente no es el colmo de la elegancia, su familia y el negocio no paran de darle disgustos y tiene sus achaques de salud, pero a pesar de todo no parece irle mal. Hambre desde luego no pasa: se trata sin duda del personaje de ficción al que más hemos visto comer. También bebe a menudo, se droga cuando la ocasión lo merece y desde luego su vida sexual es muy intensa y variada. Se ve que ser un sociópata con más empatía por los animales que por las personas no es obstáculo para medrar en sociedad, más bien al contrario. Mencionando a Tony podemos dar también por aludido a don Vito, con el que resulta comparable en algunos aspectos, aunque sin duda el último es mucho más elegante y un excelente ejemplo a seguir también en su manera de afrontar los negocios.
Poca gente se enteró cuando aquel 4 de octubre de 1994 entró en el garaje de su querida granja, donde vivía con su mujer y su hija, donde practicaba con su guitarra, donde se dedicaba a su otra gran pasión: la mecánica de coches antiguos. Pero aquel día no entraba en el garaje para retocar ningún motor ni llevaba una llave inglesa en la mano, sino un arma. Cerró la puerta tras de sí y se pegó un tiro. Nunca se encontró nota de despedida. Jamás le había hablado a nadie sobre sus intenciones de suicidio. Nadie sabe a ciencia cierta por qué lo hizo. Sus familiares y amigos sospecharon, no obstante, que llevaba años batallando contra la depresión y que de acuerdo a su carácter introvertido no había pedido ayuda. Su muerte no apareció en los noticiarios internacionales como la de Kurt Cobain, por ejemplo, y en España ni siquiera sabíamos quién era. Pero su muerte sí fue un shock para el mundillo musical estadounidense, especialmente para el círculo de los guitarristas. Pocos hubiesen imaginado que iba a conocer semejante final, porque a sus cuarenta y nueve años había estado trabajando intensamente hasta prácticamente sus últimos días de vida. Aquello sucedió cuando finalmente estaba cosechando cierto grado de reconocimiento a nivel nacional, cuando algunos de los más famosos héroes de las seis cuerdas lo señalaban diciendo «ojo, este tipo casi desconocido es uno de los mejores». Todo quedó cortado de raíz con un balazo.
El título de este artículo no es un capricho. En los cuatro años anteriores a su trágica muerte Danny Gatton se había convertido en la tardía revelación del universo de la guitarra eléctrica y varias importantísimas revistas musicales habían coincidido por separado en calificarlo así: «el más grande guitarrista desconocido del mundo» (Rolling Stone) y «el mejor guitarrista del que nunca has oído hablar» (Guitar Player). Este apelativo no tardó en extenderse y desde luego era algo más que un truco de marketing: cualquier aficionado a la guitarra que lo viese tocar por primera vez quedaba boquiabierto, preguntándose quién demonios era aquel individuo y por qué nunca nadie le había hablado antes de él.
Otros solían llamarle The Telemaster, debido a que casi siempre utilizaba una guitarra Fender Telecaster, modelo que dominaba como ningún otro individuo sobre la faz de la tierra. Lo cual es curioso, porque creció idolatrando a Les Paul, el inventor de la guitarra eléctrica moderna y también el padre de la Gibson Les Paul, la guitarra que supone la competencia más directa de Fender. Cuando Danny Gatton era un niño, Les Paul era un músico de tremendo éxito en los Estados Unidos y aparecía frecuentemente en radio o televisión. Incluso antes de la explosión del rock and roll —que también dejó una huella indeleble en el pequeño Danny— Les Paul era ya considerado un guitar hero, en primero en la historia de la guitarra eléctrica moderna. Danny se obsesionó con Les Paul; según cuentan sus antiguos compañeros de grupo, podía imitar su forma de tocar con tal perfección que podían llegar a confundirlos si los escuchaban con los ojos cerrados. La pasión de Danny por la guitarra fue heredada de su padre, un antiguo guitarrista que había tenido que abandonar su profesión de músico para sacar adelante su familia, aunque eso no le hizo olvidar su obsesión con las seis cuerdas, que contagió a su hijo para siempre.
Les Paul fue su primer gran ídolo pero la Telecaster terminaría siendo su guitarra de elección, porque el sonido cristalino y brillante se ajustaba bien a su forma de tocar. Es un sonido peligroso, que permite que se noten más los errores, especialmente cuando se usa poca distorsión. Pero eso poco le importaba a Danny Gatton: tocaba siempre al límite, usando una gran cantidad de trucos de muy complicada ejecución, siempre al borde del sonado error. Pero su porcentaje de acierto era tremendo y los habituales de la Telecaster lo tenían como a una referencia básica. De hecho, la casa Fender comercializa una Telecaster con las modificaciones que Gatton introdujo; hoy es el modelo custom más caro de entre los muchos que la famosa marca tiene a la venta. ¿Cómo es posible que valga tanto dinero la guitarra signature de un músico del que casi nadie ha oído hablar? La respuesta es fácil: el gran público lo desconoce, pero los guitarristas lo adoran. Quizá el elogio más famoso recibido por Gatton fue el que le dedicó Steve Vai: «Danny Gatton es la persona que más cerca ha estado de ser el mejor guitarrista que jamás haya vivido». Muchos otros guitarristas se convirtieron en rendidos admiradores: desde Eric Clapton a Jeff Beck, pasando por Slash e incluso su idolatrado Les Paul, con quien llegó a compartir escenario en más de una ocasión. Sin embargo, una sola grabación o actuación no basta para entender en dónde reside su grandeza.
Aprendió a tocar de oído pero su repertorio técnico era aparentemente inagotable. Su capacidad más sorprendente era la de sonar como varios guitarristas diferentes según el estilo que estuviese interpretando. Esto es algo verdaderamente notable: por lo general, los guitarristas tienen un estilo predominante y sus tics habituales se detectan cuando se pasan a otros géneros de música. Así, podemos notar cuándo un guitarra que está tocando rock procede del jazz y viceversa, por poner un ejemplo. Para un guitarrista, el estilo es como el idioma para un hablante: resulta prácticamente imposible que no se le note el acento cuando habla en otra lengua. Pero esto no sucedía con Danny Gatton: podía metamorfosearse mágicamente y sumergirse de lleno en diversos estilos —blues, country, jazz, bluegrass, rockabilly, rock and roll— transformándose cada vez en un músico nuevo e irreconocible. Él mismo admitía no ser particularmente original, no haber inventado un estilo nuevo, considerándose más bien un camaleón cuyo principal talento era del de imitar cualquier cosa que pudiese hacerse con una guitarra. Cabe decir, no obstante, que probablemente infravaloraba su fabulosa síntesis de técnicas procedentes de diversas clases de música. Así que además de su impresionante técnica de autodidacta superdotado tenía varios corazones de guitarrista, uno para cada género. Cuando se ponía purista con alguno de esos géneros sonaba como si nunca hubiese tocado otro estilo que aquel que interpretaba en ese preciso momento. Hay que volverlo a decir: esta característica es una hazaña en sí misma.
Buena parte de la culpa de su escasa fama la tuvo él mismo. Es improbable que se hubiese convertido jamás en un icono masivo, eso es cierto, sobre todo por cuestiones de imagen. Parecía más el vecino de al lado o el dependiente de tu supermercado habitual que un icono rockero. No se percibía ningún tipo de presunción en él. Eso sí, sabía que era muy bueno y no se molestaba en negarlo, pero en sus entrevistas hablaba como el típico individuo de aspecto convencional con quien podrías tomarte una cerveza en un bar sin sospechar que te hallabas frente a un genio.
Empezó a llamar la atención siendo un adolescente y durante su juventud tocó con gente que se haría muy famosa, como los integrantes de Jefferson Airplane. Pero su personalidad se interponía entre él y el estrellato: hogareño y tranquilo, pronto decidió que las giras no eran para él. La vida de un músico puede ser bastante dura y no todo el mundo soporta ese ritmo de constantes viajes, actuaciones y momentos intensos combinados con interminables horas de aburrimiento entre bastidores. No resulta extraño que las drogas y el alcohol circulen tanto por el mundillo. Y Gatton no quería girar porque no era capaz de verse maleta en mano de aquí para allá. Nació en Washington D.C. y jamás dejó de habitar el estado de Maryland. Donde, sí, se hizo un nombre en el circuito local con experimentos como aquellos impresionantes Redneck Jazz Explosion que durante los setenta combinaban bluegrass tradicional, rock, jazz y toneladas de virtuosismo, la banda donde intercambiaba alucinógenos solos con el también superdotado Buddy Emmons, considerado por muchos el mejor intérprete de steel guitar del planeta. Pero más allá de la región no lo conocía nadie. Él siempre quería actuar en locales de la zona y la distancia máxima en la que aceptaba actuar era aquella que le permitiese dormir en su granja esa misma noche. Un músico que quiera llegar a alguna parte ha de moverse, ha de aprovechar la oportunidad allá donde se presente, ha de renunciar a una vida cómoda, `pero Danny Gatton no estaba hecho de esa madera: él metía la guitarra en la funda y se marchaba con su mujer y su hija. Algo que solamente pueden permitirse los músicos aficionados, o aquellos que son ya millonarios, pero que cercena la carrera de cualquier otro.
Así que dejó pasar sonadas oportunidades profesionales una y otra vez. Por más que apenas abandonase su región natal, por allí pasaban giras de músicos importantes y era lógico que un talento tan extraordinario como el suyo se hiciese notar. Algunos grande nombres quisieron hacerse con sus servicios. John Fogerty, alma mater de Creedence Clearwater Revival y una superestrella en los Estados Unidos, hizo todo lo posible por ficharlo para su banda de acompañamiento. Telefoneó a Gatton ofreciéndole tan cotizado puesto. Todo lo que Danny necesitaba era levantar el teléfono y devolver esa llamada. Se le «olvidó» hacerlo. No tuvo mejor suerte Bonnie Raitt, quien en sus años de mayor éxito también descubrió a Gatton, también quiso contratarlo y también recibió un sonoro plantón. Un guitarrista como él podría haber conseguido trabajo junto a casi cualquiera de las mayores figuras de la industria con tan solo enviar una cinta de demostración. Pero lo dicho: no quería irse de gira y abandonar su granja. Se limitaba a tocar en bares de la zona y a grabar sus discos de vez en cuando. Decía que no se veía como escudero de nadie. Tocó, eso sí, junto a un notable perdedor, Robert Gordon. Quizá porque eso no le exigía hacer grandes giras.
Quizá la oportunidad dorada que más podría haberse ajustado a su personalidad llegó cuando se le ofreció formar parte del programa más célebre en la historia de la televisión americana, The Tonight Show. En los talk shows estadounidenses la banda de música es un elemento básico y sus integrantes pueden usar el programa como inigualable trampolín profesional. Incluso, por qué no, como pasaporte directo a la fama. De haber aceptado, Gatton hubiese aparecido cuatro días a la semana ante millones de espectadores, demostrando su pasmoso talento a toda la nación. Era un empleo fijo y seguro, con un buen sueldo y además con la enorme ventaja de no tener que hacer incómodas giras para obtener una enorme popularidad. Pero una vez más, Danny dijo que no. Rechazó una oportunidad por la que miles de otros músicos hubiesen matado. ¿El problema? Que, aunque el empleo le garantizaba una residencia fija, tenía que trasladarse a Los Ángeles, ciudad donde se grababa el programa. Eso significaba que debía abandonar su granja. No hubo trato.
Pese su escasa ambición profesional, Gatton estaba lejos de ser el típico guitarrista que practica horas y horas en una habitación pero después no sabe qué hacer sobre un escenario. Al revés. Quizá era introvertido, pero acumulaba muchas tablas a sus espaldas. Sabía entretener al público y sus actuaciones estaba repletas de juegos de prestidigitación destinados a asombrar y divertir. En eso se parecía a su ídolo Les Paul, quien junto a su esposa Mary Ford había llenado sus actuaciones de trucos que iban desde la filigrana técnica al detalle humorístico. Les Paul fue el primero en entender que el noventa por ciento del público jamás ha sostenido una guitarra y no va a entender los virtuosismos si no van acompañados de espectáculo. Danny Gatton se apropió esa lección y sus propias actuaciones estaban también repletas de números casi circenses. Su gimmick escénico más famoso consistía en tocar slide con una botella de cerveza… llena de cerveza y desprovista de tapón. Al público le encantaba verlo mover la botella de arriba a abajo, tocando insólitos fraseos con una facilidad increíble, mientras la cerveza iba derramándose sobre el instrumento. Esto era un numerito fijo en sus conciertos, aunque él siempre dijo que prefería tocar slide con un pequeño frasco de vidrio, de esos que sirven para vender pastillas (a la manera de Duane Allman, vamos). El frasco resultaba infinitamente más cómodo y sencillo que la botella, pero al público le había gustado tanto lo de la cerveza derramándose que ya no podía renunciar a ello. Incluso aunque sacar alcohol al escenario fuese contra las normas —porque en los EE.UU. está prohibido beber en público en según qué lugares— él seguía con su botella, diciendo «ya sé que esto es ilegal, pero a quién le importa». Después de dejar perdido su intrumento, secaba la cerveza del mástil… ¡tocando por encima de una toalla! Algo increíblemente difícil de hacer.
Así que, aunque poco ambicioso en su carrera, no le molestaba hacer alardes sobre un escenario y aún menos cuando tenía a un rival que pretendiese ponerse a su altura. Otro guitarrista virtuoso, Amos Garrett (el mismo que asombró al mundillo con su solo de guitarra en la dulzona Midnight at the oasis, el mismo que hizo a Stevie Wonder exclamar que «era una de las cosas con mayor musicalidad» que había escuchado nunca) fue quien le aplicó a Gatton su sobrenombre oficial, The Humber, «el humillador», por la manera en la que hacía trizas a cualquier incauto que quisiera subir al escenario para poner a prueba sus habilidades frente a él. Aunque parezca mentira, en sus actuaciones Gatton solía tocar bastante menos de lo que realmente sabía, así que no era buena idea para otro guitarrista desafiarlo alegremente. Especialmente en sus años de relativo anonimato, más de un guitarrista presuntuoso hubo de salir del escenario con la cabeza gacha.
Su virtuosismo era producto de una muy particular disciplina. Gatton aprendió de oído, sí, y era un autodidacta sin conocimiento académico alguno. Pero se tomaba la guitarra muy en serio. El hoy famoso Joe Bonamassa, por ejemplo, era apenas un niño cuando empezó a destacar por su precocidad y consiguiendo que Gatton se fijase en él. Las anécdotas entre ambos nos hablan bien de cuál era la actitud perfeccionista de Danny Gatton hacia su instrumento. En algunos conciertos le dejaba su propia guitarra al pequeño Joe mientras decía: «escuchen tocar a este chaval, ¡tiene solamente doce años!». Entonces el pequeño Joe asombraba al público con sus habilidades. Pero después, ya en la intimidad, Gatton picaba al niño: «Tocas bien el blues, pero no sabes nada de jazz, ni de country, ni de bluegrass, ni de auténtico rock and roll». Le decía que estaba limitándose a sí mismo y le indicaba qué otras músicas debía escuchar. También le enseñaba algún ejercicio, diciendo que no volviese a visitarlo «hasta que no lo sepas tocar a la perfección». El pequeño Joe se iba a casa y practicaba ese ejercicio una y otra vez, hasta tenerlo completamente dominado. Después volvía a ver a su maestro para demostrarle que lo que había aprendido, tocando el ejercicio «con algunas notas de más para intentar impresionarle». Pero Danny rara vez se mostraba impresionado, al contrario: le enseñaba otro ejercicio todavía más complicado y de nuevo lo mandaba para casa. «Y no vuelvas hasta que lo sepas tocar a la perfección». Todo aquello ayudó a que Bonamassa se convirtiese en el guitarrista que es hoy en día, como él mismo rememora siempre. Y recordando a su maestro, Bonamassa admite que «todavía no sé tocar algunas de las cosas que Danny sabía hacer».
El gran momento de Danny Gatton llegó en 1990. Ya tenía cuarenta y cinco años cuando recibió su primera nominación a un premio Grammy. Su tema Elmira Street Boogiefue nominado como mejor instrumental de rock, pero no hubo suerte: Eric Johnson se llevó el premio con Cliffs of Dover, que tenía un sonido más actual y probablemente mayor proyección comercial. Aun así, la nominación hizo mucho por difundir el talento de Gatton y su nombre empezó a dar mucho que hablar para ser alguien que apenas había tenido ambición. Aquello lo ponía en el buen camino para alcanzar popularidad a nivel nacional: más apariciones en televisión, actuaciones en recintos mayores ante un público más numeroso y los primeros parabienes de esa fama con la que parecía soñar a veces, pero a la que sin embargo se había resistido siempre con tal de no tener que renunciar a su modesto estilo de vida. Fue entonces cuando la casa Fender reconoció a Gatton como el más excelso dominador de la Telecaster y le reclamó para trabajar en un modelo customizado.
Cerca ya de los cincuenta años pero camino de convertirse en una leyenda viva entre los guitarristas, todo parecía irle viento en popa. Solamente él sabe ya qué clase de extraño infierno estaba atravesando justo cuando el mundo de la música empezaba a reconocer su talento, cuando las revistas especializadas hablaban de él como quien habla de una mina de oro que ha descubierto en su jardín. No tendría mucho sentido hacer elucubraciones sobre el motivo de su estado de ánimo. Si realmente se trataba de una depresión, como parece probable, esa es una enfermedad que muy poca gente —quizá solamente quienes la sufren— es capaz de comprender. Parece que Danny Gatton fue un alma torturada durante mucho tiempo. El guitarrista que técnicamente «lo tenía todo», como decía Albert Lee, no tenía sin embargo paz de espíritu y se quitó la vida inesperadamente. Renunció para siempre a unos más que merecidos años de reconocimiento generalizado, y lo que es peor, renunció para siempre a su mujer, a su hija y a sí mismo.
Su incipiente fama se esfumó, porque nunca fue un icono juvenil y su suicidio no lo transformó en una figura de consumo masivo. Probablemente le faltaba la imagen, como decíamos. Tras su muerte siguió siendo lo que había sido siempre, un «guitarrista para guitarristas», materia de estudio para quienes desean progresar en ese instrumento pero un desconocido para la mayor parte del mundo. Visto desde pleno 2014 es una rareza en una industria donde el noventa y nueve por ciento de la gente que se está haciendo rica y famosa no tiene ni siquiera el uno por ciento del talento que tuvo Danny Gatton. Pero él lo quiso así, rehuyó la fama y finalmente rehuyó la propia existencia. No podemos juzgarle por ello, pero sí lamentar el que la vida no terminase premiando sus celestiales dones con algo más de felicidad. Eso sí, algo quedará para siempre: la expresión boquiabierta de quienes lo ven tocando por primera vez. Un grande sin renombre, el mejor guitarrista del que nunca has oído hablar.